domingo, 5 de junio de 2011

Organizar las cabezas

José Jiménez Lozano en La Razón

Lo que hacen los totalitarismos, por su naturaleza misma de constructores de una granja humana, es sustituir el saber con el rebajamiento del nivel de instrucción tal y como en «Los demonios» de Dostoievski lo había formulado el siniestro sistema de Chigaliov: «Cicerón tendrá la lengua cortada, Copérnico los ojos saltados, Shakespeare será lapidado ¡He aquí el chigaliovismo! Los esclavos deben ser iguales, y todos los esclavos son iguales en la esclavitud... La primera cosa que hay que hacer es rebajar el nivel de instrucción de ciencias y de talentos». Esto es, conseguir la nivelación general obligatoria. Y ya fueron terribles las consecuencias de estos manejos de unos y de otros, al convertir aquello tan hermoso y esperanzador para nuestros abuelos ilustrados, que era la enseñanza primaria universal, «en el instrumento más eficaz del dominio del Estado, (que) ha servido para la militarización de las masas, y ha expuesto a millares de personas a la influencia facilísima de la mentira organizada, y a la seducción de distracciones continuas, imbéciles, y degradantes», como explica Aldous Huxley.

Pero las cosas son aún más fáciles cuanto que en este sistema «chigaliovista», antes de haber saltado los ojos a Copérnico y haber cortado la lengua a Cicerón, se ha ordenado tomar la cicuta a Sócrates, y, desde luego, se ha desacreditado hasta la irrisión a Descartes, y a Spinoza, y a los otros, como viejos títeres que se hubieran descabalgado de una representación teatral ya caduca y risible. Y lógicamente, se prescinde en absoluto de la apelación a la razón discursiva, y se la sustituye por la implantación de una ideología o cualquiera otra razón instrumental, perfectamente adaptable, y hasta seductora. Pero esto ocurre, y sólo puede ocurrir, si antes se ha impedido el encuentro con la historia del pensamiento, con la razón metódica que gobierna y es la última instancia del conocimiento, y si no se han hecho las cuentas con aquellos rostros pálidos pensantes, y con esa razón implacable.

Hasta en un plano empírico y político es entonces perfectamente verificable que ese nuestro hablar nos miente, según Montesquieu nos avisa, cuando comenta el reinado de Augusto y escribe: «La tiranía se fortifica, no hablamos más que de libertad». Porque a este socaire retórico, nadie piensa, nadie pone en cuestión, nadie sospecha que este hablar unidimensional, y tal palabrería es puro dormitivo del pensamiento y del contraste real de los pensares por lo tanto; y la tiranía triunfará.

Es una obviedad la condición semi-vergonzante o de desdeñosa secundariedad de los estudios llamados equívoca y nada significativa «humanísticos», en la enseñanza media. Es aquí en el tiempo de estos estudios donde se organizan las cabezas con el ejercicio de un método del discurso y de unas «reglas para la dirección del espíritu»; o, por el contrario, sobreviene el caos racional producido por su ausencia, un hecho tan atroz en nuestro tiempo que permite a Michael Burleigh establecer una espantosa relación entre la superabundancia de estudiantes italianos universitarios y el terrorismo de las Brigadas Rojas, que inocentemente había sido entendido por buena parte de sus componentes como un «happening» o carnaval de protesta contra lo establecido, simplemente por estar establecido.

Y porque no se había entrado a formar parte del mundo del espíritu y la santidad de la inteligencia que Werner Jaeger había llamado la «apostura interior», que permite simbolizar lo real, y ser y comportarse de un cierto modo, aprendido y conformado, que es lo propiamente humano. Y era algo que ya quedaba incluido en la «Lógica de Port-Royal», el primer discurso de la cual subraya la obligación de «ser justos, equitativos, juiciosos, en todos los discursos, en todas las acciones y en todos los asuntos que se manejan, (y) por tanto, en ella todos han de ejercitarse y formarse». E incluye desde luego el saber distinguir, como decía don Antonio Machado, entre Julio César y Julián Cerezas, porque no son iguales, pero luego descubrirse ante ambos porque los dos son hombres y exigen un mismo respeto.

No son asuntos tan fáciles.

Edimburgo

Alfonso Ussía en La Razón

Me ha divertido mucho el reportaje de Begoña Pérez publicado en la Otra Crónica del diario «El Mundo» acerca del duque de Edimburgo. Hoy es domingo y los lectores merecen otra cosa que no sea política. A Edimburgo lo conocen en Inglaterra como el «Duque del Peligro», porque sus salidas y entradas nunca se ajustan al protocolo. Días atrás, por un simple chorreo del Rey a un grupo de periodistas se armó la marimorena en España. Si hace lo mismo que el duque ya estaría Almudena Grandes y sus huestes cejeras preparando el asalto a la Zarzuela. Una reja separaba a los informadores de la comitiva Real. La Reina Isabel II marchaba en cabeza, y su marido, como siempre, a dos pasos medidos. Cuando nadie lo esperaba, Edimburgo se sacó de la manga una bolsa de cacahuetes y se los tiró a los periodistas como hacen los niños con los monos de los zoológicos. Allí tienen más sentido del humor y la sangre no llegó al Támesis.

El duque de Edimburgo – «no soy nada, sólo un maldito parásito»– siempre ha destacado por su ironía y sentido del humor. El Presidente de Nigeria visitó a la Reina y su marido en el Palacio de Buckingham. Iba vestido con el traje tradicional nigeriano. «Parece que está usted listo para irse a la cama», le comentó el duque. La Reina se interesó por un ciudadano con problemas visuales. «¿Le queda algo de vista?»; el ciudadano se disponía a responder cuando se oyó la voz de Edimburgo: «No mucha, a juzgar por su corbata». Eran tiempos de la Guerra Fría. El Muro aún no había sido derribado. Se programó un viaje oficial de la Reina Isabel y el duque de Edimburgo a la URSS. Un comentario de Edimburgo echó por los suelos todos los planes: «Me encantaría visitar Rusia, aunque esos bastardos asesinaron a la mitad de mi familia». Lo malo, o lo bueno, es que era verdad.

Mi inolvidable e inolvidado Santiago Amón acostumbraba a reconocer su admiración por el duque porque nadie como él sabía mantenerse erguido cuando se ponía todas sus condecoraciones. «Me las pongo para que vean que todavía soy alguien». En sus viajes oficiales a los países de la «Commonwealth» Edimburgo es un constante peligro. Al Gobernador de las Islas Caimán: «¿No son ustedes descendientes de los piratas?». A un jefe aborigen en una visita a Australia: «¿Todavía arregláis vuestros problemas a lanzazos, flechazos y cachiporrazos?». Al saludar a una mujer en Kenia, ataviada a la usanza de aquel precioso país: «¿Es usted una mujer, verdad?». A una deportista que consiguió atravesar de norte a sur la isla de Papua: «¿Cómo has conseguido que no te coman?». En una reunión de amigos, respondió así a uno de ellos que se interesó por la Reina Isabel. «Es leal, estricta y ordenada. Y manda mucho. Como siga así, voy a tener que decirle que se vaya de casa». Eso se lo adjudicó como autor, años más tarde, Jesús Aguirre para referirse a la duquesa de Alba: «Cayetana está últimamente muy nerviosa y le he dicho que, o cambia, o se tendrá que ir de casa».

A sus noventa años asiste a todo lo que el protocolo le exige, aunque se pase el protocolo por las medias en las que luce su Jarretera.No puede dominar sus deseos de divertirse y hacer más difícil la fría armonía de la Corona británica. Aquí en España, le pondrían en la boca un esparadrapo. No aguantamos ni una. Eso, nuestro dogmatismo, siempre reñido con el sentido del humor.

Inquilinos del poder

Ángela Vallvey en La Razón

Si fuésemos de verdad tan adelantados como presumimos, cada vez que un partido político accediera al poder se comprometería honorablemente a dejar la cosa pública al menos en el mismo estado que la encontró (descontando un razonable desgaste por el paso del tiempo), tal como se hace con el alquiler de inmuebles en los países avanzados. No tendrían ni que ponerlo por escrito: su probidad y su virtud serían suficiente garantía. Y el edificio de la cosa pública, del Estado, no sufriría los graves deterioros que, a ojos vista, está padeciendo. Los ocupantes de la bancada del poder suelen acomodarse en él como un inquilino incivil en un apartamento barato y descuidado. «Y qué más da, si no es mío y, además, ya estaba hecho polvo cuando yo llegué…», parecen pensar. Luego se quejan de que los contribuyentes los llamen «la casta» y se produzcan «peligrosos» movimientos de opinión que reniegan de los políticos y de sus privilegios. Y se extrañan cuando los propietarios-ciudadanos los ponen de patitas en la calle, hartos de tanto destrozo en su propiedad, pese a que muchos deterioros los diesen por supuestos.

Pulgatorio



Viñeta de Montoro en La Razón

Indignados

José María Marco en La Razón

En 2000 la Real Academia de la Historia fue objeto de un duro ataque en respuesta a un informe que la propia Academia había elaborado sobre la enseñanza de la historia impartida en los centros de enseñanza media. Desde entonces, la Real Academia se ha abstenido de intervenir en las polémicas que han cambiado la percepción que los españoles tienen de su propia historia. La abstención no dice mucho de la gallardía de los académicos, ni de su consideración para con los que han vivido las polémicas en primera línea. Tal vez la prudencia haya hecho posible que después de casi trescientos años de existencia la Academia haya elaborado al fin un Diccionario Biográfico que esperamos sea pronto publicado en Internet, para ser consultado por todos. Mientras tanto, algunas de las entradas del nuevo Diccionario –no todas– han suscitado la ira de los guardianes de las esencias de la historia oficial. Se ha llegado a hablar de destruir esta edición, como en los buenos tiempos de la Inquisición y del estalinismo. En la ofensiva ha participado toda la tropa progresista, abundante, bien cuidada y entrenada en estas lides. La sobreactuación indica que estamos ante una farsa propagandística o una provocación, de las muchas que vamos a sufrir en los próximos tiempos ante el éxito electoral del PP. Convendría no empeñarse en responder. Por otra parte, los apuntes de independencia del Diccionario evidencian que los guardianes de la ortodoxia no controlan ya la historia. Esto resulta particularmente peligroso para una izquierda como la española, cohesionada no por un programa o por una posición ante la realidad, sino por mitos fundadores propiamente delirantes, pero alimentados de continuo. Esta izquierda es irreformable. En este caso, lo mejor que se puede hacer es continuar con la tarea de sacar a la luz la historia auténtica, sin dejarse contagiar por la paranoia de izquierdas.

Nihil Obstat Progre

Antonio Burgos en ABC

No me gustaría compartir la perplejidad que a esta hora sentirá mi admirado don Gonzalo Anes, director de la Real Academia de la Historia. Tras la publicación de los monumentales 25 primeros tomos del «Diccionario Biográfico Español», don Gonzalo habrá comprobado que hay que revisar la universal creencia de que la Historia la escriben los vencedores. Depende. En el caso de nuestra Historia Contemporánea, la Historia no sólo no la hacen los vencedores, sino que los perdedores y quienes se proclaman sus herederos se arrogan tal superioridad moral que exigen que sean ellos quienes la escriban. A su dictado.

En mis años de Bachillerato casi todos los libros de texto venían con los latinajos de la censura eclesiástica: Nihil Obstat e Imprimátur. Yo me creía que aquello era de los oscuros tiempos de los tópicos que usted conoce mejor que yo sobre la que llaman «España en blanco y negro». Qué va. Esa censura existe. En España existe la censura. Gracias a Dios no existe la censura del Estado, ni la de la Iglesia. Existe algo peor: la censura de la dictadura de lo políticamente correcto, que en el caso del Diccionario Biográfico que nos ocupa es la censura de la dictadura de lo históricamente correcto. Lo históricamente correcto ya saben qué es: los nacionales no ganaron la guerra, y a la vista está de qué vencedores son los que la escriben. Durante los 40 años de la dictadura, que algunos tuvimos el coraje de llamar oprobiosa con Franco vivo, no ahora, que lo hace cualquiera... Durante la dictadura, decía, según esta otra dictadura de lo históricamente correcto no había escuelas públicas gratuitas, ni seguros sociales, ni hospitales de la Seguridad Social, ni paga de Navidad, ni convenios colectivos, ni pensiones, no había de nada. Si las calles de Sevilla (o las de Barcelona, que conste) se llenaban de gente que se partía las manos aplaudiendo a Franco en sus visitas oficiales, rodeado por la Guardia Mora (perdón, Magrebí) es porque detrás de cada aclamante había un policía de la Social o un gris de uniforme, con una pistola, que los obligaba a ello poniéndosela en la nuca.

Para los nuevos censores todo lo que no sea Historia amañada no es Historia. Incluso han puesto una virtual censura de prensa, en la que desde determinados diarios y desde las anónimas puertas de letrina de los blogs y túiteres de Internet ponen como los mismísimos trapos a todo el que un periódico se haya atrevido a transgredir sus dictados, ejerciendo la funesta manía de pensar por libre.

Esta dictadura le ha caído encima a mi respetado don Gonzalo. Pero, hombre, don Gonzalo Anes: ¿cómo se atreve? ¿Cómo es que para el Diccionario Biográfico no ha pedido usted el Nihil Obstat y el Imprimátur de la nueva Santa Inquisición de la Progresía? ¿Usted no sabe que la Historia hay que escribirla como ellos quieran?

Y además, lo que dice ese dechado de libertades que es la ministra Sinde: «Tendría que haber una revisión de equilibrio de género, ya que sólo un 8 por ciento de las biografías corresponden a mujeres». ¡Pues naturalmente, pero aguante usted la risa! Así que ya lo sabe usted, don Gonzalo: esos 25 tomos, que los vea antes la Censura Progre y tache con el lápiz (rojo, naturalmente) lo que proceda. Y las gracias ha de dar usted al cielo de que Tomás Gómez y los pastores del rebaño cultural no se han enterado que es usted Marqués de Castrillón, porque, si no, ¡madre, la que le lían!

Simplemente Alfredo

Manuel Martín Ferrand en ABC

Alfredo el Grande, rey de Wessex, luchó contra los vikingos y sus virtudes, que debieron de ser tan grandes como su arrojo, le valieron un lugar en el santoral del Vaticano. Sin embargo, cuando Gaetano Donizetti llevó su historia al teatro San Carlo de Nápoles tuvo con ella el mayor fracaso de toda su exitosa carrera operística. No es lo mismo encasquetar una corona y manejar la espada en el siglo IX que ejercer como tenor, y con peluca, en el XIX. A nuestro Alfredo, al Pérez Rubalcaba que parece el Príncipe de Metternich en el Congreso de Viena cuando se le contempla junto a José Luis Rodríguez Zapatero con su corte de los milagros en el Consejo de Ministros, le puede pasar lo mismo que al remoto y más barbudo Alfredo anglosajón. Bien estuvo para un pasado próximo en el que la intriga fue más útil que el talento y en el que, entre manipular la Historia y hacer del laicismo feroz una doctrina política, fuimos tirando; pero ahora, como primer actor de la representación, puede parecer menos galán y más malvado.

Por el momento, en lo que se nos alcanza, al personaje le pintan bastos. Quiso cambiar de look—«llamadme Alfredo»— para pasar la página en que aparece como gran corresponsable de lo peor del zapaterismo y, alcanzada la condición populista de simplemente Alfredo, pasado de entrenamiento astuto y maniobrero, puede quedar en Alfredo, simplemente. El fracaso en las negociaciones entre la patronal de la Señorita Pepis y los sindicatos de Pepe Solís —en sus ediciones renovadas pero no mejoradas— le aporta uno de mayor cuantía al catálogo de los problemas que debe lidiar, todavía en su función vicepresidencial, el señalado como «candidato natural».

La pugna entre los mal llamados «agentes sociales» no lo es en función de los intereses de sus supuestos representados, sino en términos de poder y financiación. Ese vestigio vivo e inútil, perturbador, del sindicalismo vertical del Régimen de Franco es una máquina de empleo endogámico e influencias de relevancia superior a la que suele atribuírsele. Arma a la izquierda, le sirve de instrumento a la derecha y, en su conjunto, supone otro elemento de anacronismo y excentricidad en nuestra paródica democracia en la que unos «indignados» en Sol o, más en la sombra, unos comisionistas del conflicto pueden desautorizar, de hecho, al mismísimo Parlamento. Antes de que termine la legislatura, el fracaso negociador, en razón de las medidas que ha de tomar el Gobierno, le complicarán la vida a Rubalcaba en su triple función asistencial del presidente y ello perjudicará el futuro y las posibilidades de Alfredo, simplemente.

La política de tierra quemada del PSOE

Editorial de Libertad Digital

Los socialistas no suelen encajar bien las derrotas electorales porque ello significa perder las prebendas y gabelas que ellos mismos se han adjudicado pro domo sua, pero es lo que ha dictado una vez más la voluntad popular y su único deber es obedecer ese mandato. La situación actual, además, exige un gesto de lealtad institucional al que los altos cargos del PSOE están obligados por sus graves responsabilidades en el desastre que padecemos. Si el caso de Castilla – La Mancha es representativo, y nada parece indicar lo contrario, la opacidad intencionada sobre las finanzas públicas sería una traición en toda regla a los españoles. No sería la primera vez en la ya larga Historia del PSOE.