martes, 22 de marzo de 2011

El general Pinocho

Tomás Cuesta en ABC

TILDAR a Sarkozy de «General Pinocho» —como hizo Papá Le Pen este domingo al concluir el primer acto de las elecciones cantonales— no sólo constituye una falta de respeto al líder guerrero de las potencias aliadas, sino que priva a Zapatero de una dignidad castrense que se ha ganado a pulso y que, a tenor de su historial, le va que ni pintada. El nieto del capitán Lozano, de casta le viene al galgo, acaba de meter a España en una guerra con la habilidad de un prestidigitador y con el mismo estilo —nada por aquí, nada por allá— con el que levantó el campamento de Irak cuando, en lugar de volver a casa con la cabeza alta, lo hicimos emplumados y cacareando. Quién le ha visto y quién le ve. De la infinita ansia de paz al sus y a ellos. Así —por parafrasear a Nietzsche— se dialoga a misilazos.

La metamorfosis es tan prodigiosa que contribuye a que pase desapercibido el detalle (no menor, en efecto, pese a que la grandeza siempre ha estado reñida con el personaje) de que el legítimo General Pinocho, el fetén, no el gabacho, está más amortizado que la cabra de los legionarios. Si se cumplen las previsiones sucesorias, Zapatero abandonaría el barco en pleno zafarrancho, a no ser, por supuesto, de que nos encontremos ante un episodio inédito de la guerra relámpago y el conflicto —«Inch´Allah!»— sea algo circunstancial y pasajero, igual que el bajonazo de la velocidad máxima. Dicha limitación, a falta de razones de mayor calado, es la que justifica que el General Pinocho haya salido del armero en vez de limitarse a salir del armario. Pelillos a la mar y bofetadas al payaso.

Encharcado en todas las contradicciones posibles, el Von Clausewitz de León dispone lo que haga falta para la odisea del alba y la epopeya de su atardecer. Las bases, los aviones, las fragatas y hasta un submarino. Gadafi, que a lo visto debe ser peor que Sadam, se merece eso y más. Los daños colaterales no cuentan, ni tampoco eso de que la peor paz es mejor que la mejor guerra. Pura retórica en medio de una crisis que ha vaciado las cazuelas hasta de su eco. Tras exhibir en Túnez las bondades de una democracia reducida a su caso personal, muestra en Libia el músculo de un converso, como si los F-18 fueran la culminación tecnológica de la urna de cristal.

En el cuarteto del amanecer, compuesto por Sarkozy, Obama, Cameron y Zapatero, el nuestro, a su escala, es como un Ghandi entre Churchill y De Gaulle, un pacifista con una idea sobre el orden mundial tan arbitraria que condena a Gadafi mientras cubre a los Castro, algo así como un misil extraviado capaz de sobrevolar Irak para estamparse en Algeciras, un sujeto dado a la improvisación, un presidente que desmilitarizó al Ejército y lo convirtió en la UME, un visionario que ha acabado militarizando a los controladores aéreos.

Pero darle al botón rojo tiene sus contraprestaciones y ni siquiera a Zapatero se le escapa que en un estado de guerra, por mucho que a nuestro presidente le importen las formas lo mismo que a Gadafi las víctimas de Lockerbie, lo último que puede hacer es tocar a retirada, ni siquiera la suya. ¿Quién se lo iba a decir? Una guerra le llevó al poder y una guerra le podría impedir dejarlo, al menos antes de tiempo y si es que aún estamos a tiempo.

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