domingo, 19 de junio de 2011

Ninguna necesidad de cultura

José Jiménez Lozano en La Razón

Un hombre no es cualquier cosa, y Ernst Jünger ha escrito con toda la razón del mundo, ante la afirmación siempre solemne de la posibilidad de la existencia de hombres en otros planetas, que quienes eso dicen no saben, desde luego, lo que es un hombre o no quiere que los hombres lo sean. Así son las cosas, y cada uno de nosotros, enfrentado a su fragilidad, pero también a su esperanza, sigue tratando de nombrar el mundo con palabras, de entenderlo, y asumirlo. Por la memoria, sabe que es el mismo del pasado, que los muertos fueron hombres, y, por la palabra y la memoria, sabe también que hay más realidad que la realidad de lo dado; que su mente puede ser esclarecida y el corazón conmovido por una palabra pronunciada y escrita hace siglos, y que él mismo puede ser hecho hombre realmente por esa palabra. La simbolización de la realidad, es verdaderamente en lo que consiste el hecho cultural, y su transmisión de una generación a otra resulta un dato objetivo de la constitución de lo humano. Y esto es precisamente lo que todos los montajes totalitarios han tratado y tratan de evitar a través de planes de educación e industrias culturales oportunas, como las llamadas «ciencia y cultura para el pueblo», ya ridiculizadas en «Bouvard y Pécuchet» de Flaubert, o criticadas con tanto amargor y lucidez por Simone Weil, porque constituyen la humillación del hombre, y su deconstrucción y desprecio. Así que todo está entonces en que esto nos importe o no, porque, si no nos importa, entonces, es cuando el saber no se necesita para nada, y «suerte has de tener, que de saber no has menester». Ya queda todo claro.

La estupidez

José María Marco en La Razón

En una de las asambleas de la Puerta del Sol, la gente escuchaba absorta cómo un indignado aseguraba que a los seres humanos –incluido a él y a los que allí estaban, sin duda– nos controlan unos seres que habitan el espacio exterior. Los asistentes aplaudieron levantado los brazos y moviendo las manos, uno de los signos de identidad de la Indignación, copiado, al parecer, de lo que enseñan a hacer a los pobres niños en las guarderías. Uno de los elementos menos comentados de todo este asunto es la infinita, la insondable oleada de estupidez que se nos ha venido encima. Está relacionada, por una parte, con la apoteosis de un modelo cultural vigente durante décadas y, por otro, con las famosas redes sociales. La estupidez forma parte de la naturaleza humana. Hasta ahora estaba reprimida, en el conjunto de la sociedad, o limitada en su cultivo de las vanguardias artísticas e intelectuales. Gracias a estas últimas –basta visitar un museo de arte contemporáneo o asistir a cualquier evento subvencionado– la estupidez ha ido cobrando un nuevo prestigio. Las redes sociales, modelo de democracia instantánea y directa, han hecho lo demás: lo que estaba reducido a una minoría que se complacía en su propia imbecilidad ha pasado a ser algo respetable, digno de emulación. Así que han saltado las barreras con las que los seres humanos intentábamos controlar nuestra irremediable tendencia a la estupidez. Hay quien piensa que el «chabolismo ilustrado» (sic) de Sol es una obra maestra y en cambio hay quien opina que no es digno de lo que ahí se ha escenificado, que sería la ceremonia del origen de la colectividad humana, alienada en el sucedáneo de comunidad que son los centros comerciales… Caín, nuestro gran dibujante de LA RAZÓN, lo ha dicho mejor que nadie: «¡Qué ganas tengo de ser mayor para recuperar mi infancia!».

Ucronía indignada

Ángela Vallvey en La Razón

Antaño, el socialismo creció desganado en España. Aquí molaba más Bakunin, un ruso colectivista y un poco masón partidario del pánico social, los atentados violentos y cierto terrorismo «misterioso» muy a la moda. Bakunin terminó retirándose a Suiza, como todo buen revolucionario, o millonario. En España, lo irónico es que la mayoría de las reformas «sociales» de la época las puso en marcha el partido conservador. El socialismo forense-parlamentario que practicaban los pocos diputados socialistas del XIX se dejó seducir por el anarquismo, mucho más popular… Hoy, el socialismo español le hace guiños al famoso 15-M; y algunos del 15-M agreden a políticos no socialistas. Pero en el siglo XXI, a diferencia del XIX, no hay líderes, sólo cabecillas antisistema. (Por cierto, ¿dónde está Rubalcaba? No me digan que a la cabeza de la «manifa» consuetudinaria…).

Patriotismo alimentario

Alfonso Ussía en La Razón

La pregunta del millón a Pelegrí que te vi es la siguiente: ¿le molestaría igual que un consumidor catalán pidiera una botella de Burdeos o de Borgoña? Que responda Pelegrí que te vi. ¿Se permitiría a los ciudadanos catalanes o residentes en Cataluña consumir caviar iraní o ruso, o tan sólo se prohibiría el de Riofrío, Granada, que sale buenísimo? En cuanto al pescado, ¿sólo se admitirían los peces del Mediterráneo? El Mediterráneo, el mar sabio y cultural, el mar de las civilizaciones, el «Mare Nostrum», es bellísimo y cambiante, pero da unos percebes que parecen alfileres de modista. ¿Prohibidos los percebes gallegos? ¿Y las anchoas de Santoña? ¿Y las morcillas de Burgos? Tanta buitifarra cansa y hace peligrar los límites del colesterol. Pelegrí que te vi, hay que analizarse el colesterol. Y con todos los respetos que me merecen los vinos del Penedés, no existe comparación posible con los de la Rioja o la Ribera del Duero. El patriotismo alimentario que propugna este peculiar merluzo carece de buen fin. El mejor cliente de Cataluña es el resto de España. De imponer tan ridícula restricción, y si el resto de los españoles actuaran de manera similar, el negocio agrícola, ganadero y de alimentación de Cataluña se rompería los piños en el primer encontronazo.

La crispación de la izquierda

Editorial de ABC

Es lamentable que incluso ante actos tan inaceptables como las agresiones físicas y verbales a los parlamentarios catalanes, todavía haya sectores supuestamente democráticos de la izquierda política y cultural que no dudan en alternar condenas y comprensiones hacia estos actos de violencia.

Lo que era un queja social, ahora es una protesta que amenaza violencia y, por tanto, se ha convertido claramente en un problema de orden público. La responsabilidad política de lo que hoy suceda o deje de suceder será del Gobierno y, en particular, del ministro del Interior.

(...)

Cada vez resulta más evidente la sincronización de estos movimientos de protesta con la crítica situación de la izquierda. Nada más oportuno que deslegitimar, justo ahora, el sistema que ha dado al centro-derecha el poder municipal y autonómico, y que probablemente le entregue el gobierno de la Nación. Es una forma de tensión como táctica electoral, similar a la que defendía un descuidado Rodríguez Zapatero a micrófono abierto. Es otra vez la crispación de la izquierda en las calles.

Mítin de repudio

Antonio Burgos en ABC

Lo que le hizo la chusma al alcalde de Madrid delante de su casa, o lo que le hizo la gentuza a la Duquesa de Alba cuando salía de la constitución del nuevo ayuntamiento de su Sevilla me recuerda exactísimamente la Cuba de los peores tiempos de su dictadura. (Qué tontería acabo de escribir, «los peores tiempos de su dictadura», como si las dictaduras tuvieran algún tiempo bueno...). La escena de la casa de Ruiz-Gallardón cercada por las turbas que insultaban hasta al perro que sacaba a pasear, o la Duquesa de Alba perseguida y acosada por la horda camino de Dueñas podían haber tenido por escenario perfectamente La Habana de 1980, cuando el Éxodo del Mariel. Fidel Castro consintió en aquella operación que por el puerto del Mariel salieran por barco los cubanos disidentes y alcanzaran las costas de Florida. Ocasión que cuentan las crónicas que aprovechó Castro para quitarse también de encima a muchos delincuentes comunes, vaciando las cárceles, en las que hizo una limpia, exportando indeseables, rateros y carteristas a Florida y aumentando notablemente en aquellos días la peligrosidad callejera en el Gran Miami.

Pero antes de que los cubanos que ansiaban la libertad emprendieran viaje desde La Habana a Mariel para tomar el barco, sus vecinos les daban la despedida. Se repitieron entonces los llamados «mítines de repudio». Cuando los activistas del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) instalado en cada manzana, donde los residentes de guardia hacen de vigilantes y delatores de sus propios vecinos, se enteraban de que un ciudadano poco adicto al régimen tenía pensado juannajarse a Florida, inmediatamente le organizaban un «mitin de repudio», convocado con fecha y hora en todo el barrio, y eso que entonces no había redes sociales. Y allá que acudían todos, con cacerolas y silbatos, con pancartas, a gritar, a vociferar, a llamar «gusano» y «contrarrevolucionario» al vecino disidente, cuando no a zarandearlo y agredirlo, si osaba desatrancar la puerta de su partidito y dar la cara ante los indignados profesionales de la estricta observancia de la dictadura.

Las impunes algaradas de estos días me han recordado los habaneros mítines de repudio del castrismo. Ha sido el viejo modelo comunista aplicado en España. Tan viejo como esos progres sesentones de la coleta canosa y la mugre, que se ha demostrado en la Puerta del Sol que no conocen avances de la civilización cuales el agua y el jabón verde. En los españoles mítines de repudio de estos días han usado los mismos métodos, las mismas consignas, las mismas tácticas. La misma gentuza. La misma chusma, chusma, chusma, como dice mi amigo el exiliado pintor habanero José Miguel Rodríguez.

Con una gravísima diferencia: Cuba era en 1980, cuando aquellos mítines de repudio, tan dictadura como ahora. Pero España es ahora bastante menos democracia que entonces, cuando en 1980 gobernaba la UCD. Nunca hemos padecido una generalizada impunidad de delincuentes como ahora. Nunca el Estado se ha cruzado de brazos de esta forma para dar vía libre a la canalla, en vez de proteger a las personas de orden y al propio sistema democrático. ¿Están ensayando acaso un Gran Mitin de Repudio, como ya hicieron tras el sangriento 11-M, contra una derecha predestinada a ganar las próximas elecciones generales y las autonómicas de Andalucía? Mucho me lo temo. Es demasiado burdo el catecismo del agit-prop que aplican para utilizar y manipular a las hordas. Tanto, que se les han ido de las manos.

Campamentos

Jon Juaristi en ABC

Tras la fiesta, la guerra, nada nuevo. Se levanta el campo y empieza la bronca ubicua, porque toda la ciudad se convierte en campo de batalla, escenario de una impugnación del consenso que ya poco tiene de lúdica: lo que el Gobierno se negó a ver en el arrobamiento primaveral de la acampada de Sol, con sus connotaciones circenses de carpa y actividades de ludoteca. No digo que un ministro de Interior deba haberse empollado todos los clásicos del arte de la guerra, desde Sun Tzu a Maquiavelo, pero, al menos, necesita tener claro lo que significa acampar en el centro. En la antigua Roma, el Senado no permitía a las legiones levantar sus tiendas dentro de la ciudad, porque veía en ello el acto instaurador de una dictadura militar. Para acampar, como su nombre indica, está el campo. Si alguien acampa en la ciudad es para desafiar al Estado e imponer un contrapoder en el espacio público. Lo han hecho los insurgentes egipcios, pero quienes se esmeraron en este tipo de operaciones desde finales de los años noventa fueron los zapatistas, que convirtieron el Zócalo de Ciudad de México y sus alrededores en un campamento permanente. Es obvio que derribar un gobierno en México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos, resulta más difícil que hacerlo en Egipto, pero la merma y el deterioro del poder central a causa de un asedio interminable desde la calle se ha traducido en una pérdida del control del territorio en beneficio de los cárteles, y sería sencillamente estúpido negar que las estrategias del zapatismo y del narcotráfico hayan sido, por lo menos, concurrentes.

¿Mal menor o mal mayor? La guerra, como violencia generalizada, constituye, por supuesto, el mal mayor. Este principio no lo ha descubierto Pérez Rubalcaba. Lo han sabido todos los grandes estrategas, desde el mencionado Sun Tzu, pero ninguno de ellos —a diferencia del todavía ministro de Interior del actual gobierno—, lo utilizó para justificar la pasividad. Por el contrario, los males de la guerra se evitan conociendo al enemigo, tomando sus ciudades con el mínimo coste posible en vidas propias y ajenas e impidiéndole acampar ante tus narices. Dicho de otro modo, empujándole a los bosques. En este caso, el Gobierno no tenía ni idea del sesgo del movimiento que se estaba preparando antes del quince de mayo, con la colaboración y simpatía del progresismo en todas sus variantes. Les habría bastado prever la que podía montarse con la difusión estúpida de una categoría imaginaria, la de los indignados, que tiene un atractivo incluso superior a la de víctima como propuesta de identificación colectiva, porque las víctimas necesitan demostrar un agravio real para ostentar la condición de tales, mientras la indignación es algo tan subjetivo que pueden compartirlo todos los que se sienten perdedores, desde el ultimo perroflauta hasta don Gregorio Peces-Barba. El desconocimiento total del enemigo explica el escandaloso desconcierto del Gobierno ante el desafío de una histeria antidemocrática de masas que creyó poder rentabilizar como en su día lo hizo con el movimiento del «no a la guerra». La acampada de Sol era exactamente lo contrario, un conato de guerra civil bajo su apariencia festiva.

Cobertura

Manuel Vicent en El País

Imagino qué habría sido de nuestra cultura si los dioses del Olimpo hubieran tenido un móvil. Aquellos héroes facinerosos cuyos crímenes y pasiones fueron estelares se habrían convertido en unos horteras hablando de catarros, operaciones de vesícula, negocios de parcelas o de modelos de bañador y de zapatillas. Si Penélope, la de Ítaca, que tejía y destejía una inexorable manga de jersey esperando al marido hubiera tenido un móvil la Odisea se habría convertido en un chismorreo diario, ella preguntando cada media hora donde estás y Ulises contestando cualquier bobada, obligado a navegar al Hades, latitud de la eterna bruma solo porque allí no había cobertura. La palabra red ya lleva incluida una idea de trampa para estorninos. Frente a la posibilidad de estar siempre expuesto a ser cazado por esa araña social, al llegar a un espacio donde no es posible recibir una llamada se tiene una sensación similar a la de aquellos exploradores que se sentían libres al desembarcar en una playa virgen solos bajo el sonido de cotorras auténticas, no humanas.