jueves, 14 de abril de 2011

El panorama

Bernd Dietz en Libertad Digital

Echan la vieja película. Los de la izquierda radical tirándose fotos junto a sus mariscadas y sus meretrices cubanas, con esa ufanía sobrecompensatoria de quienes versionan proletariamente a Berlusconi a costa del contribuyente. Los de la izquierda de rostro humano (¡como si fuese menos humano matar que robar, ir de VIP de las investigaciones marxistas que montarse una hípica!) afanándose en desplumar presupuestos, trasegar comisiones y repartir entre los parientes. Y los de derecha, trufadas sus listas electorales de presuntos mangantes para no acomplejar el rival, incurriendo en un engolamiento repipi que torna superfluo al peor comicastro de la Sexta. Paralelamente tenemos los merenderos a rebosar, los rousseaunianos catódicos malmetiendo a tope y los teledirigidos ni-nis (refrito y némesis de nuestra vacuidad) exigiendo su derecho divino a una vida muelle que costeen los ahorradores. Progresismo puro.

Zetapé coge aire. Se va sin irse, por ver qué naipes aún puedan caerle. No se concibe más taimado que el resto. Ni menos manitas. Además él no miente, aclara Valenciano. Faltaría más. Tampoco gozaría la ciudadanía de tantísima veracidad y honradez de no arrimar el hombro Rubalcaba. Si puede parecer que ofende a la decencia con desgarbo asténico y ojillos de áspid es porque anda estresado. Los españoles tampoco mentimos, ni hacemos trampas, ni sabemos de picaresca. Qué va. Por eso nos encogemos de hombros cuando Bono le guarda las espaldas a Chaves, los jueces rizan rizos, el Borbón borbonea y Rajoy espera fumando, cual Sarita Montiel. Según aprendieron de Franco, ninguno se mete en política, error de mal gusto que a nada conduce. ¡Con lo bonito y tradicional que es el decoro, hacer brindis al sol, abjurar del capitalismo protestante y tirarle besos a la patrona local!

Comprendamos a nuestros estadistas, porque son lo que los de abajo querríamos ser, ordeñadores de ubre oficial. ¡Con la cantidad de amiguitos que esperan un detalle! Un ERE insignificante. Iván y Paula somos todos. Este socialismo de MBA y boda rimbombante es la confluencia planetaria entre dinero público y cosecha privada. Lo moral se despacha crucificando a Sostres por apuntar obviedades. Recula hasta Pedrojota. Más le valdría haberse ciscado en algo fácil, como supo Rubianes y defendió Chacón, jamás en nuestra santurronería. Láctea reserva espiritual. Complicidad que nos constituye. Podremos seguir succionando hasta agotar existencias, que para eso marcan tendencia autoridades y demás tropa que mama del erario, al objeto de elucidarnos por qué no hace falta alarmarse ni enmendar conducta alguna. Con el sistema benditamente cooptado, aquí no levanta cabeza desafecto alguno. Si estalla la revolución, la comandamos nosotros.

Si alguien sabe, entiende o saca propuestas para mejorar, le paramos los pies. Por las buenas, ofreciéndole una mamandurria. O por las malas, haciéndole morder el polvo. Aquí las respuestas coherentes son tabú. O flatus vocis. La productividad, el sacrificio, el mérito, la exigencia, dominar otros idiomas, qué mal fario. Fomentemos los espectáculos de bandolerismo para que los guiris acudan a este parque temático en el que resplandece el sol, puedes emborracharte de sentimentalismo y te aturullan con duende. Con memoria histórica, que léase lo publicado por Arcadi Espada sobre el abuelito dime tú de Zarrías. Venga ya.

República sin republicanos

Fernando Díaz Villanueva en Libertad Digital

Han pasado 80 años desde la proclamación de la Segunda República. Los que nacieron entonces son ya, si es que han sobrevivido hasta el momento presente, venerables ancianos cuyos primeros recuerdos pertenecen más al primer franquismo que al breve paréntesis republicano. Por lo demás, apenas queda memoria viva de aquellos años cruciales, que partieron nuestra historia contemporánea en dos.

Ochenta años es mucho tiempo. Es, nada menos, la vida de un hombre que ha vivido mucho. En 1931 se celebró el octogésimo aniversario del ferrocarril Madrid-Aranjuez, inaugurado en pleno reinado de Isabel II. Para entonces nadie hablaba de ésta: la Chata pertenecía a una época lejana que nadie recordaba y que en poco o en nada influía sobre el presente.

Y aquí viene lo curioso: 80 años después de su proclamación, la República sigue estando en boca de todos, especialmente de los políticos y la intelectualidad de izquierda, que la reclaman como patrimonio propio: la tienen por un proyecto abortado antes de que pudiese fructificar por culpa de un malvado espadón –Francisco Franco– que cortó de cuajo las esperanzas de la nación entera.

Así de simple es la versión oficial y la que, dicho sea de paso, se inocula por vía intravenosa a los estudiantes de secundaria desde hace, por lo menos, tres décadas. La realidad, sin embargo, es algo más compleja y no tan heroica para las quejumbrosas huestes de la izquierda eterna. La República fracasó por otras causas bien distintas y Franco, en todo caso, lo único que hizo fue echar la firma sobre el certificado de defunción.

Probablemente lo hizo con genuina convicción, y de haber podido hubiera sido él mismo el encargado de rematarla. Pero no, Franco no acabó con la República. Cuando el general apareció en escena, el régimen ya estaba muerto. De la República quedaba un cadáver medio descompuesto que la izquierda paseaba ataviado, eso sí, con estola, túnica y gorrito frigio. Es difícil precisar la causa de la muerte, básicamente porque no se debió sólo a una enfermedad, sino a muchas que fue contrayendo desde el mismo momento de su nacimiento.

La misma concepción fue dolorosa. La Segunda República llegó de rebote, más por incomparecencia del contrario que por iniciativa propia. Aquello de que España se acostó monárquica y se levantó republicana no es cierto del todo. El país se acostó de mala gana monárquico y un pequeño grupo de intelectuales del Ateneo lo despertó a gritos republicanos a la mañana siguiente. En las elecciones municipales de abril de 1931 no ganaron los partidos republicanos, sino los monárquicos, aunque los primeros lo hicieron en las principales ciudades. El rey se sintió desautorizado por las urnas y se marchó casi por el mismo camino por el que había llegado su padre 57 años antes.

A partir de ahí todo fue una cadena de despropósitos, algunos voluntarios y otros accidentales. Los republicanos creyeron –y así se lo transmitieron a la gente– que con cambiar de forma de Estado bastaba, que eso solucionaría todos los problemas que arrastraba el país. Evidentemente, no fue así. A los Gobiernos de la República les tocó lidiar con una formidable depresión económica de alcance mundial. Las esperanzas que muchos depositaron en el nuevo régimen pronto se vieron defraudadas por la realidad y los innecesarios excesos de la casta gobernante.

Así sucedió, por ejemplo, entre 1931 y 1933. El país fue a menos y el Gobierno, creyendo que con la Ley en la mano podía arreglarlo todo, declaró la guerra a la Iglesia y a todo el que se opusiese a la República. Lo primero desató una ola de anticlericalismo –tolerado, cuando no promovido, por el propio Gobierno– que apartó para siempre a media España de la causa republicana. Lo segundo se tradujo en una Constitución revanchista y en una Ley para la Defensa de la República que castigaba severamente a los que osasen disentir con un régimen que presumía de liberal y liberador.

El resultado fue una radicalización progresiva en ambos extremos del espectro político, aunque más acentuada en la izquierda. A partir de 1933 los socialistas, que debieran haber sido uno de los soportes de la legalidad republicana, apostaron por bolchevizarse y apelar a la revolución en mítines, artículos y editoriales de prensa incendiarios. Al año siguiente el PSOE patrocinó un golpe de estado contra el Gobierno centro-derechista que fracasó estrepitosamente, pero que supo utilizar después como arma propagandística.

Las fraudulentas elecciones del 36 dieron la puntilla a todo el invento. La izquierda, ya completamente echada al monte, se apoderó del Congreso por las bravas e impuso su ley en la calle. No es casual que la mecha que encendió el levantamiento militar fuese el asesinato de José Calvo Sotelo, líder de la derechista Renovación Española, por parte del guardaespaldas de Indalecio Prieto, diputado del PSOE y ex ministro de Obras Públicas. Este episodio, ápice de una epidemia de pistolerismo político que azotaba las ciudades españolas, supuso el verdadero punto de no retorno.

La derecha, por su parte, se replegó en sí misma y empezó a acariciar la idea de un cuartelazo redentor que pusiese orden, a imagen y semejanza de los del siglo XIX. El primero, el de Sanjurjo en 1932, fue un fiasco; el segundo, el de los generales capitaneados por Mola en el 36, desembocó en una guerra civil en la que no se dirimía ya la cuestión republicana, sino dos visiones contrapuestas del mundo que chocaron violentamente.

Pero, por encima de todo lo anterior, lo que acabó con la Segunda República fue la falta de republicanos. Como en Weimar, nadie creía en aquel régimen. La derecha porque seguía siendo monárquica y la izquierda porque pronto devino revolucionaria. Ningún sistema político puede funcionar si sus garantes lo consideran ilegítimo. Quizá llegó demasiado pronto, o demasiado tarde; lo que es seguro es que la España de 1931 no deseaba una República como la que se proclamó aquel 14 de abril. Por eso fracasó.

Teoría del monoencaste español

Ignacio Ruiz Quintano en ABC

Cuando yo nací, todo el mundo gastaba bigotillo en procesión de hormigas a modo de tatuaje fascista. Y es que el fascismo, que en España, cuando no está prohibido, es obligatorio, era el monoencaste de la época, con su bigotillo y su forma (la misma para todos) de pensar, de leer y de decir.

Luego, entre el 77 y el 80, hubo dos o tres años de descanso, con una libertad pequeñita, como la que, entre clase y clase, se da en la escuela con el cambio de maestro, con Juanito tirándole una tiza a Pepito y robándole a Manolito el bocata de panceta.

Pero un día, donde había un yugo con flechas, pusieron un puño con rosa, y a todo el mundo le dio por gastar barbita esquiladita a modo de tatuaje progresista. Y es que el progresismo, que en España, cuando no está prohibido, es obligatorio, es el monoencaste de la época, con su barbita y su forma (la misma para todos) de pensar, de leer, de decir, y además, de mirar, de andar, de beber, de fumar…España siempre fue así. Fernández Flórez cuenta cómo a los hombres de su generación nunca les fue dado escribir como quisieran: lo mismo antes de la Dictadura de Primo que en la Dictadura de Primo que en la República de Azaña, razón por la cual opinaba de la libertad de expresión como aquel bohemio que, al oír a otro bohemio que los millonarios tomaban café con tostada todos los días, moderó, razonablemente:

—¡Hombre, todos los días… no será!

En el caso de la libertad de expresión (¡el derecho de todo hombre a ser honrado!, que dijera Martí), más bien ninguno, y todo por culpa de la cultura española del monoencaste, que viene de Quevedo, con su ciego llevando a cuestas al tullido, que «el mundo en estos dos está entendido»:

—Pues unos somos ciegos y otros cojos, ande el pie con el ojo remendado.

Y quien no lo vea claro en los hombres, que mire a los toros. San Isidro será la feria del monoencaste sobre la dulce sangre domesticada de Domecq, que permite a unos señores más feos que Picio encadenar posturas de falsos sultanes de Persia.

—Detrás va Pedro Domecq con dos sultanes de Persia.

Lorca dijo a Pemán que no sabía muy bien por qué en el funeral del Camborio iba Domecq, salvo el recordatorio de las etiquetas de Domecq en las juergas flamencas.

El monoencaste isidril supone el funeral de la tauromaquia: si ninguna oenegé se hace cargo de ellos, los toros fieros morirán de viejos en las dehesas como las liebres castellanas que veía Dumas al viajar. O como esos tipos verdaderamente geniales que todos conocemos y a los que nadie invita a las grandes ferias, para evitar el chirrido con el monoencaste. Y no estoy pensando en don Isabelo Herreros, que con la euforia del día anda convencido, el hombre, de que, para comer, el mejor régimen es la República.

El 14 de abril: aparece una pésima política económica

Juan Velarde Fuertes en ABC

Confieso que, como economista, me ha causado asombro que cualquier medio de comunicación decida conmemorar como algo que históricamente merece positivamente la pena el LXXX aniversario de la llegada de la II República española. Conviene, se ve que ante demasiados olvidos, recordar qué golpes sucesivos se dieron por aquel nuevo régimen político a nuestra economía.

En primer lugar, en relación con la agricultura. Esta suponía, en 1931, respecto al total del PIB, el 24'2%. Como señalaba Flores de Lemus, del resultado de las cosechas dependía, en «lo fundamental, la coyuntura de España en lo que ella tiene de específicamente española», y esta influencia relativa pasaba a ser «mucho mayor que cualquier otro factor de la coyuntura». Por eso, «del resultado de la producción en nuestros campos irradia el poder que anima o deprime durante el año la vida económica de la nación». La II República alcanzó el poder, como lo definió críticamente entonces el profesor Torres Martínez, con un mito: el del «pan barato». Como la cosecha de trigo de 1931 había sido mala, decidió Marcelino Domingo importar trigo argentino, sin percibir que la depresión mundial reinaba, que podía saltar a España, y además que, como anunciaba «El Norte de Castilla», con su muestreo tradicional, la cosecha de 1932 iba a ser magnífica, como efectivamente sucedió. La llegada de estos embarques, sumados a las perspectivas agrarias, actuó conforme señala la ley de King, que naturalmente también ignoraba Marcelino Domingo: se provocó tal caída de precios, que se hundió el poder adquisitivo de los campesinos, y con él, el de todos los españoles.

Pero esto se ligaba con una fuerte contracción del gasto público, para tratar de evitar la caída de la cotización de la peseta, a pesar de que Keynes, en 1930, en Madrid, había señalado cómo esta caída, al facilitar las exportaciones, ayudaba a España a salir de la crisis. El déficit presupuestario fue, por eso, únicamente de un 0'2 por ciento en 1931, y de un 0'6 por ciento en 1932, del PIB. Con lucidez extraordinaria, Lluc Beltrán, en su carta a Keynes del 17 de noviembre de 1934 —publicada en los «Anales de la Real Academia de Doctores de España» 2009— decía textualmente: «Al iniciarse la bajada mundial de los precios en 1929, la peseta comenzó a bajar en consonancia, con la feliz consecuencia de mantener… la normalidad de nuestra actividad industrial. Sin saberlo, al contrario, en contra de nuestra voluntad, ya que en aquel momento se consideraba la bajada del cambio de la peseta, hacíamos lo que usted recomienda hacer en el capítulo 21 de su obra “Treatise on Money”. Las cosas seguían en este plan hasta 1932. Entonces, el tipo de cambio de la peseta dejó de seguir la tendencia de los precios mundiales. Al elevarse, dio lugar a una caída de los precios nacionales. Fue en ese momento cuando se empezaron a notar en España los efectos de la depresión mundial».

El freno planteado a las obras públicas y la crisis agraria provocaron de consuno un largo desempleo, descomunal para entonces, agravado por la política de Largo Caballero, favorable a la subida de los costes salariales, esencialmente en la agricultura al poner en marcha un arbitrio típico: la Ley de Términos municipales, de 28 de abril de 1931, por la que los empresarios rurales de cada municipio debían dar ocupación, con altos salarios, a los parados que existiesen en él. Una escalofriante anécdota que relataba «El Norte de Castilla» el 17 de noviembre de 1933 le proporcionó a Perpiñá Grau, en «De Economía Hispana» (Labor, 1936), la base para señalar cómo esta política motivaba que estuviesen «un número muy considerable de ciudadanos del interior con un tenor de vida medieval».

Alguien podría decir que la II República puso en marcha una Reforma Agraria para paliar eso. Pues bien, como sostuvo el profesor Torres, su base se encontraba en otro mito, el del «reparto». Al decidir liquidar el proyecto del Banco Agrario, por ese miedo reverencial que a la gran Banca española tenía Azaña, ¿cómo sin crédito iban a prosperar los nuevos propietarios? ¿De qué iban a vivir hasta que vendiesen las cosechas? ¿Y cómo podrían comprar desde abonos hasta la cebada para las mulas? Por eso, la Reforma Agraria nació muerta, y solo se orientó en forma de castigo político para quienes se sospechase habían tenido algún contacto con el golpe militar de Sanjurjo en agosto de 1932. Esto, como investigó muy bien el profesor Juan Muñoz, provocó una expropiación muy importante en los ruedos de los pueblos, o sea en pequeñas propiedades ajenas al latifundismo. Así se creó, adicionalmente, un clima de odios en muchas pequeñas localidades agrarias que, dentro de los planteamientos por Malefakis, explica bastante de mil sucesos sangrientos a partir de 1936.

Todo esto provocó un considerable aumento del paro, lo que acentuó las tensiones sociales, las cuales, a su vez, frenaban la expansión, al empeorar las expectativas empresariales. Y para agravarlo todo, gracias a la puesta en marcha del Estatuto de Cataluña, como explicaron con contundencia Larraz y Calvo Sotelo, se rompió el mercado interior y se alteró profundamente la marcha de la Hacienda.

La síntesis de todo lo señalado se encuentra en estas frases de Jordi Palafox en «Atraso económico y democracia. La II República y la economía. 1892-1936» (Crítica, 1991, págs. 179 y 181): «El impacto sobre la economía de la proclamación de la República fue brutal», porque los acontecimientos «provocaron una profunda sensación de inseguridad entre los sectores económicos con más poder».

Simultáneamente, se acentuó el intervencionismo, y los fenómenos de un fuerte corporativismo ajeno al mercado se generalizaron. Por eso sostiene Pedro Fraile Balbín, en su excelente trabajo «La intervención económica durante la II República» (en el volumen I de «1900-2000. Historia de un esfuerzo colectivo», Planeta. Fundación BSCH, 2000), que «el predominio de los responsables políticos sin formación profesional económica, o, lo que es aún peor, con las intuiciones que formaban el conocimiento común de lo económico en aquel tiempo, era patente entre todos los ministros desde 1931 hasta los últimos gobiernos».

¿Y el inicio de ese caos económico, que motivó que el PIB por habitante a precios de mercado disminuyese respecto a 1929 nada menos que un 9'5 por ciento en 1933, junto con un fuerte aumento de desempleo, es algo que merezca celebrarse? ¿O es que debemos olvidar eso que se llaman los costes sociales, los que pagan con dureza las familias para que, como fue lo sucedido entonces, se dictaminase con engolamiento que había sido un error la Restauración y no digamos la Dictadura de Primo de Rivera, a pesar de que no se contemplaba desde 1874 un caos económico tan considerable como el que surgió desde 1931?

Ochenta años después

César Vidal en La Razón

Esta semana se cumple un aniversario más de la Segunda República. A estas alturas –por mucho que se empeñen subvencionados, interesados e ignorantes–la Historia de la Segunda República no puede ser más clara. Fue proclamada merced a un golpe de Estado que se intentó legitimar con la victoria de las candidaturas republicanas tan sólo en la mayoría de las capitales de provincia y en unas elecciones municipales. En España, los candidatos monárquicos obtuvieron cuatro veces más votos que los partidarios del nuevo régimen, pero éstos lograron a convencer a Alfonso XIII para que se marchara antes de la puesta del sol. Quizá la monarquía parlamentaria estaba muerta hacía años, pero el nuevo régimen, a pesar del llamamiento de Ortega, no logró crear nada mejor. De las Cortes Constituyentes, poco representativas de la realidad nacional, salió una constitución anticlerical y sectaria que, como señalaría el propio Alcalá Zamora, era un llamamiento a la guerra civil. La izquierda y los nacionalistas contaban con que la Ley de Defensa de la República y el sistema electoral permitirían crear una dictadura perfecta que mantuviera aislada a una derecha perpetuamente derrotada en las elecciones. Aquel miserable Pacto del Tinell «avant la lettre» fracasó porque en dos años la coalición republicano-socialista no solucionó los problemas económicos ni tampoco desactivó la violencia de la extrema izquierda. La victoria de la CEDA era la de los que hasta hace poco eran monárquicos bien es verdad que insistían –con la iglesia católica al frente– en que acataban el régimen. Azaña pretendió nuevamente recurrir al golpe de Estado y Alcalá Zamora optó por una solución que hoy diríamos centrista. Se negó a secundar el golpe, pero también a encomendar a la CEDA la misión de formar gobierno. De esa manera, como suele suceder en la Historia de España, un político derechista conculcó elementales principios democráticos en contra de la derecha y no satisfizo a las izquierdas. En octubre de 1934, el PSOE y los nacionalistas catalanes se alzaron en armas contra el gobierno republicano. La revolución –ensayo de lo que sucedería en 1936– pasó por la persecución religiosa, los fusilamientos y la barbarie. Fue aplastada en unas semanas –entre otros por el abuelo de ZP que combatió contra los socialistas asturianos– pero, a partir de ese momento, como supo ver entre otros Madariaga, la República estaba muerta. 1935 fue, quizá, el año en que se llevaron adelante más avances reales en la solución de los problemas nacionales, pero la izquierda y los nacionalistas estaban decididos a triturar a la derecha y a no reconocer sus méritos. Las elecciones de 1936 –como Alcalá Zamora dejó también por escrito– fueron un colosal pucherazo en el que el Frente Popular, ayudado por el PNV, pisoteó la voluntad popular. En marzo, el PSOE comenzó la revolución ocupando tierras. Durante la primavera trágica de 1936, fueron sucediéndose los asesinatos, Alcalá Zamora fue depuesto y los diplomáticos extranjeros señalaron una y otra vez que España estaba a punto de verse sumergida en un desenlace como el sufrido por Rusia menos de dos décadas antes. La detención de políticos de la derecha y el asesinato de Calvo-Sotelo por policías socialistas decidieron a los últimos que dudaban en sumarse al golpe contra el Frente Popular. Era julio de 1936. Todo esto hay que recordarlo todo, pero no para celebrarlo sino para no repetirlo.