martes, 22 de marzo de 2011

Adiós al rodillo de las ideas

Hermann Tertsch en ABC

Todo indica que en España hemos entrado en un final de ciclo que va más allá de la previsible derrota del presidente Rodríguez Zapatero en las próximas elecciones generales. Las dos legislaturas de «largocaballerismo new age» que ha sido un intento de sustituir a nuestra democracia de la Transición, la Reconciliación Nacional y la Constitución del 78 por un nuevo régimen de «socialismo avanzado» que buscara y lograra en nombre de un nuevo Frente Popular la revancha por la derrota en la Guerra Civil, se agotan sin que los artífices de ese venenoso proyecto hayan logrado sus objetivos. Es una buena noticia. Triste es, sin embargo, la certeza de que su fracaso no se deberá a la capacidad de resistencia de la democracia integradora, ni a la autodefensa de una sociedad abierta con músculo democrático para hacer frente a planes sectarios de experimentación e ingeniería social, ni a la vigencia de valores y principios que movilizar y hacer valer frente al rodillo igualitarista, materialista y estatista. Su fracaso se deberá a la catástrofe económica en la que nos ha sumido la desastrosa gestión que los responsables de ese proyecto han hecho de la muy grave crisis económica. Los españoles van a acabar previsiblemente con el experimento del «zapaterismo» porque le echan —con razón— la culpa de que la crisis en España sea infinitamente más grave que en otros países por culpa de su gestión. No como responsable del intento de fundar un régimen sin alternancia política y un inmutable papel dirigente del Frente Popular. Que asumiera la II República como única fuente de legitimidad, convirtiendo transición y reconciliación en «errores transitorios» y la Constitución del 78 en papel mojado. Ese proyecto —definido por el espíritu del «Pacto del Tinell»— debía dejar a la derecha definitivamente marginada de la toma de decisiones y convertida en poco más que un partido satélite, desposeída de legitimidad por su estigma de heredera del franquismo. Como a Al Capone, la condena —en las urnas— se producirá por una cuestión de dineros. De haberles tocado el bolsillo y muy gravemente a los españoles. No por los delitos capitales del proyecto de subvertir la democracia y crear un régimen según el imaginario de la izquierda de los años treinta, apenas modernizada por sus aditamentos también totalitarios del lenguaje de corrección política. Es de temer que los artífices de este gran disparate histórico no se sientan desautorizados sino víctimas de una fatalidad histórica. Y dispuestos a nuevo intento. Si prevalecen estos fundamentalistas sectarios y no resurge una corriente socialdemócrata homologable a la europea, sin veleidades utópicas ni pretensiones de experimentación social, España se enfrentará a una permanente agitación social. A la espera de un nuevo gobierno izquierdista que lleve a cabo el proyecto ahora fracasado. La esperanza de que esto no ocurra y España retome un camino de prosperidad y paz social radica en una renovación de la izquierda. Y en una activación de la batalla de las ideas con la pluralidad hasta ahora maniatada por el rodillo de la maquinaria de intoxicación y manipulación mediática y cultural de la izquierda. Paradójicamente esta pluralidad se ha activado bajo el zapaterismo. Como reacción a tanto desmán. Y no en la oposición, sino en la sociedad civil y mediática. La supremacía total de la izquierda en medios y cultura se ha quebrado. Se acabó el rodillo de las ideas. Y el reino de la impostura cultural y democrática izquierdista. De ahí su pánico. Con Zapatero se hunden la mentirosa supremacía moral de la izquierda y su hegemonía cultural de la izquierda. Este naufragio es su mejor legado.

Falsificación democrática

M. Martín Ferrand en ABC

Hace unas semanas el PSOE y el PP, tan ariscos ante los ciudadanos como dispuestos a la chapuza compartida, acordaron reformas de la Ley Electoral que, quizás, puedan facilitar sus trabajos de campaña, pero que, seguro, le quitan transparencia y limpieza a la confrontación y la liturgia electorales. En consecuencia del acuerdo, la Junta Electoral Central se dispone a cursar a las televisiones privadas instrucciones sobre el que debe ser su comportamiento durante la refriega propagandística de las campañas. Lo más notable e inaceptable de esa norma en ciernes es que se las exige a las televisiones privadas los principios de «proporcionalidad y neutralidad informativa» que cabe esperar de las televisiones públicas. Algo, insisto, pactado por el PP y el PSOE en contra de la libertad de información y los usos democráticos habituales.

Si nuestros grandes partidos políticos no son capaces de diferenciar las obligaciones exigibles a una televisión pública de la libertad que debiera amparar el trabajo informativo de una privada, el caso es grave. Las públicas, cuya razón de existir es de difícil explicación y gran despilfarro, son de todos y ello las obliga a la neutralidad. En las privadas, como en los periódicos, el interés informativo debiera prevalecer sobre cualquier otro planteamiento. ¿Qué es eso de la «proporcionalidad» y la «neutralidad»? La diferencia tecnológica, ¿permite establecer tratamientos éticos diferenciados entre la prensa, la radio, la televisión, el internet u otro medio de información? Lo que la Junta Electoral Central, como consecuencia de un acuerdo no democrático entre el PP y el PSOE, se dispone a aplicar es una falsificación de la libertad, una perversa forma de censura. No es de extrañar que con barros tan sucios se modelen líderes tan endebles y deformes.

El general Pinocho

Tomás Cuesta en ABC

TILDAR a Sarkozy de «General Pinocho» —como hizo Papá Le Pen este domingo al concluir el primer acto de las elecciones cantonales— no sólo constituye una falta de respeto al líder guerrero de las potencias aliadas, sino que priva a Zapatero de una dignidad castrense que se ha ganado a pulso y que, a tenor de su historial, le va que ni pintada. El nieto del capitán Lozano, de casta le viene al galgo, acaba de meter a España en una guerra con la habilidad de un prestidigitador y con el mismo estilo —nada por aquí, nada por allá— con el que levantó el campamento de Irak cuando, en lugar de volver a casa con la cabeza alta, lo hicimos emplumados y cacareando. Quién le ha visto y quién le ve. De la infinita ansia de paz al sus y a ellos. Así —por parafrasear a Nietzsche— se dialoga a misilazos.

La metamorfosis es tan prodigiosa que contribuye a que pase desapercibido el detalle (no menor, en efecto, pese a que la grandeza siempre ha estado reñida con el personaje) de que el legítimo General Pinocho, el fetén, no el gabacho, está más amortizado que la cabra de los legionarios. Si se cumplen las previsiones sucesorias, Zapatero abandonaría el barco en pleno zafarrancho, a no ser, por supuesto, de que nos encontremos ante un episodio inédito de la guerra relámpago y el conflicto —«Inch´Allah!»— sea algo circunstancial y pasajero, igual que el bajonazo de la velocidad máxima. Dicha limitación, a falta de razones de mayor calado, es la que justifica que el General Pinocho haya salido del armero en vez de limitarse a salir del armario. Pelillos a la mar y bofetadas al payaso.

Encharcado en todas las contradicciones posibles, el Von Clausewitz de León dispone lo que haga falta para la odisea del alba y la epopeya de su atardecer. Las bases, los aviones, las fragatas y hasta un submarino. Gadafi, que a lo visto debe ser peor que Sadam, se merece eso y más. Los daños colaterales no cuentan, ni tampoco eso de que la peor paz es mejor que la mejor guerra. Pura retórica en medio de una crisis que ha vaciado las cazuelas hasta de su eco. Tras exhibir en Túnez las bondades de una democracia reducida a su caso personal, muestra en Libia el músculo de un converso, como si los F-18 fueran la culminación tecnológica de la urna de cristal.

En el cuarteto del amanecer, compuesto por Sarkozy, Obama, Cameron y Zapatero, el nuestro, a su escala, es como un Ghandi entre Churchill y De Gaulle, un pacifista con una idea sobre el orden mundial tan arbitraria que condena a Gadafi mientras cubre a los Castro, algo así como un misil extraviado capaz de sobrevolar Irak para estamparse en Algeciras, un sujeto dado a la improvisación, un presidente que desmilitarizó al Ejército y lo convirtió en la UME, un visionario que ha acabado militarizando a los controladores aéreos.

Pero darle al botón rojo tiene sus contraprestaciones y ni siquiera a Zapatero se le escapa que en un estado de guerra, por mucho que a nuestro presidente le importen las formas lo mismo que a Gadafi las víctimas de Lockerbie, lo último que puede hacer es tocar a retirada, ni siquiera la suya. ¿Quién se lo iba a decir? Una guerra le llevó al poder y una guerra le podría impedir dejarlo, al menos antes de tiempo y si es que aún estamos a tiempo.

La diferencia es el miedo

Cristina Losada en Libertad Digital

Los rescoldos, todavía humeantes, del "no a la guerra" calientan la búsqueda de similitudes y diferencias entre las intervenciones militares en aquel Irak de Sadam y en esta Libia de Gadafi. Las consignas, esas termitas destructoras del pensamiento y del lenguaje, tienen mucho peligro. Atrapados en la suya, los conspicuos anti-belicistas de otrora han de justificar cómo descubren hoy que el uso de la fuerza no siempre es maligno. Puro artificio, desde luego, pues la aversión a la guerra que exhibían hace años, y con tanta suficiencia, era solo instrumental. Otra aversión más intensa impulsaba aquellas pasiones por la paz. De ahí que las diferencias aludidas puedan reducirse, en su caso, a dos muy evidentes: Obama no es Bush y Zapatero no es Aznar. De ambas se deduce fácilmente que Libia no es Irak. Por decirlo en palabras de Orwell, apenas hay acciones que no cambien de color moral cuando quienes las perpetran son los "nuestros".

Pero dejemos ese redil y sus pequeñas, malolientes y cambiantes ortodoxias para atender a aquello que revela esta operación en Libia, por contraste con la de Irak. La misma opinión pública que rechazaba derrocar a un dictador como Sadam acepta que se ataque a un dictador como Gadafi y ese giro se atribuye a la razón humanitaria. El salvoconducto moral de la intervención es la necesidad de proteger a la población civil de los bombardeos y ayudar a los rebeldes libios, armados, pero en inferioridad de condiciones. Qué más queremos para hacer nuestra buena obra que a un tirano sanguinario aplastando cruelmente a su pueblo y a un puñado de valientes luchadores que le hacen frente con escasos medios. Es justo lo desinteresado –en apariencia– de la acción, el factor diferencial con Irak, donde una potencia como EEUU veía una amenaza para su seguridad y la del resto del mundo. No estamos por defendernos a nosotros mismos, pero sí estamos por defender a otros.

Tanto altruismo y tanto quijotismo resultan, me temo, demasiado dulces. Si los derechos humanos de los iraquíes no importaban nada y los de los libios, mucho, es que la razón humanitaria flaquea y se pliega a sentimientos más potentes. Como el miedo. Fue el miedo lo que inclinó a la mayoría de las sociedades occidentales contra la intervención en Irak. Fue el temor a provocar al terrorismo islamista que había destruido poco antes las Torres Gemelas. Y el "no a la guerra" no hizo más que explotar ese pánico. Ha pasado el tiempo, Gadafi no da miedo y nos podemos permitir, por una vez, actuar en consonancia con nuestras buenas intenciones.

Depilados

Alfonso Ussía en La Razón

En el dibujo, el Presidente Rodríguez se dirige al Presidente Sarkozy. Y le dice: «Nosotros aportamos cuatro F-18, una fragata, un submarino, un avión cisterna y un regimiento de titiriteros conversos». El dibujo, publicado en LA RAZÓN, es de Borja Montoro. Páginas adelante, otro dibujo. Tres aviones aliados sobrevuelan –es un suponer– el desierto de Libia. Uno es francés, el segundo inglés, y el tercero, algo más rezagado, español. El nuestro arrastra una gran pancarta que dice: «No a la Guerra». El dibujo, publicado en LA RAZÓN es de Sañudo.

El pasado fin de semana se organizó en Madrid un acto en defensa del juez Garzón. Sólo faltaba el que escribe para que aquello pareciera una reunión de beneficiados del IMSERSO fotografiados poco antes de partir de excursión a las Hoces del Cabriel. A Garzón le apoya un rojerío otoñal con vocación de invierno. Estaban los inevitables Almudena Grandes, Juan Diego, Pilar Bardem y otros del cine, que son muy parecidos porque se visten igual y gastan la misma barba desaliñada. La Ceja en estado puro. Todos se manifestaron a favor de la guerra en Libia.

Se me olvidaban Toxo y Méndez, también presentes. No podía ser de otra manera. Esta guerra les gusta. Parece no importarles la muerte de civiles libios, que no son tan importantes como los civiles iraquiés o los niños serbios, masacrados legalmente. La ONU ha dicho «sí», y los de la Ceja están tranquilos. España no envió tropas a combatir en Irak. Y a Aznar se le cayó el mundo de la subvención encima de la cabeza. Le llamaron «asesino» y todo lo demás. La ONU no había autorizado aquellos ataques. Esta ONU es muy caprichosa. Sadam Husein era igual de criminal que Gadafi, tan dictador como Gadafi y tan sanguinario como Gadafi. Pero contaba con la simpatía de la Ceja. Ahora sí hemos mandado a los soldados españoles a combatir en Libia. Y en Afganistán. Irán donde se les ordene, y siempre cumplirán con su deber heroicamente. Una aportación modesta, encajada en nuestras posibilidades. La Ceja apoya la intervención militar española. Sus miembros son expertos en contacto diario con la ONU. Que va Juan Diego y le dice a Pilar Bardem: «Pilar, que esta guerra es legal porque la ONU la ha autorizado». «Pues que bien, Juan. No sabes el peso que me quitas de encima».

Esta guerra es tan legal o ilegal como la de Irak. Allí fuimos en misión de paz y aquí vamos en misión de guerra. La Ceja ha cambiado mucho en los últimos años. Javier Bardem, que es un gran actor, ha triunfado en los Estados Unidos, la nación imperialista que le ha ofrecido cobijo y amparo para que su hijo nazca americano en el hospital más caro de su sudoeste. No tendría sentido que llamara «asesinos» a los que bombardean Libia, que son sus anfitriones. Y del resto, poco se puede decir. Ellos viven pendientes de las resoluciones de la ONU, su oráculo de Delfos. Cuando Angola se desangró con la eficaz participación de Cuba sin permiso de la ONU no se enteraron. Y aquello duró más de una década, pero es que tampoco hay que exigirles un seguimiento tan puntual.

Aznar tomó una decisión difícil y le llovieron chuzos en punta. Zapatero ha tomado una decisión más difícil todavía –y que cuenta con mi humilde apoyo–, y los golfos de las subvenciones y las propinas se muestran encantados. No a las misiones de paz y sí a los zafarranchos de combate. Esta gente ha cambiado una barbaridad en los últimos años. De aspecto y de conciencia. Cejas depiladas.

Comillas raras

Carlos Rodríguez Braunen La Razón

Titular de «El País»: «La Complutense investiga la “profanación” de una capilla». Se refiere a la capilla del campus de Somosaguas, en cuya Facultad de Económicas soy profesor desde hace más de treinta años, y que como es sabido fue invadida por unos individuos que se desnudaron y besaron en el altar, al grito de «Contra el Vaticano poder clitoriano» o «Menos rosarios y más bolas chinas». Algunas personas mostraron la barriga donde habían escrito palabras como «deseante», «bollera» o «bisexual». Llevaban imágenes de Benedicto XVI con una cruz gamada en el pecho. Grabaron sus actos, hicieron fotos y al salir pasaron junto a pintadas donde se leía: «Arderéis como en el 36» o «La única iglesia que ilumina es la que arde». Todo esto nos llena a muchos alumnos y docentes de vergüenza e indignación. Pero además me intriga que el periódico escribiese «profanación» entre comillas. Raro. El entrecomillado parecía apuntar no tanto a la descripción de un hecho como al reflejo de una opinión de un tercero, como el arzobispado, al que se cita textualmente para señalar su peculiar punto de vista subjetivo. Veamos. Según el DRAE profanar es «tratar algo sagrado sin el debido respeto, o aplicarlo a usos profanos» o «deslucir, desdorar, deshonrar, prostituir, hacer uso indigno de cosas respetables». Raro. Según nuestra lengua lo que sucedió en la capilla fue una profanación y no una «profanación», como tituló «El País». ¿Por qué las comillas?