lunes, 2 de mayo de 2011

Viñeta de Caín en La Razón

2 de Mayo

César Vidal en La Razón

El 2 de mayo ha sido presentado de maneras muy diversas con el correr del tiempo. Cuando yo era niño, era presentado como el inicio de la resistencia patria contra Napoleón y su relevancia era de alcance nacional.

Desde hace décadas, esa perspectiva ha sido ferozmente negada gracias al nefasto sistema autonómico y se ha visto reducido a fiesta de la Comunidad de Madrid. Semejante sectarismo aldeano explica que «Sangre de mayo», de Garci, apenas pudiera verse fuera de Madrid por eso de que el 2 de mayo era sólo de interés local. Visión sesgada por visión sesgada, era mejor la antigua. Mejor, pero muy incompleta. El 2 de mayo amaneció con un sistema político español agonizante. El rey Carlos IV y su hijo Fernando habían acudido a Napoleón para que resolviera quién iba a ser rey de España. Por supuesto, el Corso había decidido que ninguno de los dos y que la corona fuera a parar a su nada entusiasmado hermano José. Mientras tanto las autoridades del reino –con la excepción de algunos militares jóvenes– habían decidido contemporizar y entregarse al dominio francés. Quizá así hubiera resultado de no ser por que la mañana del 2 de mayo unos transeúntes descubrieron que se llevaban del Palacio Real al último miembro de la Familia Real e inmediatamente comenzaron a lanzar gritos contra los franceses. No estaba el francés Murat –que había llegado unas horas antes a Madrid e incluso había asistido a misa – para tolerar algaradas y ordenó reprimirlas con todo el rigor posible. Lo que se produjo entonces fue un estallido de cólera popular absolutamente inesperado. Desde Manuela Malasaña a los héroes del parque de Monteleón –cuyo nombre dejó de estudiarse gracias a la LOGSE– pasando por los madrileños que sufrieron las cargas de los mamelucos en la Puerta del Sol, las clases populares –y nadie más– se echaron a la calle para combatir a los gabachos. Fue una verdadera carnicería porque las navajas y las agujas de coser no se pueden enfrentar con los cañones y los sables. Pero lo que sucedió después resultó, desde muchos puntos de vista, peor. Las autoridades españolas nombraron presidente de la máxima institución del Reino a Murat; los obispos y la Inquisición condenaron la sublevación y amenazaron con la excomunión a los que empuñaran las armas contra los invasores; se llegó a decir que los oficiales del parque de Monteleón no habían querido sublevarse y se aceptaron los fusilamientos masivos perpetrados por los franceses. Era la gran impostura de un sistema muerto, pero que se empeñaba en seguir viviendo como fuera. Si al final se produjo un cambio fue porque el pueblo llano, comenzando por Andrés Torrejón, el alcalde de Móstoles, decidió resistir como fuera; porque los franceses estaban más dispuestos a profanar iglesias que a respetarlas; y porque Inglaterra captó la importancia de ayudar a los únicos europeos que se enfrentaban con Napoleón. La prolongación de la lucha y la barbarie francesa obligaron a todas las instituciones a cambiar de opinión más por la fuerza de los hechos que por la convicción moral. Seguirían seis años de derramamiento de sangre para que las instituciones que peor estuvieron aquel 2 de mayo se alzaran con el santo y la limosna y el pueblo, una vez más, resultara burlado. Obligatorio es recordarlo todo a día de hoy.

Catarro ideológico

José Luis Alvite en La Razón

Se habla más del cambio climático desde que los asuntos meteorológicos dejaron de ser una ocupación profesional para convertirse en un credo ideológico, en gramática de pancarta. Ya digo que carezco de rigor científico para asegurar que el clima ha cambiado. Mi impresión personal es que ahora llueve menos que antes, aunque luego resulta que mi empírico anciano de cabecera dice lo contrario. La verdad es que hace ya unos cuantos años se vaticinaba una desertización que al final no se ha producido. En algunas zonas del país incluso hay pastizales donde antes sólo echaba raíz el polvo. A mí lo que no deja de sorprenderme es que contra el calentamiento global siempre salgan a manifestarse a la calle unos señores muy abrigados que no van a la playa en agosto por temor a acatarrarse.

TVE, todos a la calle

José Carlos Rodríguez en Libertad Digital

El otro día, mientras veía un panegírico a un conspicuo ex dictador, me acordé de la polémica entre María Dolores de Cospedal y Ana Pastor, y eso que aún no se había producido. Cospedal, en respuesta a un periodista, dijo con total naturalidad que los servicios informativos manipulan a favor del Gobierno y en contra del Partido Popular. Lo dijo con una desenvoltura notable. La misma que tiene Ana Pastor y con ella la mayoría de los presentadores de Televisión Española para ajustar el mensaje que dan a los intereses políticos del Gobierno. Una naturalidad, una gracia descarada y fría que contrasta con el ardor de un corazón entregado a una causa, una, la de que el Gobierno no caiga en otras manos que no sean las socialistas. La de que las masas españolas se traguen la ideología progresista, tan pobre que se puede resumir en un folleto de 30 páginas.

Recordaba ya la polémica entre la político popular y la Pastor porque es la de siempre. No ha habido un solo día en que Televisión Española o la siempre Radio Nacional de España hayan faltado al propósito por el que fueron creadas: favorecer al Gobierno y ser un vehículo de su ideología. Ni siquiera es necesario darle indicaciones a los periodistas de lo que se debe contar y lo que no, aunque no dudo de que esa debe ser una práctica habitual. Basta seleccionar a las personas adecuadas. Sin ir más lejos, a Ana Pastor, que con su conexión telepática con su marido no necesita otra conexión áulica. Su función nunca cambia, y la harán con mayor o menor eficacia. Antes se justificaba la manipulación porque la televisión pública realizaba una labor social que no harían las televisiones privadas. Como si no fuera a desaparecer TVE, con todos sus documentales sobre el Serengueti, si una ley prohibiese la emisión de espacios informativos en aquel canal. Hoy la manipulación se justifica por sí misma, por el tradicional método de negar lo evidente. Es cierto, no obstante, que no es tan burda como otros años, y que la sal gruesa se ha trasladado de los programas estrictamente informativos a las series y los programas.

No está de más recordar que TVE está al servicio del Gobierno pero que se paga con los impuestos de quienes votan a los socialistas y de quienes no les votan. Que la pagan quienes han hecho suya la ideología de TVE y los que no. Es un organismo extremadamente caro y cumple la función, antisocial, de servir al Gobierno. "¿Qué modelo de televisión pública tienen ustedes?", le preguntaba cínicamente Ana Pastor a Cospedal. Yo puedo responder sin ningún rodeo: el de una televisión cerrada o privatizada.

Por descontado, el servil elogio al ex dictador lo vi en Televisión Española.

Demócratas de toda la vida

Emilio Campmany en Libertad Digital

Este viernes, el diario Público ha denunciado que "Cospedal aloja en sus listas en Seseña a un ex candidato ultraderechista". Se trata de Juan Manuel Medina, concejal del ayuntamiento de Seseña, número dos de la lista del PP. Medina fue candidato de la Alianza por la Unidad Nacional de Ricardo Sáenz de Ynestrillas, de Falange y de España 2000.

Según el socialista toledano, Jesús Fernández Vaquero, esto "es impresionante. No es de recibo que el PP aloje a un candidato que ha militado durante años en la extrema derecha antidemocrática, enemiga no del PSOE, sino del Estado". Tiene guasa que esto lo diga un tío del PSOE, que ha sido y es aliado de algunos partidos que sí son inequívocamente enemigos del Estado puesto que su deseo no es cambiarlo, sino descuartizarlo. Enemigos del Estado confesos son Esquerra Republicana y el Bloque Nacionalista Galego e incluso el PNV y CiU. Los partidos en los que estuvo Medina son como mucho enemigos del Estado democrático. En cambio, ERC, BNG, PNV y CiU son enemigos del Estado a secas, democrático o no, puesto que persiguen su desmembración. Y, no obstante ser estos partidos confesos enemigos del Estado, no merecen por parte del PSOE, en general, y del de Toledo, en particular, la más leve descalificación. ¿Por qué? Pues porque a los socialistas no les preocupan los enemigos del Estado, sino los enemigos del PSOE.

Y encima la acusación viene del partido de Largo Caballero, Álvarez del Vayo y Negrín, aceptados como ilustres socialistas del pasado del PSOE. Todos ellos fueron enemigos del Estado, o por lo menos, enemigos del Estado democrático, poco más o menos lo mismo de lo que podría ser acusado el señor Medina en el pasado. Y no hay que irse tan lejos. El PSOE tiene, no en la candidatura al ayuntamiento de Seseña o de Vitigudino, sino en su Gobierno, a dos ilustres ex comunistas, Rosa Aguilar, ministra de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino, y Diego López Garrido, secretario de Estado para la Unión Europea. A ver si nos van a contar ahora que el pasado comunista de estos dos figuras es de recibo y en cambio el pasado falangista del señor Medina, no.

El candidato popular, por su parte, bailando al son que los socialistas le marcan, en vez de denunciar a los que, con un pasado antidemocrático, disfrutan de cargos con el PSOE, se justifica alegando que tenía 20 años, como si tener esa edad tuviera que implicar necesariamente el ser estúpido. ¿Por qué tenemos que aceptar a ex comunistas como personas de intachable pasado democrático y en cambio no podemos aguantar a un falangista ganado para la democracia? Pues porque es el PSOE quien expide en España los carnets de demócrata. Y, naturalmente, lo hace bajo el principio de al amigo, todo; al enemigo, ni agua, y al indiferente, la legislación vigente. Hay que fastidiarse.

La boda de la modernidad

David Jiménez Torres en Libertad Digital

De todo lo que vemos, sólo hay algo que seguimos reconociendo como verdaderamente importante, que es el amor, o su sugerencia. Esa idea del amor tan derivada de historias como esta, esas fantasías de Disney que se parecen tanto a lo que estamos viendo: el Príncipe y la Princesa, la boda que sale bien, la plebe que se regocija ante el paso de la pareja feliz en coche de caballos. Ese beso sin lengua ante el pueblo jubiloso.

Y sin embargo hablamos poco de ello. Sería vergonzoso decir "parece que se quieren de verdad". Quizás porque ya se dijo en referencia a los padres del novio, en su día. Quizás porque otra de las incongruencias de la modernidad es seguir usando una ceremonia con aspiraciones de eternidad para un estado que aceptamos como pasajero. Sea por lo que sea, preferimos comentar el horrible vestido de tal y cual.

Carrillo social

Carlos Rodríguez Braun en Libertad Digital

Santiago Carrillo escribió en El País: "Yo sigo siendo partidario de la transformación del capitalismo por un sistema de propiedad social". Esto de "propiedad social" significa naturalmente propiedad política; no está pensando Carrillo en amables cooperativas sino en la propiedad pública, coactiva. Es decir, el comunismo. Enormes masas de trabajadores empobrecidos e incluso millones de ellos asesinados por los comunistas durante el último siglo no han sido suficientes para que don Santiago piense que igual la propiedad social tiene algún pequeño problema.

Lo único que ha cambiado en el señor Carrillo es que "en esta coyuntura" admitiría generosamente la propiedad privada en todo pero no en la banca, que según él debería estar controlada políticamente por los Estados. Llega a esa notable conclusión después de afirmar que está desilusionado: el capitalismo no ha sido modificado, la política no ha podido "cortar las excrecencias cancerosas que se han desarrollado en el sistema capitalista" y, horror de horrores: "la banca ha vuelto a tomar las riendas de la política" y es "un poder fáctico mundial más poderoso que ningún otro".

La inquietud que provoca una persona capaz de defender un sistema criminal como el comunismo se ve, por tanto, complementada por la incredulidad que suscita al tener una visión tan asombrosamente alejada de la realidad como para pensar que la banca debería ser controlada políticamente. Llega incluso al delirio de sostener que una banca estatal mundial –¡y controlada por la ONU!– acabaría con la especulación y las crisis.

Carrillo no parece prestar atención al hecho visible de que la banca ya está controlada políticamente: el dinero es un monopolio público, en manos de autoridades políticas que regulan ampliamente la actividad bancaria. Los políticos no son en absoluto esclavos de los banqueros, sino que ambos se necesitan en un sistema que está totalmente alejado de la propiedad privada. Eso que tanto ansía don Santiago, la propiedad "social" se cumple más en el dinero y la banca que en ninguna otra actividad: mi viejo amigo el profesor Jesús Huerta de Soto suele decir que el sistema monetario y financiero es lo único que queda de la planificación soviética. Igual por eso Carrillo quiere que sea aún menos libre.

Karol Wojtyla

José García Domínguez en Libertad Digital

Como más de una vez se tiene dicho aquí, a algunos agnósticos nos ocurre aquello que dejara escrito Ricardo Reis en El libro del desasosiego antes de perderse definitivamente entre el alcohol y el delirio por los callejones más sórdidos de Lisboa. También nosotros pertenecemos a una generación que dejó de ser católica por el mismo motivo que sus padres lo fueron: sin saber por qué. Acaso de ahí que respecto al cristianismo nos suceda algo parejo a lo que confesaba José Bergamín de su muy personal adscripción al marxismo-leninismo: "Con los comunistas, hasta la muerte, aunque ni un paso más".

Pues, al modo del beato Karol Wojtyla, tampoco nos concedemos ceder a la tentación de confundir relatividad y relativismo. Supremo dogma de fe contemporáneo, esa superstición institucionalizada, la que implacable ordena la muerte de los absolutos. Que no otro habría de ser el corolario posmoderno del "todo vale" predicado por los eternos adolescentes del sesenta y ocho. Así, nuestros James Dean del laicismo militante, ya algo fondones y alopécicos, pero aún amotinados por norma contra "las jerarquías" del Vaticano. Y es que los cardenales de la Curia se empeñan sistemáticamente en desoír sus mandatos; en especial, la orden tantas veces cursada de que sea investido papa algún híbrido entre Antonio Gala y el Pare Manel.

Mas ellos, erre que erre, promoviendo a los altares no solo a devotos creyentes, sino a practicantes de estricta obediencia canónica. En el fondo, lo que les irrita no son sus principios sino el arcaísmo, en sí subversivo, de que los posen. Por algo les faltaría tiempo para tildar de reaccionario a Juan Pablo II. Wojtyla, al igual por cierto que su sucesor, incurría ante sus ojos en el más imperdonable delito de lesa modernidad, a saber, rehuir el eclecticismo moral que predica seleccionar los principios y los valores con el mando a distancia del televisor; mantra nihilista que rebaja los viejos imperativos éticos a triviales opciones, prosaica cuestión de gustos y apetitos en última instancia. "¿Cuántas divisiones posee el Papa?", inquirió en su día aquel viejo ex seminarista, Stalin. Hubo que esperar décadas hasta conocer la respuesta que llegaría de Cracovia. "Las suficientes a fin de poner en desbandada histórica al Ejército Rojo: ninguna, salvo un credo".

1 de mayo, dicen

Gabriel Albiac en ABC

¿Qué fue de la clase obrera? Era la misma historia cada año. Desde mis diecisiete, que es cuando de verdad nací; de lo de antes, ni me acuerdo: esa suerte que tengo. Cada primero de mayo era lo mismo: víspera de la llegada de los bárbaros, que jamás acudían. Los únicos bárbaros allí éramos nosotros: borrachos de los muchos libros y los pocos años. Lo más proletario que había por las calles del Madrid que queríamos soñar insurrecto, eran aquellos hijos del pueblo que, uniformados de gris, nos sacudían la badana. Los incautos hijos de la ínfima burguesía, que salíamos de las tediosas aulas para dar la bienvenida a la clase «objetivamente revolucionaria», regresábamos a casa con la cabeza más gacha cada año. Alguno no regresaba: sólo al cabo de unos meses o unos años, según se le terciara la neurona al juez de Orden Público. Pero a la legendaria clase obrera, ninguno de nosotros recuerda habérsela cruzado.

Yo me largué a París. Esa suerte que tuve. Sobre todo, porque un par de meses después, se descubrió que el responsable de propaganda de mi célula del PC era un policía infiltrado. Allí, en París, sí que había proletas el 1 de mayo. Mogollón. De la plaza de la Nación a la Bastilla no podías dar un paso. Cientos de miles, sí. ¿Revolucionarios? Eso era, desde luego, mucho menos claro. Quienes, año tras año, sacaban aquella muchedumbre obrera tras las enseñas rojas y los himnos de combate, eran los mismos que eludieron tomar el poder en 1968 y aniquilaron a quienes querían tomarlo. Así son las cosas. Les lendemains qui chantent, «los mañanas cantarines» en la arcaica retórica —no exenta de cierto encanto entonces— del comunismo francés, significaba eso: «mañana». Hoy, nunca.

Volví. Para mi desdicha, volví. Al principio, también aquí me encontré aquella escenografía solemne. Menos creíble, desde luego. Porque, ¿quién, aquí, iba a creer en la buena fe de un convocante tan cargado de muerte como el entonces secretario del Partido Comunista de España? ¿Y a quién podía ocurrírsele que unos sindicatos que habían aceptado ser estructuras funcionariales del Estado y zamparse el patrimonio de la CNT sin fruncir una ceja, pudieran en serio llamar a revolución alguna? Poco a poco, todos se fueron descolgando. Al cabo de media docena de convocatorias, a la manifestación del día 1 no asistía ya ni esa banda de zánganos a sueldo que son los «liberados» sindicales. Todo el mundo percibía que, junto a los partidos, los sindicatos autollamados obreros eran lo más corrupto de aquel pacto de arribistas que saldó en beneficio propio el fin de la dictadura.

Y ahora, al fin, no hay nadie. Ni en Madrid, ni en París, ni en ningún sitio. Me dicen los amigos que dejé, que allí ya del primero de mayo la única que saca beneficio es la hija de Jean-Marie Le Pen, que el Frente Nacional es la última fuerza política con desvergüenza bastante para exhibir obrerismo y enarbolar viejas retóricas insurreccionales. La verdad, no debería, pero me siento triste, sucia, pesada, culpablemente triste. Y, aunque sabe demasiado bien la respuesta, no yo, algo en mí, sigue rumiando la que fue épica y es ahora sólo lírica pregunta: ¿pero dónde demonios está la clase obrera? En casa. Viendo la tele.