Hay imágenes que valen más de mil palabras. La de Rodríguez Zapatero, de pie tras George W. Bush, en la foto de familia de la cumbre del G-20, es una de ellas. Los socialistas españoles han querido presentarla como un logro histórico de la diplomacia española. ¿Pero lo es en verdad?
Para empezar, nuestro sonriente presidente ha tenido que olvidar –una vez más– cuanto ha dicho y defendido desde su encumbramiento al poder. A saber, que Bush estaba equivocado en todo; que era un militarista sediento de sangre inocente; un intervencionista que hacía tropelías con la ley internacional y el orden; un ideólogo neoconservador que sólo buscaba la dominación del mundo por América; y, cómo no, por último, el causante de todos los problemas económicos del mundo, incluida España.
Ése era el presidente americano para el Gobierno español y para el que se ha hecho todo lo imaginable y lo no imaginable, hasta perder el decoro personal y poner en ridículo la imagen de España, con tal de poder estrecharle la mano en la Casa Blanca. Los socialista españoles deberían estar altamente preocupados por que su indiscutible líder se haya manchado las manos con la sangre del asesino Bush.
Y además ZP sale de prestadillo en la foto. No ha consolidado nada, más que transmitir una falsa impresión de lo que ha logrado. España no estuvo en la agenda preparatoria de la cumbre y no lo estará tampoco para la próxima en abril de 2009. ZP tuvo sus ocho minutos de gloria –la mitad de lo que defendía Andy Warhol, dicho sea de paso– que despilfarró en una intervención marginal y que no tuvo eco alguno entre los presentes. Claro que para él las ideas y las soluciones no eran lo importante. Lo importante era poder sentarse con el presidente americano que invadió Irak, ilegal, ilegítima y caprichosamente.
Publicado en Libertad Digital
lunes, 17 de noviembre de 2008
"Hannah Jones, cada día", por Gabriel Albiac
«El hombre», escribe W. B. Yeats, «inventó la muerte». Y yo lo leo aquí, en esta bella mañana desierta de domingo, con un sol de hielo que hace estallar en oro los cristales. Y Hannah Jones, que sólo tiene trece años, y que los sabe demasiados sin embargo, desea en calma morir allá en su hogar de Hereford. Más amargo que cualquiera de esas secas mezquindades de las cuales se tejen los periódicos, lo trágico, en su fatal pureza, emerge, apenas un instante, al menos un instante, sobre la enormidad del ruido que, día a día, nos salva de enfrentarnos a lo más importante, a aquello que, por serlo, no tiene solución que no nos destruya. «Ni temor ni esperanza», escribe Yeats, quien no es en vano el más teológico de los poetas del siglo veinte, «ni temor ni esperanza acechan al animal moribundo». Nada sabe el animal de la muerte. Salvo este animal enfermo que los humanos somos: monstruosas criaturas que logran asomarse antes de tiempo a aquello para lo cual no existen las palabras. «Un hombre aguarda su fin, temiendo y esperando todo». No existe maldición más dura que esa de cuya fulguración destructora está hecha buena parte de la más honda poesía: la del gran barroco español, quizá, más que ninguna otra, de Góngora a Quevedo o Aldana. Hannah Jones tiene trece años. Los juzga demasiados porque han sido trece años de dolor, sin otra cosa; abocados a la muerte, desde que ella tiene consciencia de lo que «muerte» significa; consciencia idéntica a la que todos tenemos; si alguien adulto dice que a esa edad la muerte no es pensable, es que ha perdido la memoria. Pensable, con seguridad que la muerte no lo es para nadie. Nunca. Conscientes de su acecho, somos todos desde muy pronto. Y en la voz de esa niña, forzada a decidir en una edad desgarradora, todos sabemos -aceptar confesárnoslo o no, es ya otra cosa- que aquello que nos habla es lo más esencial de cuanto habita el núcleo más inviolable de la mente de cada uno. La sola decisión que nos define como humanos. La sola inaccesible a otro animal que no sea nosotros, inventores de la muerte, todos hechos de miedo y esperanza. Querer morir es una soledad sagrada: digo «sagrada», con cuidada deliberación; sagrada, no religiosa; lo sagrado es aquello que engarza nuestra mente al imposible contacto con lo absoluto, no lo que finge respuesta a esa tragedia. Lo sagrado es la paradoja humana: desear exactamente aquello que sabe inaccesible. Los griegos llamaron tragedia, hace veinticinco siglos, a aquello que es interrogación pura; aquello para lo cual toda respuesta es sacrilegio; aquello ante lo cual, contra lo cual, la aritmética razón humana se despedaza. De poco vale que busquemos cerrar los ojos desesperadamente. De poco vale naufragar, día a día, en las riadas de ruido y furia que podrían salvarnos de nosotros mismos y que no nos salvan. Al final, retornamos siempre a esa habitación silenciosa de Pascal en la cual nos alcanza la tragedia. Hannah Jones. Cada día. Pensar la muerte; batirse en duelo con lo imposible. Góngora hace de esa paradoja su más bello endecasílabo: «la razón abra lo que el mármol cierra».
Publicado en La Razón
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