sábado, 8 de enero de 2011

El nuevo juguete liberticida de Pajín

Editorial de Libertad Digital

Se ha extendido la opinión de que el Gobierno de Zapatero es un gabinete oportunista e incompetente que carece de dirección y rumbo. Sin embargo, lo cierto es que el PSOE zapaterista sí posee un marcado objetivo ideológico que sólo el intenso desgaste de la crisis económica ha logrado frenar parcialmente.

Desde un comienzo, los socialistas han tenido muy claro que su propósito era el de debilitar los vínculos de carácter privado que unen a la sociedad para sustituirlos por otros de carácter estatal que pudieran manejar y someter más fácilmente. Así, se ha atacado a instituciones tradicionales como la familia, el Ejército, la Iglesia o la idea misma de nación y se ha buscado el enfrentamiento y la división entre los ciudadanos (la última vez hace pocos días a cuenta de la exhortación a la delación de los fumadores).

El resultado de tales intervenciones ha sido una sociedad civil debilitada cuyas libertades pueden ser violentadas y cercenadas sin apenas oposición popular. Es en este contexto de una nueva vuelta de tuerca de planificación social liberticida en el que se inserta la Ley Integral de Igualdad de Trato y No Discriminación que presentó ayer Leire Pajín. Sería un error pensar que este tipo de iniciativas cumplen la función de una cortina de humo ante la crisis, pues, como decimos, no son la anécdota, sino la categoría de la acción de gobierno del PSOE.

La propia ministra de Sanidad ha reconocido que la finalidad de esta ley es "construir una sociedad que no humille a nadie". Sencilla fórmula en la que se reconocen dos rasgos propios de todo abuso estatista del poder: el colectivismo y el constructivismo. Lo primero porque presupone falsamente que es 'la' sociedad la que humilla a alguien, y lo segundo porque el acto de humillar podrá parecernos reprobable desde un punto de vista moral, pero no debería ser materia de sanción o regulación, salvo cuando esa discriminación vaya acompañada de violencia o incitación a la misma (esto es, por genuinas violaciones de derechos humanos).

Y si el hecho de que el Estado se ponga a perseguir actitudes que, en su caso, sólo deberían ser censuradas en el ámbito privado ya resulta una agresión a la libertad, tanto más lo es cuando los medios empleados para implementarlo también violan derechos tan básicos como la tutela judicial o la presunción de inocencia. Así, con tal de facilitar que cualquier sentimiento, fundado o no, de discriminación sea objeto de fiscalización, Pajín, por un lado, ha instaurado la prueba diabólica –la presunción de culpabilidad– propia de la Inquisición: es decir, la carga de la prueba recaerá sobre cualquier persona que sea acusada de haber discriminado a otra. Se asume, por tanto, que lo natural es que cualquier individuo discrimine y que tenga que ser castigado y "reeducado" por el Estado.

Por otro, la ley extiende y generaliza de tal manera las causas de discriminación –discriminación por asociación, error, múltiple, acaso discriminatorio...–, como para que casi cualquier comportamiento pueda ser sospechoso de discriminación. Es decir, no sólo se presume la discriminación allí donde ésta se denuncia, sino que se presume para casi cualquier comportamiento es discriminador.

Al final, que nos veamos censurados y reprimidos por hacer un uso legítimo y pacífico de nuestra libertad dependerá de la discrecionalidad del burócrata de turno, de su buena o mala voluntad y de sus prejuicios ideológicos. Un adoquín más en este edificio de inflación legislativa que confunde derechos con servidumbres y que coloca a toda la sociedad dentro del molde ingenieril y visionario de la izquierda autoritaria y antiliberal.

Una sociedad sin humos (pero ahumada)

Juan Manuel de Prada en ABC

Las últimas prohibiciones decretadas contra los fumadores nos confirman que el rasgo más distintivo de nuestra época es la conflictividad. Una conflictividad reglamentada hasta el más mínimo detalle que, con la disculpa de favorecer derechos y libertades individuales (en este caso, el sacrosanto derecho a la salud), va creando, mediante un profuso andamiaje legal, un clima de demogresca constante, de fracturas sociales insalvables que, paradójicamente, se disfrazan de «tolerancia». Pero lo que tan bella palabra encubre no es sino la atomización de la sociedad, la ruptura de todo vínculo de pertenencia a un cuerpo común; pues, a la postre, el único modo en que podemos «tolerarnos» los unos a los otros es mediante la segregación, que se disfraza de disfrute de una cuota de «libertad personal». Pero tal cuota de «libertad personal» no es sino la burbuja de nuestro aislamiento y desvinculación; y, en cuanto pretendemos abandonar esa burbuja, brotan enseguida las chispas. Esta conflictividad reglamentada, que sirve para definir las relaciones entre fumadores y no fumadores, sirve también para definir las relaciones entre hombres y mujeres, entre creyentes y descreídos, etcétera. El único modo de no molestar al prójimo consiste en segregarlo de nuestro horizonte vital, en recluirlo en su burbuja de «libertad», de modo que no interfiera en la nuestra; y así estamos construyendo una sociedad a la greña, erizada de alambradas, destinada tarde o temprano al canibalismo.

Una sociedad policial, en la que la supervivencia de nuestra burbuja de «libertad personal» se cifra en la vigilancia de la burbuja del prójimo. Y en la que, fatalmente, el prójimo que en su burbuja cultive hábitos o profese creencias que la mayoría repudia, acaba convirtiéndose en un apestado. La reclusión de tales apestados en un lazareto de ignominia y condena social se realiza, sin embargo, con escrupulosa «tolerancia»: a nadie se le prohíbe profesar ciertas creencias ni cultivar ciertos hábitos, siempre que tales hábitos y creencias no desborden los límites de su burbuja de «libertad personal»; pero tal burbuja será cada vez más angosta, cada vez más asediada de cortapisas, cada vez más sometida a escrutinio por reglamentaciones hostigadoras que irán cegando sus rejillas de ventilación. Así hasta que los apestados tengan que resignarse a la asfixia en su encierro; por supuesto, tal encierro les será muy tolerantemente aliviado, si se avienen a renegar de sus hábitos o creencias.

Quizá lo más espeluznante de este proceso no sea, sin embargo, la condena al ostracismo que se decreta contra los apestados, sino la alienación de una sociedad que se aviene a aceptar imposiciones que contravienen su ser natural, que reniega de su ser natural con tal de disfrutar de los dudosos bienes que le promete el ingeniero social. Y que así, por ejemplo, es capaz de renunciar a formas de convivencia pacíficamente arraigadas con tal de disfrutar de una quimérica promesa de salud. Que un pueblo que en otro tiempo se sublevó contra un edicto que pretendía recortar las capas acate estólidamente una ley que impide fumar en bares y restaurantes demuestra que vivimos en una sociedad sin humos; también en una sociedad ahumada de conflictividades latentes, que ha hecho del humo de la conflictividad el aire que respira y que acabará envenenada por ese aire fétido, mucho más letal que el humo del tabaco.

Cortinas de humo

Tomás Cuesta en ABC

El Gobierno procede en sus funciones como un simio con un compás. Hay algunos otros modos de entender la soberbia con la que personalidades competentes socialmente como Pajín, Jiménez o Salgado, todas ellas implicadas en la novena antitabaco, convierten sus manías en decretos, pero en esos secretos sólo está don Alfredo, a quien las cortinas de humo de sus paridades le facilitan la cobertura imprescindible para tantas alquimias. Lo que se ve a simple vista es la mano dura de una institutriz austriaca frente a la que no hay excepciones que valgan, dado que la causa general de las disposiciones contra los fumadores no es el desvelo por su salud. Ni tampoco la protección de los conciudadanos pasivos, cuya teórica condición de víctimas parece a ojos de las ministras más digna de conmiseración que la de los socios de AVT. Nada de eso. Al Consejo de Ministros lo que le reta es el cumplimiento riguroso de sus delirantes disposiciones, el montaje de un circuito de fichas de dominó para gozar con las vistas del desplome provocado por un solo dedo. La voladura controlada del sector hostelero ofrece, al parecer, coreografías sociológicas cuya estampa debe ser del agrado del Gobierno, para su mayor solaz, vamos.

La ley contra los fumadores forma parte del verdadero legado de Zapatero y sus colaboradores (semejante obra es inabordable en solitario), una colección de artefactos, un compendio de normas, en algunos casos legales, que abarca dislates tales como el propósito de extender los derechos humanos a los primates, colocar por orden alfabético los apellidos de los españoles, adoctrinar a los niños con el bodrio totalitario de «Educación para la Ciudadanía», regalar piruletas y pastillas abortivas, prohibir crucifijos y belenes y ahora eliminar, como sea, a los fumadores y los bares, de golpe, dos por uno y más barato que en Andorra.

En contraste con los fumadores, otros gremios de la mala vida disfrutan de condiciones que nunca hubieran imaginado en un país por decir católico o, por lo menos, de sustrato monoteísta. Proxenetas, clientes de prostíbulos, jugadores, partidarios de las esferificaciones, bebedores compulsivos y otros notas potencialmente más peligrosos, incluso para sí mismos, que los adictos a las hebras disponen de una oferta creciente y crujiente. Cualquier timba es legal, hay más güisquerías de guardia que farmacias, la tolerancia con las drogas ilegales deja perplejos a los capos de las mafias de medio mundo, España es considerado un paraíso judicial y penitenciario para los delincuentes de la peor calaña y los traficantes de esclavas celebran sus simposios en Barajas. La pericia con la que el Gobierno gestiona su incapacidad para afrontar los problemas de orden moral y público es colosal, que diría Pla con una tea entre las uñas. Sólo que esta vez, el disimulo no sólo es un ataque a la libertad de los fumadores (un «derecho» entre relativo y prescindible) sino al bolsillo de miles de empresarios y trabajadores cuyos ingresos decrecen al mismo ritmo que aumenta la satisfacción de la titular de Sanidad ante los efectos de la aplicación por narices de su realísima gana e intransferible voluntad. Que bares y restaurantes estuvieran medio vacíos se debía a la crisis y no precisamente a un cambio de las costumbres locales, de tradición meridional. Que estén desiertos es culpa del Gobierno, incapaz de planear una estrategia sanitaria factible y muy capaz de llevarse por delante cientos de miles de empleos. Por no hablar del frío.

Quien calcula compra en Sepu

Ignacio Ruiz Quintano en ABC

Estamos en 2011, que es el año internacional de la química, y Rubalcaba es químico. Alfredo, el químico. ¡Anda que no da miedo eso! Solana era físico y miren cómo dejó de bombas Belgrado. Rubalcaba es químico y miren cómo tiene de sorchis el aeropuerto de Barajas.

A Rubalcaba la química le sirve para resultar atractivo en los círculos mundanos. Por ejemplo, en la Pascua Militar, de la que se ha llevado todas las fotos. Debía de resultar gracioso comparando en cada corrillo la tabla periódica con un paquete de «Ducados», que es lo moderno, pues no vamos a hablar ahora de la época de la cal viva y de la cal muerta.

—En la opinión pública contemporánea —nos recuerda Peter Sloterdijk—, son los químicos los descendientes tipológicos del diablo. Sólo sorprende el hecho de que los químicos no caminen arrastrando un pie.

¿Es Rubalcaba un diablo?

Ya le gustaría, para poder seducir a Ana Belén, que no sé si seguirá siendo la musa de este Cromwell de Solares que presume de comprar en Sepu porque calcula.

—Porque yo no soy tonto.

Y la prueba de que no es tonto es que, menos en las cárceles y los manicomios, ha puesto al Estado a perseguir a los fumadores, como hacían las beatas de rosario de cuentas de lapislázuli. ¿Qué es más fácil, perseguir a un fumador para meterle la nariz en la boca y la mano en el bolsillo o perseguir a las autoridades que no cumplen la ley de banderas, a los caciques que firman peonadas falsas, al fontanero y al dentista que te cobran sin factura, a los montillejos que se encampanan contra el Supremo por la cosa lingüística...?

—Yo invito a todo el mundo a denunciar a los fumadores —proclama a lo Queipo en la radio de la Gran Vía ese personaje simpático que compone Hipatia de Benidorm, madrina de nuestros chotas y membrillos.

¡Ah, la sensibilidad! Tú sueltas a Foxá en La Habana y se pone a discurrir qué hubieran hecho los clásicos ante el tabaco: Aristóteles, enaltecerlo, y Diógenes, denigrarlo.

—Porque el tabaco simboliza frivolidad y vida galante; es heráldica del pecado.

En la misma situación, sin embargo, Hipatia de Benidorm se queda con los chotas y membrillos de los Comités de Defensa de la Revolución, CDRs, y lo bien que le vienen a ella para perseguir a los fumadores, una vez que los militares andan ocupados controlando a los controladores del cielo.

Lo del diablo de Rubalcaba no, pero lo de Hipatia de Benidorm es una licencia literaria, como sabemos por el paisano del mármol egabrense, Carmen Calvo, don Juan Valera, que escribió a su amigo Menéndez Pelayo: «Aquí no hay Hipatias, ni Lidias, ni judías elegantes con quien tratar. No hay más que cristianas católicas, feas por lo común y poco aseadas.»

Que son las que más prohíben fumar, claro.