jueves, 14 de abril de 2011

Ochenta años después

César Vidal en La Razón

Esta semana se cumple un aniversario más de la Segunda República. A estas alturas –por mucho que se empeñen subvencionados, interesados e ignorantes–la Historia de la Segunda República no puede ser más clara. Fue proclamada merced a un golpe de Estado que se intentó legitimar con la victoria de las candidaturas republicanas tan sólo en la mayoría de las capitales de provincia y en unas elecciones municipales. En España, los candidatos monárquicos obtuvieron cuatro veces más votos que los partidarios del nuevo régimen, pero éstos lograron a convencer a Alfonso XIII para que se marchara antes de la puesta del sol. Quizá la monarquía parlamentaria estaba muerta hacía años, pero el nuevo régimen, a pesar del llamamiento de Ortega, no logró crear nada mejor. De las Cortes Constituyentes, poco representativas de la realidad nacional, salió una constitución anticlerical y sectaria que, como señalaría el propio Alcalá Zamora, era un llamamiento a la guerra civil. La izquierda y los nacionalistas contaban con que la Ley de Defensa de la República y el sistema electoral permitirían crear una dictadura perfecta que mantuviera aislada a una derecha perpetuamente derrotada en las elecciones. Aquel miserable Pacto del Tinell «avant la lettre» fracasó porque en dos años la coalición republicano-socialista no solucionó los problemas económicos ni tampoco desactivó la violencia de la extrema izquierda. La victoria de la CEDA era la de los que hasta hace poco eran monárquicos bien es verdad que insistían –con la iglesia católica al frente– en que acataban el régimen. Azaña pretendió nuevamente recurrir al golpe de Estado y Alcalá Zamora optó por una solución que hoy diríamos centrista. Se negó a secundar el golpe, pero también a encomendar a la CEDA la misión de formar gobierno. De esa manera, como suele suceder en la Historia de España, un político derechista conculcó elementales principios democráticos en contra de la derecha y no satisfizo a las izquierdas. En octubre de 1934, el PSOE y los nacionalistas catalanes se alzaron en armas contra el gobierno republicano. La revolución –ensayo de lo que sucedería en 1936– pasó por la persecución religiosa, los fusilamientos y la barbarie. Fue aplastada en unas semanas –entre otros por el abuelo de ZP que combatió contra los socialistas asturianos– pero, a partir de ese momento, como supo ver entre otros Madariaga, la República estaba muerta. 1935 fue, quizá, el año en que se llevaron adelante más avances reales en la solución de los problemas nacionales, pero la izquierda y los nacionalistas estaban decididos a triturar a la derecha y a no reconocer sus méritos. Las elecciones de 1936 –como Alcalá Zamora dejó también por escrito– fueron un colosal pucherazo en el que el Frente Popular, ayudado por el PNV, pisoteó la voluntad popular. En marzo, el PSOE comenzó la revolución ocupando tierras. Durante la primavera trágica de 1936, fueron sucediéndose los asesinatos, Alcalá Zamora fue depuesto y los diplomáticos extranjeros señalaron una y otra vez que España estaba a punto de verse sumergida en un desenlace como el sufrido por Rusia menos de dos décadas antes. La detención de políticos de la derecha y el asesinato de Calvo-Sotelo por policías socialistas decidieron a los últimos que dudaban en sumarse al golpe contra el Frente Popular. Era julio de 1936. Todo esto hay que recordarlo todo, pero no para celebrarlo sino para no repetirlo.

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