lunes, 17 de noviembre de 2008

"Hannah Jones, cada día", por Gabriel Albiac

«El hombre», escribe W. B. Yeats, «inventó la muerte». Y yo lo leo aquí, en esta bella mañana desierta de domingo, con un sol de hielo que hace estallar en oro los cristales. Y Hannah Jones, que sólo tiene trece años, y que los sabe demasiados sin embargo, desea en calma morir allá en su hogar de Hereford. Más amargo que cualquiera de esas secas mezquindades de las cuales se tejen los periódicos, lo trágico, en su fatal pureza, emerge, apenas un instante, al menos un instante, sobre la enormidad del ruido que, día a día, nos salva de enfrentarnos a lo más importante, a aquello que, por serlo, no tiene solución que no nos destruya. «Ni temor ni esperanza», escribe Yeats, quien no es en vano el más teológico de los poetas del siglo veinte, «ni temor ni esperanza acechan al animal moribundo». Nada sabe el animal de la muerte. Salvo este animal enfermo que los humanos somos: monstruosas criaturas que logran asomarse antes de tiempo a aquello para lo cual no existen las palabras. «Un hombre aguarda su fin, temiendo y esperando todo». No existe maldición más dura que esa de cuya fulguración destructora está hecha buena parte de la más honda poesía: la del gran barroco español, quizá, más que ninguna otra, de Góngora a Quevedo o Aldana. Hannah Jones tiene trece años. Los juzga demasiados porque han sido trece años de dolor, sin otra cosa; abocados a la muerte, desde que ella tiene consciencia de lo que «muerte» significa; consciencia idéntica a la que todos tenemos; si alguien adulto dice que a esa edad la muerte no es pensable, es que ha perdido la memoria. Pensable, con seguridad que la muerte no lo es para nadie. Nunca. Conscientes de su acecho, somos todos desde muy pronto. Y en la voz de esa niña, forzada a decidir en una edad desgarradora, todos sabemos -aceptar confesárnoslo o no, es ya otra cosa- que aquello que nos habla es lo más esencial de cuanto habita el núcleo más inviolable de la mente de cada uno. La sola decisión que nos define como humanos. La sola inaccesible a otro animal que no sea nosotros, inventores de la muerte, todos hechos de miedo y esperanza. Querer morir es una soledad sagrada: digo «sagrada», con cuidada deliberación; sagrada, no religiosa; lo sagrado es aquello que engarza nuestra mente al imposible contacto con lo absoluto, no lo que finge respuesta a esa tragedia. Lo sagrado es la paradoja humana: desear exactamente aquello que sabe inaccesible. Los griegos llamaron tragedia, hace veinticinco siglos, a aquello que es interrogación pura; aquello para lo cual toda respuesta es sacrilegio; aquello ante lo cual, contra lo cual, la aritmética razón humana se despedaza. De poco vale que busquemos cerrar los ojos desesperadamente. De poco vale naufragar, día a día, en las riadas de ruido y furia que podrían salvarnos de nosotros mismos y que no nos salvan. Al final, retornamos siempre a esa habitación silenciosa de Pascal en la cual nos alcanza la tragedia. Hannah Jones. Cada día. Pensar la muerte; batirse en duelo con lo imposible. Góngora hace de esa paradoja su más bello endecasílabo: «la razón abra lo que el mármol cierra».


Publicado en La Razón

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