miércoles, 16 de febrero de 2011

Intervencionismo asfixiante, también en patios y teatros

Editorial de Libertad Digital

La Generalidad catalana amenaza con multar a los responsables del musical Hair que se representa en un teatro de Barcelona por incumplir la Ley Antitabaco. Un colegio en Sitges ha puesto una señal en rojo en el expediente de un niño por no hablar en catalán en el patio durante el recreo. Estas son sólo dos recientes muestras de a qué delirantes extremos puede llegar el poder público en su obsesiva y liberticida obsesión por inmiscuirse en todos los ámbitos de la vida de los ciudadanos.

Si en el primer caso esos extremos alcanzan la crueldad con un niño (que ha tenido que preguntar a su madre qué es lo que había hecho mal), en el segundo, los políticos tratan a los adultos como a niños que estuvieran expuestos a peligros que, por sí solos, no pudiesen evitar. El director del musical ha tenido que explicar que lo que fuman los actores en el momento de interpretar a los hippies de los años 60 no es tabaco, sino una mezcla de maria luisa, albahaca y hojas de nogal. A pesar de esta explicación, que ya debería resultar innecesaria en una sociedad libre y adulta, el estúpido y liberticida fundamentalismo de la ministra de Sanidad, Leire Pajín, no ha cedido un ápice: "Igual que en teatro los crímenes no son reales, que simulen que fuman".

Con todo, criticar estos delirantes extremos a los que llega el intervencionismo público sólo conlleva un riesgo: el pensar que, sin ellos, normativas como la que impone el catalán como una única lengua vehicular en Cataluña, o como la que prohíbe fumar en cualquier establecimiento privado abierto al público, sí podrían llegar a ser consideradas equilibradas o razonables. La libertad que ambas cercenan no se recuperaría porque dichas normativas concedieran, a modo de excepción, permisos en el reducido ámbito de un patio escolar o en el de un escenario teatral.

Se preguntaba hace dos siglos G.H. von Berg "¿cómo fijar limites concretos al poder supremo si se le asigna como objetivo una felicidad universal vagamente definida, cuya interpretación se confía al juicio de ese mismo poder? ¿Han de ser los gobernantes padres del pueblo, aun asumiendo el grave riesgo de que se conviertan también en sus déspotas?".

Este paternalista o represor intervencionismo estatal ha terminado siendo, efectivamente, despótico, desde el mismo momento en que el poder público no ya sólo se arroga competencias en la felicidad de los ciudadanos, sino que también pretende "normalizar" sus usos lingüisticos, preservar su salud, dictaminar su sensibilidad ante determinados espectáculos o legislar su memoria histórica. No hay que extrañarse de que la gente termine así viendo en la "ley", no la salvaguarda de su libertad, sino su principal foco de agresión.

NAZIonalistas

Juan Morote en Libertad Digital

No entiendo que me sigan causando estupor las aberraciones educativas de estos xenófobos que pueblan la periferia de España. Los denominados nacionalistas no entienden la defensa de las señas de identidad culturales propias como un patrimonio que debemos preservar, sino que, desde su perspectiva, esas señas son un garrote con el que agredir a todo aquel que no las abraza. La literatura está llena de ordalías, torturas para abjurar de un credo, y también de defensas heroicas de la fe heredada de los mayores.

En Cataluña pretenden que la gente se inmole en la defensa de las señas de identidad de la cultura que identifica la nación española. Como además de sectarios son poco imaginativos, han copiado el procedimiento nazi de señalar a los judíos. Aquellos los marcaban con pintura de color que destacaba en las vestimentas negras de los judíos para escarnio público. Pretendían con la marca la humillación pública del judío, y consiguientemente su exclusión social, era una fase más de la agresión previa al exterminio. Todos hemos podido contemplar estas imágenes tomadas en los documentales del gueto de Cracovia. Siempre pensé que su mera contemplación serviría de lección para que nunca más volviera a suceder nada parecido.

Setenta años después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, y noventa años transcurridos desde el ascenso de Hitler al liderato del Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores, aún quedan nacionalistas que siguen su ejemplo. Han trocado algunos elementos para adaptarse a los tiempos, pero la esencia se mantiene. Si Hitler predicó la degradación humana de las razas judía y gitana, los nacionalistas ligeramente más sutiles han empezado por denigrar la cultura y las tradiciones españolas. En cambio, han coincidido en la metodología empleada: nazis de antes y de ahora marcan con distintivos a quienes quieren aislar, asustar, quebrar en definitiva. De esta guisa han obrado los representantes de un colegio en Sitges que han colocado un llamativo distintivo rojo en las notas de un niño por no utilizar en sus conversaciones la lengua vehicular del centro. Los nazis colocaron un brazalete a todos los niños judíos de Cracovia tras la invasión.

La utilización del distintivo no pretende otra cosa que identificar al niño como diferente, en el sentido más negativo posible. Se trata de un atropello a la dignidad del menor, a su intimidad, al derecho de los padres a elegir la lengua en la que su hijo debe ser educado; es un atropello al derecho del menor a ejercer el derecho constitucional a utilizar el español como lengua para lo que le de la real gana, sin embargo no tengo ninguna esperanza en que la Fiscalía de Menores abra siquiera unas diligencias para esclarecer lo sucedido. ¿Y con el resto de padres? Pasará lo de siempre, los malos contarán con la complicidad de la cobardía de los buenos.

El "pa negre" de cada día

José Antonio Martínez-Abarca en Libertad Digital

El cine Español me recuerda a aquel Pecé (Partido Comunista de España) cuyos mandatarios provinciales llegaban a los pueblitos donde no tenía ni aparato, ni bases ni más votantes de los que se podían subir a una "montesa" y el único representante comunista en la localidad, algo desanimado, les preguntaba a sus jefes si dada la situación no era mejor adaptarse a los tiempos o incluso disolverse. Y los jefes respondían dándole, a su hombre en el pueblo, con el dogma en la cresta: "El Partido Comunista no cambia ni se disuelve, el Partido Comunista se reafirma". El cine español, como ha quedado claro en la última gala de los "goyas", ni cambia ni se disuelve, que sería lo lógico: el cine español se reafirma en lo suyo. El viejo dogma comunista. Con la expresa idea de hacer lo contrario de lo que desea el hipotético público que no quieren que se agolpe para ver sus películas, le han dado todos los premios a otra de esos filmes más o menos catalanes sobre la postguerra civil después de cuya visión hay que desparasitarse. La Academia se ha propuesto ver quién puede más y se marcha de las salas antes, si las películas que se hacen en el país o el último acomodador que todavía quede en pie.

El cine español se mostraba en esta última edición de los Goyas autocomplaciente, desafiante y eufórico, porque este ha sido el peor año de recaudación desde que se recuerda y casi se ha logrado largar ya de los cines a toda esa gente que, fenomenal impertinencia, incluso trataba de opinar sobre lo que quería ver. Sólo faltaría. Como si el cine fuese un entretenimiento. Como si fuese una industria. Como si fuese un arte. Como si fuese nada excepto lo que la Academia española dice que tiene que ser (de la denuncia del fascismo a la investigación en torno a qué huelen las nubes, o la lluvia) y además cuando le salga de los güitos. Cuando las masas de público mayoritariamente joven piden películas que les hagan olvidar, para no abismarse en las simas de la desesperación, que son la generación perdida del país, cuando quiere, en fin, cosas con cierto acabado lustroso, con actores que sepan recitar, con temática posterior a la invención del tergal y que si puede ser contengan unas risas, el cine de su Academia viene y como siempre les ofrece "pa negre", cartillas de racionamiento, chocolate de algarroba, feísmo de "disseny", maquis de los cuarenta que huelen a "patchouli" del verano del amor de los sesenta, demócratas estalinistas de toda la vida y los malos malísimos de siempre. Y todo a cargo del director que debutó en el largometraje con una agradable película sobre sadomasoquistas tetrapléjicos que además son pederastas nazis y gays. Eso es lo que el fiscal general Cándido llamaba "acompasarse al sentir social".

Ha cumplido su objetivo de la temporada, el cine español. El Partido Comunista y la Academia de Cine, como no podría ser de otra manera, se reafirman. La triple papada de Leire Pajín gorgotea satisfecha, apenas conteniendo la hinchazón que un día de estos explotará como la tripa del señor Creosota en El sentido de la Vida de Monty Phyton. La ministra Sinde hace palmas con las orejas. Casi no queda nadie ya entre los cinéfagos españoles que quieran ver lo que hacen las subvenciones del Ministerio con la condición humana. Con un empujoncito más, y premiando masivamente el año que viene alguna película de tesis que incluya algo de ajo, la Academia conseguirá lo que se propone. Que el público español adopte como propio el cine independiente montenegrino.

Las subvenciones matan el ingenio

Juan Ramón Rallo en Libertad Digital

Uno podría pensar que el director de Pa Negre, Agustí Villaronga, es un caradura redomado por trincar del erario público y, encima, restregárnoslo por la cara. Dice así: [Las subvenciones son necesarias] porque si no existieran, no podrían hacerse las cosas. Ni en el cine, ni tampoco en otras muchas actividades económicas".

En realidad, ya de entrada, la frase es una contradicción en los términos. Las actividades que no pueden desarrollarse sin subvenciones no son económicas, sino antieconómicas. Son la negación misma de la economía, esa ciencia que tiene como propósito destinar nuestros escasos medios a la satisfacción de nuestras más urgentes necesidades. Subvencionar es subvertir el orden de prelación de nuestros fines: despilfarrar medios escasos en la consecución de necesidades superfluas, de necesidades mucho menos urgentes que otras que, a causa de la subvención, quedarán insatisfechas.

No sé si los españoles, que son quienes han pagado coactivamente Pa Negre, valoran lo suficiente la película como para renunciar a otras de sus necesidades. Ni lo sé yo, ni lo sabe nadie: para eso está el mercado, para que la gente vote y se pronuncie. ¿Que Pa Negre es rentable? Entonces es que la gente valora más ese producto que los bienes alternativos que podrían haberse fabricado con los recursos que ha empleado y, en tal caso, más que subvenciones necesita una buena comercialización. ¿Que no lo es? Entonces es que los bienes y servicios que no se han llegado a crear por alumbrar Pa Negre resultaban más valiosos que la película y, por tanto, no debería subvencionarse.

Que Villaronga no conciba su trabajo sin subvenciones dice poco del atractivo que espera que le vayan a asignar los españoles a su filme. Pero dice mucho del efecto anestesiante que tienen las subvenciones. En un mercado libre, el empresario se esfuerza continuamente por conseguir que sus productos resulten de interés. Su escasa imaginación no es excusa para que se pasen por el forro los deseos de los consumidores, sino que representa una creíble amenaza de que serán expulsados del mercado a menos que se busquen las habichuelas para producir los bienes que los consumidores demandan con mayor urgencia.

La sinceridad de Villaronga es pues de agradecer: ni sabe cómo crear cine que agrade a los españoles... ¡ni falta que le hace! Las subvenciones matan el ingenio y permiten que los empresarios ineficientes se adormezcan subyugando a los consumidores. Tan destructoras son que el cine español ni se imagina cómo sería el mundo fuera de la subvención: es imposible; punto final. Bueno, entonces será que deberán ir dedicándose a otras cosas que probablemente les resulten a ustedes menos agradables y peor remuneradas pero que los consumidores sin duda apreciarán más. O eso, o aprendan a hacer cine de calidad que sobreviva sin desplumar al contribuyente.

Los Goya de Álex de la Iglesia

Daniel Rodríguez Herrera en Libertad Digital

A lo largo de todos estos años que llevo de columnista en esta santa casa, he cambiado de opinión sobre muchos asuntos. He leído, he aprendido de otros que saben mucho más que yo y me he sorprendido de la cantidad de cosas que creía con lo que yo pensaba una profunda convicción y que en realidad no eran más que prejuicios sin base alguna. Y, encima, prejuicios equivocados de medio a medio.

Pero lo he tenido fácil. Mi sustento, la consideración de mis colegas, mi porvenir no dependían de que no cambiara de opinión, de que siguiera en mis trece. No es el caso de Álex de la Iglesia, un director cuyas películas he disfrutado en ocasiones y me han hecho dormitar en otras, pero que al menos siempre ha tenido claro que su trabajo consistía en entretener al público. Que no valía con hacer películas porque el Estado le pagara por ello. Que no había que ser un funcionario de las cámaras, tranquilo y con el culo bien cubierto de subvenciones.

"Hacemos cine porque los ciudadanos nos permiten hacerlo y les debemos respeto y agradecimiento", recordó en su discurso de la gala de los Goya. En lenguaje edulcorado, significa eso: que si hacen cine es porque se lo estamos pagando, queramos o no, con nuestro dinero. Y que dedicarse a insultar a los contribuyentes y llamarlos de todo menos bonitos porque se descargan cosas en internet, como que no. Que no se extrañaran de la aglomeración que TVE ocultó en su retransmisión porque "si queremos que nos respeten, hay que respetar primero".

Muchos no nos fiábamos mucho de la famosa reunión que organizó Álex de la Iglesia tanto con representantes de los internautas como con personajes que gozan en la red de "reconocido prestigio", que diría el legislador para ocultar que los políticos pueden nombrar a los licenciados en Derecho que les salga de la nariz para los más jugosos puestos. Pensamos que aquello podía ser un intento por parte del presidente de la Academia de Cine de hacer ver como que dialogaba. Pero es que el jodío escuchó a sus interlocutores. Y lo convencieron. Y cuando se aprobó la Ley Sinde, se dio cuenta de que ahora estaba en contra, y que como la profesión no compartía su opinión, tenía que dejar de representarla.

¿Alguien recuerda un caso similar? ¿En España?

Quizá padece Álex de la Iglesia del fanatismo del converso. Sí, hay que cambiar el modelo de negocio, pero internet no es la salvación del cine español. Da lo mismo lo bien que se adapte el gremio a las nuevas tecnologías. Mientras no dependan del público sino de los burócratas de todos los partidos y administraciones, mientras sigan plasmando sus prejuicios ideológicos en el celuloide que todos les pagamos a punta de pistola les seguiremos ignorando y aborreciendo. De nuevo, con las excepciones de rigor. Como la de alguien que, parece, sí ha estado "a la altura del privilegio que la sociedad nos ofrece". Al menos por esta vez.

Guiones a 2.000 euros el folio

Pablo Molina en Libertad Digital

El cine español constituye un microcosmos ajeno por completo a las circunstancias que concurren en el mundo real, de tal forma que ni la devastación financiera más profunda como la que actualmente padece el país, con cinco millones de dramas familiares incluidos, afecta en lo más mínimo a un sector que sigue viviendo del trinque presupuestario, encantado de parasitar el esfuerzo ajeno a cambio de hacer sus tontadas.

Pero si las subvenciones al cine español, una industria cuya producción no vale en el mercado ni las ayudas que recibe, es algo escandaloso en términos generales, les sugiero que nos detengamos hoy un momento en una línea de subvenciones al cine de lo más sugestivo, tras lo cual vamos a tener una imagen fidedigna del punto exacto de cocción en el que se encuentra la desvergüenza político-cinematográfica de nuestro país. Nos referimos a las subvenciones que el Gobierno de España concede a la elaboración de guiones de largometraje, gracias a las cuales comprobaremos a quiénes y con qué requisitos entrega Zapatero el dinero extraído previamente de nuestros ya paupérrimos bolsillos.

Lo primero que llama la atención de las ayudas a la elaboración de guiones para películas de largometraje es que no resulta necesario acreditar que los textos premiados van a llegar a la pantalla grande, que es algo así como conceder una subvención a una fábrica de coches que no fabrica coches, con lo que la ayuda consiste en un empujoncito estatal para que el personal tenga una alegría presupuestaria y pueda seguir viviendo de la fabricación fantasmagórica de vehículos sin necesidad de tener que dedicarse a otra actividad productiva. En realidad ni siquiera es necesario escribir un guión para trincar la pasta, ya que, a efectos de la concesión de estas ayudas, basta con presentar una sinopsis y un tratamiento secuenciado para que el ministerio te conceda, si tienes suerte o un apellido famoso, cuarenta mil euros con cargo al bolsillo de los demás, que no otro es el importe de las quince ayudas previstas en cada convocatoria. Dividan el pastón recibido per cápita entre los 20 folios exigidos y verán que esto de hacer guiones es más rentable que realizar estudios para la Generalidad catalana sobre la almeja brillante, que hasta el momento estaba considerada como la actividad analítica más productiva de todas las que se llevan a cabo en este país.

La segunda sorpresa es el nombre de algunos de los agraciados con estos "premios" que el Ministerio de Cultura concede anualmente. En la última convocatoria resuelta, correspondiente al ejercicio 2010, podemos encontrar por ejemplo nombres tan conocidos como el de Gracia Querejeta, Emilio Martín Lázaro, Antonio Mercero (hijo) o los jóvenes y muy prometedores Jaime Chávarri y Gonzalo Suárez, especialmente este último, que a sus setenta y seis años todavía se presenta a estas convocatorias para llevarse cuarenta mil perifollos y la satisfacción de ver su nombre entre los elegidos.

Los cuarenta mil euros que los quince cineastas señalados por el dedo ministerial se embolsan anualmente con la simple presentación de veinte folios escritos por una sola cara es el doble de lo que gana al año una familia media que tiene la suerte de tener al menos uno de sus miembros en activo. Y es que esto del cine español ya ha dejado de ser un despelote presupuestario para trincones insolentes. Con la que está cayendo, con más de un millón de compatriotas acudiendo a los comedores sociales, repartir cien millones de pesetas cada año entre quince cooptados a cambio de nada es ya un asunto de pura crueldad. Por cierto, un tema excelente para un guión. Lástima que en España no haya "subvenciones" para ponerlo por escrito y presentarlo a concurso.