domingo, 17 de abril de 2011

¡Indignaos!

José García Domínguez en Libertad Digital

Es sabido que muchos artistas y pensadores genuinos han cedido a la tentación de intentar forrarse garabateando algún best seller mundial. Ninguno lo ha conseguido. A menos, claro, que se tenga por novelista a Umberto Eco. Así, pese a los ímprobos esfuerzos para anular el talento propio, el resultado acostumbra a ser decepcionante. Ni demasiado bueno ni demasiado malo, no consigue dar con el muy preciso toque de mediocridad intelectual que el género exige. De ahí que el Zola del accuse nunca hubiese acertado a concebir algo lejanamente parejo a ese ¡Indignaos!, el librito monserga del tal Stéphane Hessel. Diríase que literal traslación de ¿Quién se ha llevado mi queso?, aquella cumbre de la cultura occidental, al territorio de la ciencia política.

Al respecto, e igual a diestra que a siniestra, ya no hay tonto con balcones a la calle que se resista a recitar el mantra de Hessel. Ese efectista ¡indignaos! tras el que mora el preceptivo carrusel de lugares comunes de barra de bar; en su caso, una exhaustiva retahíla de tópicos donde apenas se echa a faltar nuestro castizo "¡con la que está cayendo!". Surtido, en fin, de manidas convenciones retóricas que culmina con cierta concesión inopinada, a saber, la de que "el terrorismo no es eficaz". Repárese, pues, en que el repudio del beatificado Stéphane a pistolas, bombas, metralla y cadáveres mutilados obedece a un móvil de orden técnico. Exclusivamente. Nada que ver con valor ético alguno.

Que semejante mercancía de saldo cause furor únicamente puede obedecer a una frase que luce radiante en solapa del libro. Ésta: "En 1948, formó parte del equipo redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos". Por lo demás, la mayor mentira editorial del siglo. Y es que genuinos redactores de la Declaración fueron Eleanor Roosevelt, de Estados Unidos; René Cassin, el único representante francés; Charles Malik, de Líbano; cierto chino que respondía por Peng Chun Chang; Hernán Santa Cruz, chileno; Alexandre Bogomolov y Alexei Pavlov, el doble sarcasmo que ofreció la Unión Soviética para la ocasión; un lord Dukeston que junto a otro Geoffrey Wilson representaría a Inglaterra; y William Hodgson, australiano por más señas. Punto. Indignaos, sí: os acaban de colar otro Enric Marco, el farsante de los campos de concentración nazis.


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Pues sí que es "graciosa" la presencia en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de un chino y dos soviéticos, tan respetuosos ellos no ya con los derechos, con los humanos en general. Lo que es raro es que no acabara apareciendo el derecho a gulag. Público y gratuito, por supuesto. O el derecho a pagar la bala con la que te ejecuten.

El éxito del tal Hessel en España no es de extrañar, pues vivimos en un país de analfabetos ilustrados: cuanto más estudiamos, menos sabemos. Cualquier analfabeto "clásico" (sin estudios) de hace un siglo era más listo que un universitario de hoy en día. Y es que, parafraseando un famoso anuncio de neumáticos, el conocimiento sin raciocinio no sirve de nada. Eso por no hablar de los efectos que el botellón, la televisión y otras drogas tienen sobre los cerebros.

Zapatero: el verdugo victimista

Editorial de Libertad Digital

Zapatero ocupará un oscuro capítulo dentro de la historia de nuestro país por tres motivos fundamentales: la rendición ante ETA, la desvertebración de España y la depresión económica. Entra dentro de lo previsible, por tanto, que incluso antes de abandonar La Moncloa se dedique con energía a tratar de lavar la imagen de su catastrófica acción de Gobierno, pues a nadie le agrada ser considerado por las generaciones venideras una catástrofe nacional.

Este domingo, el presidente del Gobierno que ha condenado a cinco millones de españoles al desempleo y que ha estado a punto de conducir en más de una ocasión al país a la suspensión de pagos se presentaba como una "víctima" de la crisis. La responsabilidad de la misma, aseguraba Zapatero, no es suya, sino de la derecha: de sus desregulaciones y de su fe religiosa en los mercados.

Un camelo muy útil para la narrativa izquierdista pero que casa muy mal con la realidad. Al cabo, Zapatero lleva gobernando España más de siete años, largo período en el que ha dado tiempo tanto para que se gestara la mayor burbuja inmobiliaria del mundo como para que explotara. Durante todo este ciclo económico, el PSOE ha contado con el casi absoluto poder del BOE, ¿y cuál ha sido su política de izquierdas durante ese tiempo? Primero aprovecharse de la burbuja para incrementar de manera insostenible y disparatada los gastos del Estado (especialmente el de las autonomías) y después recurrir al déficit público para tratar de estimular en vano una economía encallada en la construcción y para intentar no emprender ninguna de las reformas que ésta necesitaba.

Durante estos siete años los españoles hemos recibido una ración diaria de socialismo que nos ha conducido hasta la indigestión. Nadie que no se halle cegado por el fanatismo ideológico puede creerse, como afirma Zapatero, que la crisis haya venido exclusivamente de fuera: no en vano, mientras el PSOE se enorgullecía de estar conduciéndonos hacia el pleno empleo y de superar en renta per cápita a Italia, nuestro país acumulaba unos fortísimos desequilibrios que nos llevaron a edificar, en 2006, alrededor de 800.000 viviendas: más que Alemania, Francia y Reino Unido juntos.

De hecho, si tan externa y derechosa es la crisis, ¿cómo es posible que Estados Unidos o Alemania estén ya recuperándose con vigor mientras nosotros seguimos avanzando hacia el quinto millón de parados? La respuesta es sencilla: nuestra crisis, gestada durante la primera legislatura de Zapatero, tenía impronta indudablemente española, como la tiene también toda la política y legislación antisocial a fuer de izquierdista con la que el PSOE viene frustrando cualquier expectativa de recuperación. Ni austeridad, ni reforma laboral, ni consolidación acelerada del sistema financiero.

El verdugo victimista de Zapatero sólo se ha movido a golpe de Bruselas y de los mercados. Somos los españoles quienes con justicia podríamos quejarnos, y no de una derecha que abandonó el poder a principios de 2004, sino de un socialismo que lo retenido desde entonces y cuyo legado es exactamente el mismo que ha exhibido la izquierda en cualquier época y lugar: pobreza generalizada.

En el error o en la verdad

Fernando García de Cortázar en ABC

Sus vidas se cruzaron una sola vez. Fue en la Viena oscura y desvencijada de los años veinte. La antigua capital de los Habsburgo, carcomida de historia y mercado negro, parecía en suspenso, como si preguntara ante las ruinas de su esplendor imperial, y Victor Serge y Antonio Gramsci hablaron en sus cafés del anhelo de un nuevo orden que recorría Europa y también del giro despótico que, casi de inmediato, había dado la Revolución soviética bajo Lenin.

Hasta aquel encuentro en Austria, los dos habían tenido vidas más o menos paralelas. Nacidos en la última década del siglo XIX, ambos eran soñadores sin salvación posible, crecidos a la utopía con el viento de la Revolución y empujados por este hacia el abismo. Serge, un autodidacta que había vivido a salto de conspiración entre Bélgica, Francia, España y Alemania, un agitador eternamente perseguido que había combatido con los bolcheviques en la guerra civil rusa y cultivado la amistad de Lenin y de Trotski. Gramsci, un periodista activo que había pasado su adolescencia viajando en busca de pan y buenas bibliotecas y que había ingresado en el Partido Comunista empujado por un deber de carácter moral, una pasión de orden ético. Ambos veían en la estrella roja que brillaba sobre el inmenso palacio de los zares una propuesta de civilización, no un terrorífico instrumento para organizar el poder ni una mera resignación ante la promesa de la historia.

Hoy el olvido póstumo reúne a los dos otra vez, y produce cierta tristeza pensar en la indiferencia con que se ha recibido la noticia de la publicación de las Cartas desde la cárcel —obra del segundo— o el silencio con que transcurre el sesenta aniversario de la aparición en París de Memorias de mundos desaparecidos, del primero. Dos libros que cortan el aliento, escritos entre el ocaso y la aurora. Dos de los libros más hermosos, conmovedores y veraces sobre lo que fue la experiencia revolucionaria en la primera mitad del siglo pasado.

Por supuesto, hay una explicación para este olvido, y tiene que ver con sus vidas paralelas. Si ninguno de los dos se ajusta a las ortodoxias de lo literario, tampoco responden a las ortodoxias de nuestro tiempo. Tanto Serge como Gramsci fueron intachables revolucionarios, pero también muy libres en sus posiciones personales. Ambos defendieron la preeminencia y la salvadora función del espíritu, y desde luego los dos despreciaron siempre las fórmulas hechas, los lugares comunes, la esclerosis de las doctrinas. Señas de identidad que no están de moda en nuestro tiempo, que no riman con un mundo que ha perdido la capacidad de pensar más allá de un economismo estrecho, y donde la indiferencia y el cinismo se cubren las espaldas con el fracaso de los grandes proyectos.

Decía Oscar Wilde que el sentimental es quien conoce el valor de todo e ignora el precio de cualquier cosa, y el cínico aquel que solo conoce el precio e ignora el valor de lo que toca. ¿Quién, en este vacío de la historia, en esta pausa gelatinosa en que los principios carecen de precio y solo ofrecen su valor, lee hoy a Gramsci, con excepción de algún estudiante en trance de tesis doctoral? ¿Y quién recuerda a Serge? Ambos son figuras éticas y literarias sobrenaturalmente envejecidas, espectros de un tiempo y de un mundo extinguidos.

Serge fue al comunismo como quien va hacia una fuente de agua fresca y lo abandonó como quien se aleja de un río envenenado. Descendiente directo de quien lanzara la bomba que mató al zar Alejandro II, se atrevió a descubrir dónde se escondían las trampas que convertían el gran sacrificio revolucionario en un siniestro y estúpido burocratismo opresor. Él fue el primero en denominar a la Unión Soviética «Estado totalitario», la víspera de ser detenido en Leningrado; el primero que puso la torturada decisión de contar la verdad por encima de las lealtades políticas y los análisis hemipléjicos donde la moral enmudece; el primero en desvelar el abismo entre la realidad y la propaganda. ¡Hay que tener mucho coraje para cometer un asalto a la propia razón cuando uno sabe que es, al mismo tiempo, su víctima y su verdugo!

Testigo directo del terror estalinista, Serge pudo romper las cadenas psicológicas que le unían a la Unión Soviética y prescindir de los compromisos, los juicios y las instituciones en los que había invertido todo su idealismo. Gramsci, no. Al igual que muchos otros que peregrinaron a la llamada patria del socialismo, el infatigable teórico italiano persistió en albergar esperanzas y se quedó en las filas comunistas hasta el último aliento. Permaneció en ellas, multiplicando los ejercicios de matización en los que, juzgando de modo distinto el mal del mundo y sus responsables, la moral se pudría en una charca inmóvil.

Nada nos puede hacer simpatizar con esa actitud, salvo en un asunto que no es poco importante en nuestro tiempo. Y es que Gramsci, que solo se enteró de las purgas estalinistas en prisión, no obtuvo beneficio alguno en el baile soviético de los mediocres y los asesinos, los mentirosos y los arribistas, los aduladores y los meramente ilusionados. A él lo arrestaron en noviembre de 1926, y en el sistema carcelario donde Mussolini quiso sepultarlo de por vida sólo tuvo aquel espejismo de siempre al que agarrarse, aquella convicción profunda que le ayudaría a sobrevivir más de diez años entre rejas. Hasta el final. Hasta aquella mañana de abril de 1937 en que, ya terminal, fue liberado por sus carceleros para morir.

«Hay algo peor que la cárcel, con ser esta malísima —escribió desde la prisión—, y ese algo es el deshonor por debilidad moral o por villanía».

No conmueve menos el destino infortunado de Victor Serge, que buscó refugio en México después de asistir al derrumbe de la República española y a la inaudita rendición sin lucha de Francia ante los nazis. Allí, despierto o en sueños, le persiguió siempre el presentimiento de una muerte violenta a manos de los agentes de Stalin, y a diferencia de otros exiliados, no encontró asideros sólidos para su vida ni para su escritura.

«Es terriblemente difícil crear en el vacío, sin el menor apoyo, sin el menor entorno; escribir para el simple cajón, con un futuro oscuro por delante y sin excluir la hipótesis de que las tiranías duren más de lo que me resta de vida», anotó Serge en uno de sus diarios. Murió en 1947, de un infarto que sufrió en las calles de Ciudad de México a altas horas de la noche.

Cómo sería estar solo en una ciudad extraña y sentirse morir de un repentino ataque al corazón en el asiento trasero de un taxi. Cómo sería escuchar al fiscal que se encarga de la acusación decir: «Hay que evitar que este cerebro funcione durante veinte años». Serge, Gramsci y otros idealistas del siglo XX… los que tuvieron el valor de apostarlo todo por todos, los que rectificaron cuando era lo más difícil, y los que sin aprovecharse de privilegio alguno sufrieron su propia necesidad de un sueño absoluto que ató su lucidez hasta cegarlos, pero que no interrumpió su exigencia de una actitud moral. ¿Qué pensarían ellos de un tiempo como el nuestro? Y el futuro, ¿qué dirá el futuro de un mundo en el que tanto cuesta encontrar a ortodoxos y herejes, fieles y renegados, sencillamente porque hemos renunciado a pensar políticamente, porque bajo la máscara de la cautela, de la prudencia ante las verdades solemnes, hemos entronizado el cinismo, el oportunismo y la frivolidad?

Míster Bean, en China

Ignacio Camacho en ABC

Todavía nos va a dar grandes tardes de gloria. Cuando anunció su retirada sentí un cierto pellizco de desamparo, temiendo que de la noche a la mañana los columnistas nos fuésemos a quedar sin el mejor sostén de nuestros jornales durante los últimos siete años; empero, el tiempo que le queda de mandato augura momentos esplendorosos, como el de China, agrandados por la inevitable sensación que empieza a dominarle de sentirse suelto de manos. Será un calvario para la nación, desgobernada (más si cabe) en medio de un vacío de poder, pero hay un dicho anglosajón que dice que lo que es malo para el país es bueno para el periodismo, y viceversa. Cada uno a su avío, pues; a la mina de despropósitos que ha sido esta Presidencia le restan aún por explotar vetas más que prometedoras.

El viaje a China ha estado a la altura de sus ocasiones más refulgentes. Hay circunstancias en las que algunos personajes públicos insisten en parecerse a su caricatura, y en el periplo asiático Zapatero ha sido más Míster Bean que nunca. El sainete de la falsa inversión del fondo soberano chino, que ni era inversión, ni era de un fondo soberano, ni tal vez tampoco fuese chino, se le puede achacar a algún funcionario sobreexcitado por el ansia propagandística de vender logros o perdido, lost in translation, en las complejidades de la traducción de un exótico idioma; pero la ramplona metáfora del trasatlántico —¡en el aniversario del «Titanic»!— es propia e intransferible de nuestro singular genio sin lámpara, igual que el conseguido disfraz de reportero de «Caiga quien caiga». Toda la gira ha sido un vodevil de incompetencia, desorientación, imprudencia y nervios, un desquiciado enredo de errores sin la grandeza de la comedia shakespereana. Y el primer actor ha cosechado insuperables registros jocosos. Encadenados uno detrás de otro. Uno: el ya citado patinazo del fondo que iba a comprar las cajas. Dos: el anuncio de que no habrá más ajustes y la automática subida de veinte puntos en la prima de riesgo de la deuda. Tres: la proclama optimista del momento económico el día en que se anunciaban los cinco mil despidos de Telefónica, el ERE de Bimbo y el cierre de PC City. Cuatro...

Sí, ya, no tiene gracia. Es España entera la que hace el ridículo cuando su presidente se muestra tan fiel a sí mismo. Y el símil del transatlántico no carece de rigor cuando se piensa en un capitán que abandona el puente de mando y baja a dirigir la orquesta mientras el barco navega hacia la catástrofe. Pero, qué quieren que les diga, o lo tomamos con humor o nos hundimos en la más negra melancolía. Bailemos hasta que el agua irrumpa en el salón de fiesta. La música es alegre, el ambiente está animado y falta por sonar el vals de las primarias...


El conveniente camelo de la desregulación

Juan Ramón Rallo en Libertad Digital

Bien mirado, puede que las críticas izquierdistas contra esos dos culpables de la depresión actual, la desregulación y la codicia deshumanizada, no sean más que mera fachada.

Es cierto que en el ADN ideológico del socialismo está grabada la aversión a la libertad como principio rector del orden social, pero me temo que las vergüenzas que con tan furibundas críticas a la desregulación y a la codicia se están intentando tapar son otras.

Piénselo un momento. ¿Cuáles son las principales quejas del intervencionismo monetario en estos momentos? La primera y principal, que los bancos están restringiendo el crédito a los Estados, lo cual estaría obligando a éstos a abandonar los planes de estímulo que necesita la economía para recuperarse. La segunda y subsidiaria, que el crédito no está llegando a las empresas ni a los consumidores. Dicho de otro modo, incluso en la situación actual, con ese Himalaya impagable de deuda que pesa sobre nuestras espaldas, la única respuesta a la crisis que los dirigistas alcanzar a dar es... más endeudamiento público y privado.

Otro ejemplo. ¿Contra quién se dirigen las iras de esa misma amalgama de políticos, economistas, librepensadores, periodistas y opinólogos que acríticamente abogan por "más regulación", sin saber exactamente en qué? ¿Contra un Bernanke que mantiene contra viento y marea los tipos de interés al 0% para abaratar el coste de los despilfarros de Obama y tratar de que algún imprudente ciudadano estadounidense pida algún crédito de más? ¿O contra un Trichet que, si bien lentamente, está intentando colocar los tipos a niveles más razonables, para así contener el indómito endeudamiento público europeo y estimular un ritmo más acelerado de amortización de nuestra deuda? Pues, obviamente, contra Trichet, que nos niega el pan y la sal, lo que es tanto como decir que nos niega la deuda.

Uno estaría tentado de plantearse si no hemos aprendido nada de los acontecimientos de la última década. Pero el problema es más profundo: nada hay que aprender. El intervencionismo actual va indisociablemente ligado al inflacionismo: no pueden concebir otra forma distinta de la deuda para que la sociedad produzca más bienes y servicios y el Estado se expanda.

Por eso todo el énfasis se concentra en la desregulación y en la codicia: el problema no fue el qué, sino el cómo. La crisis se desató no por la hipertrofia de una deuda que superaba con mucho el volumen de ahorro real, sino porque esos torrentes de deuda estuvieron mal dirigidos: no sólo no se veían sometidos a la aprobación de planificador central alguno que evaluara su contribución al bien común, sino que, al contrario, se emplearon espuriamente para maximizar la codicia de una camarilla de banqueros privados. En definitiva, no es que necesitemos menos bacanales de deuda artificialmente abaratada, es que necesitamos que esas bacanales sean planificadas y supervisadas por el Estado.

Y es aquí donde me asalta la duda de si estamos ante la ignorancia del ungido o ante la maldad del avergonzado. Pues nadie con dos dedos de frente, nadie con una pizca de formación teórica e histórica, podrá sostener durante más de dos segundos que si el crédito se expande a tasas análogas a las de la década pasada, pero esta vez teledirigido desde la Casa Blanca o desde La Moncloa, no se repetirá, corregido y aumentado, el desastre que hemos padecido. Si los mismos políticos que ni supieron comprender que estábamos experimentado la mayor burbuja inmobiliaria de nuestra historia ni fueron capaces de ver venir la crisis –pero, en cambio, sí ven venir de continuo una recuperación que no llega– son los encargados de valorar los proyectos empresariales y familiares de miles de millones de personas, vamos listos.

No digo que no haya ingenuos distopistas que crean poder saltarse a la torera todas las limitaciones que la naturaleza humana y nuestros órdenes sociales imponen a tamaña planificación central, lo que me extraña más es que economistas profesionales, que a buen seguro son conscientes de ello, se sumen a esta competición de demagogia.

Y es aquí donde va cobrando fuerza la alternativa de que quizá no estén tratando de llegar al fondo de la cuestión, sino simplemente quedándose con un conveniente pretexto de forma. Al fin y al cabo, muchos fosilizados economistas han interiorizado ciertos principios propios del keynesianismo –como que todo gasto, y por tanto todo endeudamiento, es bueno y generador de riqueza–, a los que no pueden renunciar sin poner en solfa todo aquello que saben o creen saber. La inversión que han efectuado en capital humano es demasiado importante como para tirarla por la borda, pese a que en última instancia supone la última de las malas inversiones patrocinadas por todo el clima de endeudamiento abaratado de las recientes décadas.

Ahí está el célebre caso de Krugman, quien en 2001, para salir de la crisis de las puntocom, propuso reducir los tipos de interés a fin de generar una burbuja inmobiliaria. Los habrá que, hipnotizados por el de Princeton, se negarán a creer que realmente dijera lo que dijo. Mas, en todo caso, esos mismos deberían plantearse si su posición actual, ésa que reza que toda contracción (esto es, reducción) del crédito es negativa y que toda explosión resulta saludable, no se asienta sobre las mismas bases intelectuales que las que habrían motivado a cualquier economista defender en 2001 recortes drásticos en los tipos de interés para que el crédito creciera como finalmente creció.

Y si es así, tal vez ha llegado la hora de que revisen esas bases o, más bien, esos prejuicios intelectuales. Puede que sea más cómodo sumarse a la explicación sencilla y peliculera de la desregulación y la codicia, pero desde luego no es lo más honesto ni, sobre todo, lo más beneficioso para nuestra libertad y nuestra prosperidad.

Me avergüenzo

Luis del Pino en Libertad Digital

Editorial del programa Sin Complejos del sábado 16/4/2011

Antonio Troitiño Arranz se incorporó a ETA en 1982, cuando contaba con 25 años de edad.

En octubre de 1983, participa en el asesinato a tiros del empresario Lorenzo Mendizábal.

En junio de 1984, participa en el asesinato del guardia civil Ángel Zapatero Antolín, mediante una bomba lapa colocada en su coche. En ese atentado resultó también herido un niño de 14 años.

En abril de 1986, participa en el atentado contra un Land Rover de la Guardia Civil, en el que fueron asesinados cinco agentes de la Benemérita.

En junio de 1986, participa en el asesinato del teniente coronel Carlos Besteiro, del comandante Ricardo Sáenz de Ynestrillas y del soldado Francisco Casillas Martín.

En julio de 1986, participa en el atentado de la Plaza de la República Dominicana, en el que fueron asesinados 12 guardias civiles y resultaron heridos otros 44. Antonio Troitiño fue el encargado de accionar el control remoto que hizo explotar una furgoneta cargada con 40 kg de Goma2 al paso de dos autobuses de la Guardia Civil.

Detenido en enero de 1987, tenía una condena que, sólo por el atentado de la Plaza de la República Dominicana, ascendía a más de 2.000 años.

Según la Doctrina Parot que el Tribunal Supremo estableció en 2006, Antonio Troitiño tenía que haber salido de la cárcel en el año 2017, después de cumplir 30 años en la cárcel.

Y sin embargo, Antonio Troitiño - después de asesinar a 22 personas y herir al menos a otras 45 - ha quedado en libertad seis años antes de lo previsto, gracias a una nueva doctrina aprobada en el año 2008 por el Tribunal Constitucional.

Los magistrados Guillermo Jiménez Sánchez, Vicente Conde, Eugeni Gay, Elisa Pérez Vera y Pascual Sala decidieron modificar, un mes después de las últimas elecciones generales, los criterios de cálculo de las penas de cárcel, de modo que los presos condenados por varias causas pudieran descontar por separado en cada una de ellas el tiempo pasado en prisión provisional.

Esta doctrina establecida por esos cinco magistrados, que favorece a los delincuentes múltiples, es tan aberrante que dos años después el Parlamento aprobaba una modificación del Código Penal para enmendarle la plana al Tribunal Constitucional.

Pero claro, a los presos se les aplica siempre la legislación más favorable, con lo cual todos los etarras con múltiples condenas se verán beneficiados.

Antonio Troitiño ha visto reducida en seis años su estancia en prisión gracias a esa sentencia del Tribunal Constitucional. Y en los próximos meses, otros varios presos de ETA y del GRAPO saldrán de la cárcel anticipadamente, en aplicación de esa misma doctrina.

No tengo las pruebas documentales. Si las tuviera, iría al juzgado de guardia para interponer una denuncia contra los responsables de que Antonio Troitiño haya quedado en libertad.

Pero hace ya mucho tiempo que no creo en las casualidades. Así que permítanme transmitirles mi convencimiento de que esa decisión del Tribunal Constitucional, tomada un mes después de las elecciones de 2008, no obedece a ninguna casualidad, ni se trata de ninguna metedura de pata, sino que es una decisión consciente, tomada en el marco del proceso de negociación con ETA y a sabiendas del efecto que esa decisión iba a tener sobre el tiempo de estancia en prisión de los etarras.

Permítanme transmitirles mi convencimiento de que detrás de esa aberrante decisión de esos cinco magistrados del Tribunal Constitucional está ese Gobierno socialista que negocia con ETA, que dispone así de una manera de saltarse la doctrina Parot, para poder empezar a poner presos en la calle antes de las elecciones de 2012.

Permítanme expresarles mi convencimiento de que esa decisión ha contado con el aval del actual Partido Popular de Mariano Rajoy, puesto que al menos dos de los magistrados del Constitucional que tomaron esa decisión pertenecían al denominado "sector conservador" del Tribunal.

Acabamos de asistir a una nueva humillación a las víctimas del terrorismo, que ven cómo se les niega la mínima justicia de que los asesinos de sus seres queridos cumplan al menos el máximo de 30 años de reclusión que el antiguo Código Penal contemplaba.

Se avanza, así, un paso más en ese proceso de negociación que va a terminar, sí, con vencedores y vencidos, pero donde los vencidos no van a ser los asesinos, sino sus víctimas.

Me avergüenzo de un Tribunal Constitucional cuyo único papel es retorcer la Ley y pisotear el Estado de Derecho, al dictado de sus amos políticos.

Me avergüenzo de un Gobierno dispuesto a todo con tal de que ETA termine consiguiendo cada uno de sus objetivos, incluida la puesta en libertad de sus asesinos presos.

Me avergüenzo de una Oposición que calla y otorga, permitiendo que el Gobierno humille de nuevo a esas víctimas a las que antes el PP defendía.

Y me avergüenzo, también, de esos miembros de los servicios de información que han contribuido indirectamente - ayudando a ocultar la verdadera realidad del 11-M - a que los asesinos de sus compañeros empiecen a salir a la calle.

Porque ese atentado masivo e indiscriminado del 11-M fue el detonante que sirvió, precisamente, para poner en marcha ese proceso que permite ahora que asesinos como Antonio Troitiño queden en libertad.

Vosotros, los miembros de los servicios de información que sabéis y calláis acerca del 11-M, sois tan culpables de la puesta en libertad de Antonio Troitiño como esos miembros del Tribunal Constitucional que retuercen las leyes para beneficiar a los asesinos de vuestros compañeros; sois tan culpables como ese Gobierno que mueve los hilos de sus guiñoles en el Tribunal Constitucional, al compás de una negociación infame; sois tan culpables como esa Oposición que simula oponerse a la negociación con ETA, al mismo tiempo que trata de desactivar por todos los medios la protesta de su base social contra esa negociación.

Sois igualmente culpables, porque teníais en vuestra mano haber evitado lo que está sucediendo y preferisteis callar.

Los asesinos de vuestros compañeros están hoy de enhorabuena gracias, en parte, a vuestro silencio.