lunes, 31 de enero de 2011

La ley del silencio

César Vidal en La Razón

Recuerdo la primera vez que vi «La ley del silencio» de Elia Kazan. Fue en la adolescencia, por televisión y con cortes publicitarios, pero aún así me impresionó profundamente. La causa no fue tanto la interpretación, quizá la mejor de su carrera, de Marlon Brando ni la valentía del sacerdote encarnado por Karl Malden. No, lo que me dejó abrumado fue descubrir que podía haber canallas como el interpretado por Lee J. Cobb que decidían quién trabajaba y quién no y, aún peor, que la mayoría, ovejunamente sometida, no se enfrentara con ellos. Pocas imágenes me han oprimido más el corazón que la secuencia final en que Cobb daba una paliza fenomenal a Brando ante una masa paralizada. Poco podía yo imaginar que a lo largo de mi vida contemplaría ese vil espectáculo vez tras vez. Durante años el PSOE y los partidos nacionalistas han gustado de utilizar a determinados segmentos sociales en sus movilizaciones. Para poder tener a su lado a gays, feministas o gente del mundo del espectáculo, todos esos partidos han recurrido además a entregarles de manera generosa el dinero que, previamente, han arrancado de nuestros bolsillos. Puede que a la inmensa mayoría de los ciudadanos de a pie no les guste la inmensa mayoría de las producciones del cine español o que no se sientan identificados con las metas de la agenda gay o feminista. Ha dado igual. Millones y millones de euros se han entregado a todos estos lobbies para poder movilizarlos a toque de silbato cuando se consideraba conveniente. Sin embargo, lo que muchos ignoran es que semejante entrega de dinero de todos, incluso en época de crisis como ahora, ha venido siempre unida a la exigencia de una obediencia servil y absoluta. El director, la actriz o incluso la feminista o el homosexual que en un momento determinado no obedece, no habla o no guarda silencio cuando así lo desea el poder socialista o nacionalista no tiene la menor posibilidad de recibir un céntimo. En muchos casos, eso equivale ni más ni menos que a no poder trabajar en determinadas profesiones. Estos días de atrás la china recayó sobre un colectivo homosexual como Colegas, excluido del Plan Anti-SIDA por sus críticas a la ministra Pajín y sobre un director de cine como Alex de la Iglesia nada convencido de que la ley Sinde sea buena. En ambos casos, la respuesta ha sido simplemente la represalia desde el poder. Se trata de una represalia que lleva implícito un mensaje más claro que el agua: «Si quieres trabajar, si quieres comer, calla y habla cuando y como yo te diga». Sólo un ignorante o un ciego no se percata de que determinados sectores de la sociedad están controlados desde hace años por comportamientos indignos como los perpetrados estos días por Sinde y Pajín y que los que no se pliegan o incluso tienen la osadía de protestar quedan convertidos en parias o en sujetos sobre los que se descarga cualquier tipo de inmundicia. Frente a esa tiranía digna del totalitarismo más miserable sólo existe una solución, la de enfrentarse a semejantes mafias como en «La ley del silencio». Es peligroso, pero también es la única manera de sacudirse de encima un despotismo que encima se ejerce en nombre del progresismo o de una supuesta construcción nacional.

En dos años, todo "arreglado"

José García Domínguez en Libertad Digital

Pierre Poujade, el Lenin de los tenderos en la Francia del existencialismo, cimentó su gloria efímera con un número que luego habrían de imitar todos los populistas que en el mundo han sido. Y es que para aquel mesías de las clases medias con tresillo de skay, la política económica resultaba un quehacer prosaico por pueril. Al punto de que el asunto se resumía en agarrar una lechuga y explicar al respetable público que, si le votaban, la noble hortaliza iba a bajar de precio en el acto; al tiempo, los salarios subirían y los impuestos serían derogados de facto; mientras tanto, los servicios estatales procederían a multiplicarse a imagen y semejanza de lo acontecido en su día con el célebre milagro de los panes y los peces.

Y ello merced a las virtudes telúricas de un único catalizador mágico: la universal confianza generada por su propia persona. Ni Marx, ni Keynes, ni Friedman, ni Stiglitz, pues. Con la varita del mago Houdini había más que de sobras con tal de poner orden en el cuadro macroeconómico de la República. Por cierto, es el poujadismo droga dura en la que siempre termina por caer una derecha tan pobre en defensas intelectuales como la que gastamos a este lado de los Pirineos. Don Mariano, sin ir más lejos, desoyendo la sabia máxima de que en boca cerrada no entran moscas, viene de cometer unas declaraciones en El Mundo que desprenden su inconfundible aroma.

Quizá engallado por los flashes, Rajoy, que es hombre del viejo paradigma, o sea varón aún ajeno a la sádica memoria de Google, ha "arreglado" la economía en dos años. Una tontería impropia. Y más si se repara en la indigencia argumental sobre la que trata de apuntalar semejante temeridad. Como muestra, un botón. Siempre fiel al Evangelio de Mateo –"que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda"–, pretende el de Pontevedra que, entre otras extravagancias, sobran los diecisiete defensores de la pedanía ahora asentados en sus respectivas ínsulas baratarias. Lástima que haya sido él mismo quien acaba de ratificar su muy perentoria necesidad en las sucesivas reformas estatutarias que han ido pasando por el Congreso. En fin, lo dicho, Poujade en estado puro.

Parte de guerra

Gabriel Albiac en ABC

La pureza es, en política, asesina. Como tal, la constituyó la edad moderna. Robespierre enunció su axioma: un Estado puede sólo asentarse sobre dos fundamentos: la corrupción o el terror, que es el nombre político de la virtud. Entre 1789 y 1794, terrorista y virtuoso fueron lo mismo; lo mismo virtuoso e «incorruptible». No han cambiado las cosas. Las palabras, sí.

Basta ponerse ante un mapa de la costa sur mediterránea para entender el actual envite. Para entender también su origen. De los Balcanes al Caspio, de Argel hasta la Meca, el Imperio Otomano desplegó su máquina de despotismo teocrático, ajena a fronteras nacionales. La nación y el Estado son conceptos cristianos que el Islam rechaza como aberraciones contra la umma, comunidad de los creyentes, a la cual da soporte el Califato. Al desmoronamiento del Imperio, siguió la imposición colonial, desplegada sobre las arbitrarias líneas de la administración otomana. Tras la segunda guerra mundial, la descolonización se ajustó a su plantilla. Y ninguno de los países que salió de ella era un país. Como mucho, una provincia al frente de la cual se buscó entonces poner a uniformados títeres a sueldo de las metrópolis. Una sola excepción iba a complicar las cosas: Israel, en la medida misma en que Israel era un Estado democrático europeo asentado sobre la costa sur del Mediterráneo. Como tal, ningún problema tuvo para construir su modernidad al modo de los regímenes parlamentarios de un occidente al cual, más allá de geografías, pertenecía de pleno derecho. Como tal, fue odiado por sus vecinos.

El ascenso del islamismo está ligado a ese desajuste. ¿Cómo una sociedad elegida por Alá y que se rige por su libro, puede haber fracasado frente a la patulea de los kafires, cafres incrédulos que nadan en humillante riqueza? Los egipcios de la Hermandad Musulmana fueron los primeros (desde 1928) en dar respuesta a la paradoja: una diabólica conspiración de judíos y cristianos se afanaba en torcer el designio divino. El proyecto hitleriano de borrar a los judíos fue así saludado como designio de Alá. La derrota nazi y la consolidación de Israel tras la guerra del 48 fueron golpes terribles en el inconsciente musulmán. Las sucesivas derrotas militares y la progresión vertiginosa en la ruina certificaron la hondura de las raíces satánicas del mundo moderno. Un doble error de los contendientes en los años finales de la guerra fría abrió la grieta que es hoy abismo: Irán y Afganistán. En el primero, la estupidez de Jimmy Carter, asentó una hasta entonces inimaginable república sacerdotal. Afganistán anudó la doble necedad de los rusos metiéndose en un avispero y de los americanos amartillando una máquina militar incontrolable: la de Bin Laden. La fascinación yihadista se abrió camino en todo el mundo musulmán.

Asistimos en estos meses al derrumbe de los últimos títeres postcoloniales. Es dulce hacerse, desde la ciega Europa, idílicas imágenes de democracia que viene. Es mentira. En Egipto, como en Argelia o Túnez, se afrontan los únicos poderes reales en el mundo árabe: corruptos militares y virtuosos clérigos; ladrones consumados y asesinos en ciernes; corrupción o terror. ¿Europa? En la inopia. Y tan contenta.

¿Para qué hacen leyes que no sirven?

Víctor Domingo en Libertad Digital

Que la adicional segunda de la Ley de Economía Sostenible, denominada Ley Sinde, era una aberración jurídica de corte totalitario era claro y notorio; de ahí que su rechazo por el Congreso de los Diputados el pasado 21 de diciembre fue la reacción lógica de un legislador que crea firmemente en el Estado de Derecho. Pero qué poco nos dura la alegría en casa de los pobres.

Esta semana hemos asistido y seguido, paso a paso, aún con el telón bajado, a cómo no se debe legislar en una democracia. A puerta cerrada y en un par de tardes, Gobierno y PP han reanimado la adicional que el Congreso echó a la papelera.

Si la adicional rechazada tenía como objeto esquivar la tutela judicial efectiva y dar categoría de autoridad competente a una comisión política afecta al Ministerio de Cultura, con esta adicional –y parece ser que gracias a la aportación del Partido Popular– nos encontramos que ahora hay dos jueces para esquivar y así justificar por los pelos el argumento de que las actuaciones censuradoras de la comisión garantizan la tutela judicial efectiva.

Lo explica en términos jurídicos muy claramente Andrés de la Oliva Santos, catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Complutense de Madrid:

Ustedes dicen que es necesaria una autorización judicial para requerir, cuando para requerir basta con un notario o, más barato, con un burofax. Porque requerir es pedir con cierta vehemencia: nada más. Pero resulta que si el juzgado de lo contencioso-administrativo autoriza a pedir, el efecto no es poder pedir legítimamente, sino estar obligado a acceder a lo que se pide por la administración. En vez de ese retorcimiento, ¿no podían sus señorías haber establecido que se instara o solicitara del juez el requerimiento, exigiendo, claro es, que estuviesen justificadas esas solicitudes dirigidas al juez? ¿No podían haber dispuesto que fuese el juez quien requiriese?

Podían, pero muy probablemente no sabían o bien, lo que sería aún peor, han querido que la sujeción del presunto infractor de la propiedad sea a una autoridad administrativa, lo que constituye una perversión jurídica de primera categoría especial.

Es evidente que el espíritu de prohibicionismo de nuestro Gobierno ha calado profundamente en el Partido Popular, quien en contra de la opinión de muchos de sus votantes ha protagonizado este paripé de corte totalitario.

Pero no sólo por lo ya enunciado; además, la adicional segunda incorpora un punto para reformar el canon digital en el plazo de tres meses. A eso se dedica el Partido Popular, en lugar de a pedir al Gobierno que cumpla con el dictamen de Tribunal de Justicia Europeo, exima inmediatamente a las Administraciones Públicas y a las empresas del pago de esta arbitraria e indiscriminada tasa y exija la devolución del el dinero ilegalmente cobrado desde el año 2003 por este concepto. En contra de lo que están pidiendo decenas de alcaldes, muchos de ellos del Partido Popular, va ahora y avala esta tomadura de pelo al interés general.

Así las cosas, y para colmo del elogio a lo imperfecto, el diario El País, cuya sección de cultura ha liderado desde el pasado 22 de diciembre una campaña de acoso y derribo contra tod@s para que en el Senado prosperara la adicional rechazada, editorializaba esta semana bajo este titular: Conflicto abierto, que inmediatamente subtitulaba así: Aprobar la 'ley Sinde' es una buena noticia, aunque por sí sola no solucionará el problema. ¿Alguien puede explicarme dónde está la buena noticia de aprobar una ley que no soluciona el problema por la que unos pocos se han dejado tantos pelos en la gatera? Luego que nadie se extrañe de que la sociedad civil se aleje de los partidos políticos, los cuales a pesar de tod@s y contra tod@s se empeñan en leyes de encargo que, además, no sirven para nada.