lunes, 14 de marzo de 2011

Sin sentido

Gabriel Albiac en ABC

¿ESTÁ el mundo mal hecho? Es la interrogación que todo cataclismo —Japón, ahora— pone en nuestras cabezas. Aunque sepamos que es falsa. No, falsa no, ni siquiera eso: retórica sólo, no pregunta. Ni bien ni mal. El mundo no está hecho. Es. Tal cual. Y esto es lo grave: que nadie puede quedarse con sólo la parte ordenada de su caos infinito. Aunque quisiéramos. Y tal es la clave última del dolor humano: su matemática carencia de sentido. No existe angustia comparable a eso.

El del mal es el único problema serio. Por más que no siempre sepamos decirlo. O casi nunca. Por más que lo común es que eludamos la dimensión verdadera de su acecho, ante nosotros, criaturas quebradizas, a las cuales dice Pascal que basta un soplo para aniquilar. Vivir es cerrar los ojos a lo que es la vida: «Presentes sucesiones de difuntos», dice el clásico español más hondo. Y hemos de refugiarnos en la ceguera de hacer como que no lo sabemos; o en el consuelo de creer saber que ese sacrificio permanente que es vivir impone un sentido que trasciende: soñar que el mal de ahora abre la senda del bien final que nos salve. Dichosos los que puedan creer eso. Yo no puedo. El desolado canto a la retama (La Ginestra) de Giacomo Leopardi me gana la partida: «En nada la naturaleza / aprecia o cuida / a la semilla del hombre más que a la de la hormiga».

El cataclismo en Japón nos pone ahora ante esa primordial presencia que jugamos empecinadamente a borrar de nuestras vidas: la esencial fragilidad de los humanos, la primacía ontológica —y quizá teológica— de la muerte. Aquello que los griegos sabían desde el día mismo en que inventaron la poesía: «De todas las cosas, la mejor es no haber nacido», en verso austero de Theognis, quien, hacia el siglo VI antes de nuestra era, fundó la lírica en occidente. A Japón toca, esta vez, decir la muerte. Mas, como el más quevediano Borges sabe, nada dice la vida, bajo la apariencia brillante con la cual la recubrimos —y encubrimos—, que no sea el «horrendo dictamen de que todo es del gusano».

Haití, hace nada; las islas del Pacífico un poco antes… A poco que forcemos la memoria —o bien recurramos a las hemerotecas—, el insobornable horror de la naturaleza, que aplasta hombres como ínfimas pulgas, puntea el fluir monótono del tiempo. La verdad es que eso no es más que el ápice de la continua secuencia de desastres a la cual llamamos vida; su momento extremo, el punto crítico en el cual no hay ya modo de callar, ni modo tampoco de decir nada que tenga sentido. Pero el desastre está en el alma de los hombres: raros bichos; que son mortales (no es gran cosa); que lo saben (es lo trágico); que viven simulando no saberlo, haciendo como que no existe esa amenaza; mientras pueden. Y llamamos catástrofe, cataclismo, a ese umbral en el cual se desdibuja el armónico lienzo con el cual, dice Pascal, a diario cubrimos el abismo al cual vamos a lanzarnos.

La ingenuidad ilustre de Voltaire le da el consuelo de buscar un responsable al terremoto de 1755 en Lisboa: Dios. Ni ese consuelo tenemos nosotros: porque aun el Mal, al absoluto mal, pone un sentido, del cual nosotros estamos desnudos. Sólo podemos decir: ha sucedido. De nuevo. Seguirá sucediendo. Sin sentido.

Moderada miseria

Mario Noya en Libertad Digital

En la noche del pasado shabbat, un individuo entró en el hogar de la familia Fogel, en la comunidad judía de Itamar (Samaria), y apuñaló hasta la muerte al padre (Udi, 36 años), a la madre (Ruth, 35) y a tres de los seis hijos: la bebita Hadas (3 meses), Elad (4 años) y Yoav (11 años). Los otros tres –Tamar, de 12; Roi, de 8, y Yisai, de 2– no corrieron la misma suerte porque se encontraban en casa de los abuelos.

Fue un crimen terrorista tan espantoso como puedan imaginar; o recrear, si consideran que deben enfrentarse a estas imágenes terribles que no les meterán los medios por los ojos, pues no hay en ellas niños palestinos a los que llorar.

La Autoridad Palestina no tardó en exhibir su moderada miseria. Con los cadáveres de los Fogel aún calientes, los voceros de la AP dijeron que no había evidencia alguna de que la matanza hubiera sido perpetrada por mano palestina. La identidad de los criminales "sigue siendo desconocida", declaró el ministro de Exteriores, Riad al Malki, no sé si antes pero en todo caso no mucho después de que tanto Hamás, gobernante en Gaza, como las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, grupo terrorista afiliado a Al Fatah, el partido que detenta el poder en la AP, justificaran la "heroica operación" como la "respuesta natural a las matanzas cometidas por la ocupación" en la Franja (que no tiene un centímetro de tierra ocupado) y en Cisjordania, y de que en la ciudad gazatí de Rafah saliera gente a la calle para celebrar el baño de sangre regalando caramelos a sus semejantes.

Malki no se conformó con ser moderadamente infame, así que dio un paso más y se metió de hoz y coz en la charca de la mentira abyecta. "Los palestinos jamás han cometido una matanza así por venganza o por razones nacionales", depuso el moderado, que igual se piensa que ya nadie recuerda la carnicería de Maalot o los asesinatos del libanés Samir Kuntar, ese héroe de la resistencia palestina que acabó con la vida de la pequeña Einat Cohen, de 4 años, reventándole la cabeza contra una roca.

En cualquier caso, añadió Malki –pues en el fondo y en la superficie sabía que ni él con toda su templanza podía negar que el río de la autoría palestina, más que sonar, bramaba–, se trata de un suceso que en nada beneficia a la "resistencia": estos ataques dañan los esfuerzos políticos y diplomáticos de Palestina en la escena internacional, aseguró. Es lo que tienen, Malki y la modulación morigerada: un palestino asesina a cinco miembros de una familia judía y las víctimas acaban siendo Palestina y su circunstancia circunspecta.

Por su parte, Mahmud Abbás, que como todo hombre de paz tiene un nombre de guerra (Abu Mazen), emitió un comunicado en el que incidía en su "rechazo y condena de toda violencia dirigida contra civiles, con independencia de quién esté detrás o de la razón de la misma". Una alimaña humana entra de noche en una casa y asesina a puñaladas a un hombre, una mujer, dos niños y un bebé, y el rais Abbás no se preocupa por ese hombre, esa mujer, esos niños y ese bebé, sino más bien por rematarlos a base de contexto, abstracción y equidistancia de la peor especie (este señor preside un Gobierno y manda sobre unas fuerzas de seguridad, por lo que indefectiblemente ejerce violencia sobre civiles y, en teoría, atiende a razones para justificarla). Y es que está pensando en esa alimaña humana, que es un terrorista palestino, y en el montón de palestinos que la está jaleando. Y en la comunidad internacional, que igual está mirando. Y, no lo adivinaremos en esta flotillera España nuestra, en recoger los frutos que acaso deje el sacudón horrible que ha sufrido el palmeral de Itamar ("isla de los dátiles", en hebreo):

La violencia engendra violencia, y lo que necesitamos es alcanzar rápidamente una solución al conflicto justa y omnicomprensiva.

"Así no se condena el terror, así no se combate el terror", le replicó entonces el premier Netanyahu, que aprovechó para –por enésima vez– exigir a la AP que combata el odio a Israel y a los judíos que satura las escuelas, las mezquitas, las televisiones palestinas. "Ha llegado la hora de acabar con el doble lenguaje", sentenció. Y de buscar, capturar y encerrar a los asesinos, en vez de dedicarles calles.

Está visto que estos malditos judíos no acaban de moderarse.

Saludables tragedias para la economía

Juan Ramón Rallo en Libertad Digital

Me preguntaban ayer en una entrevista de un programa de televisión cuáles creía que serían los efectos del devastador terremoto sobre la economía japonesa y mundial. Mi primera respuesta, tal vez por obvia, pudo resultar decepcionante: "Lo primero que debemos dejar sentado es que el terremoto no es beneficioso para la economía. Crecemos cuando acumulamos riqueza, pero aquí hemos asistido a una masiva destrucción de riqueza. Destrucción es lo contrario a creación de riqueza".

¿Para esto hacen falta los economistas? Qué tontería y qué pérdida de tiempo más grande. Pues tal vez no. Los carroñeros keynesianos siempre están al acecho de cualquier tragedia humana para saciar su incontenible sed de gasto. Ya sucedió con el tsunami del Índico o con el huracán Katrina, cuando sendos lumbreras de la economía, jefes de análisis de la agencia de calificación Fitch y del extinto banco estadounidense Wachovia, declararon que "el tsunami es una oportunidad de crecimiento para Sri Lanka" y que "generalmente es bueno para la economía cuando tienes que reconstruir a gran escala".

Ahora, el disparate se repite. Larry Summers, antiguo rector de Harvard y, lo que es más preocupante, ex secretario del Tesoro de Clinton y ex presidente del Consejo de Asesores de Obama, no ha tardado demasiado en frivolizar acerca de la tragedia del seísmo japonés y declarar que "irónicamente, el terremoto puede dar lugar a incrementos temporales del PIB gracias al proceso de reconstrucción. Tras el terremoto Kobe, Japón incrementó su fortaleza económica".

Lo peor de todo es que, habida cuenta de la pobreza de nuestros indicadores macroeconómicos, Summers podría llegar a tener razón desde un punto de vista meramente estadístico. Dado que el PIB mide la producción anual y no el volumen acumulado de riqueza, podría suceder que mientras que el capital de la nación se desploma, la renta anual aumente a corto plazo. Eso sí, cuesta ver qué hay de beneficioso en que durante un tiempo tengamos que volver a producir aquello que ya teníamos antes y que ha sido destruido por una catástrofe natural. Si nuestro patrimonio es 100 y se desploma súbitamente a 40, podremos reconstruirlo produciendo 60, mas obviamente en nada habremos mejorado con respecto al inicio cuando éste vuelva a ser 100. Estaremos como antes de la catástrofe, pero habremos perdido tiempo y recursos en el proceso de reconstrucción.

Nada, pues, mejorará la fortaleza económica de Japón tras el terremoto. Pero semejante conclusión de puro sentido común se da de patadas con el sinsentido particular del jefe de filas de los keynesianos y con su irracional obsesión de que las economías se paralizan cuando la gente no gasta. Vean, si no, con qué elegancia se expresaba Keynes en su Teoría General: "La construcción de pirámides, los terremotos y hasta las guerras pueden servir para aumentar nuestra riqueza si es que la educación de nuestros gobernantes en los principios de la economía clásica les impiden considerar mejores alternativas". No, no era una exageración, sino una declaración de principios. Con estos mimbres teóricos, ¿qué esperaban que dijeran sus discípulos intelectuales?

Profanación

José García Domínguez en Libertad Digital

Cuentan las crónicas que cuando el estreno de la Electra de Galdós, tragedia elevada a icono del anticlericalismo patrio, Ramiro de Maeztu, por entonces aún anarquista feroz, irrumpió en la platea luciendo un enorme pistolón al cinto para lo que fuere menester. A su vez, y luego de entonar La Marsellesa en la Puerta del Sol, una muchedumbre iconoclasta intentaría asaltar el palacio arzobispal aquella misma noche. Todo ello tras desfilar en pía procesión laica, paseando a hombros a Don Benito el Garbancero como si del mismísimo Antipapa se tratara. Ocurrió el 30 de enero de 1901. Hace más de cien años. Esto es, cuando la Iglesia todavía encarnaba la devoción del Poder. Viceversa, pues, de cuanto hoy acontece, al haber devenido el repudio de la fe tradicional único culto oficial del establishment.

Así los anales, si esos niños de la guardería de Berzosa que andan profanando capillas supieran algo de historia, comprenderían lo muy canónico, oficialista y obediente de su gansada. Y es que, aquí y ahora, en el Occidente laico y secularizado, nada resulta menos epatante y provocador que asaltar templos y hacer público escarnio de la religión. Al revés, pocos gestos como ése revelan más pacata servidumbre, mayor sometimiento servil al orden constituido y la ideología dominante. A fin de cuenteas, ¿dónde está la transgresión? ¿Dónde el heroico ataque al canon? ¿Dónde la airada contestación al sistema? Tan ignaras las pobres, esas beatas de la sacristía progre, las que obraron la suprema hazaña de exhibir tetas y necedad ante el púlpito, acaso nunca lleguen a descubrir que las genuinas meapilas del laicismo resultan ser ellas mismas.

Ellas, paniaguadas cómplices del statu quo, en las antípodas morales de los verdaderos disidentes. Gente como Salman Rushdie, abocado a la muerte en vida por inapelable sentencia de los ayatolás. O Theo van Gogh, ya asesinado. O Hirsi Ali, amenazada. O los autores de las caricaturas de Mahoma. O los contados pocos que aquí se atreven a cargar con el sambenito de racistas, islamófobos y fascistas tras infringir la ley del silencio. Ésa que impone el eufemismo de la cobardía que responde por corrección política a propósito de la barbarie coránica. ¿Heterodoxos los payasos de la Complutense? No me hagan reír.

Delibes, un año después

César Vidal en La Razón

Quién lo diría pero estos días se ha cumplido un año de la muerte de Miguel Delibes. Personalmente, creo que Delibes fue el mejor novelista español de la segunda mitad del s. XX. No me cabe duda de que superó incluso a Camilo José Cela –aunque no consiguiera como el gallego el Premio Nobel– y que, estilísticamente, sólo hubo dos o tres que se le acercaron y ésos ya están prácticamente olvidados. Sin embargo, lo que, con el paso de los años, me ha ido impresionando de manera creciente en Delibes ha sido la forma en que fue cobrando altura humana a medida que se iba desarrollando su quehacer literario. El primer Delibes era un buen autor atrapado por los elevadísimos cielos de Castilla, los campos interminables a orillas del Duero y la pasión por la caza. A mitad de camino entre el costumbrismo y la descripción regional, no pasaba –y ya era mucho– de ser un buen artesano de las letras. Sin embargo, Delibes logró ya a mediados de los años sesenta elevar el vuelo de ese no insignificante punto de partida y remontar su prosa en alas de temas eternos. Recordaba en este mismo espacio hace tan sólo unas semanas la actualidad pasmosa, casi cortante, de «Cinco horas con Mario». Podría decirse lo mismo de «Mi idolatrado hijo Sisí», en el que cuestionaba la versión oficial –de entonces, se entiende– de una guerra que había catapultado a unos hermanos contra otros y en la que se vieron atrapadas millones de familias que pagaron un elevadísimo tributo por los sueños de unos y de otros, pero, a la vez, podía descender a ese mínimo común denominador –amor a los hijos, dificultades conyugales, deseo de prosperar…– que es aplicable a casi todo el género humano. No fue Delibes un iconoclasta –quizá ahí resida parte del secreto de su permanencia– ni, mucho menos, un resentido, pero pocas críticas sociales han conseguido un mayor calado que la contenida en la descripción del agro sureño de «Los santos inocentes». Tampoco dejó nunca de ser un católico conservador y, sin embargo, su última y mejor novela, «El hereje», estuvo dedicada con delicadeza conmovedora al protestantismo que fue abrasado en los autos de fe de la España del s. XVI. Seguramente todo fue posible porque, fueran cuales fueran sus convicciones, se negó a tener esa mirada tuerta, de izquierdas o de derechas, que sólo ve los males de los que juegan en el otro equipo y que ha caracterizado y caracteriza a tantos de sus compatriotas. Contó en cierta ocasión Delibes que una noche, de regreso del trabajo y mientras cruzaba en bicicleta un parque de Valladolid, fue detenido por un guarda que, como argumento de autoridad, le propinó dos bofetadas. Aquella humillante e innecesaria injusticia debió pesar en el ánimo del escritor hasta el punto de relatarla de manera autobiográfica en «Cinco horas con Mario», pero, como tantas reflexiones suyas, estaba exenta de resentimiento, una conducta que, como la venalidad, no anidaba en él. Buena prueba de esto último es cómo rechazó año tras año un importante premio literario porque estaba dado de antemano. Murió hace un año, tras una etapa que atravesó con pesar porque no había podido escribir y su esposa, de cuya pérdida nunca se repuso, se había marchado mucho antes. Descanse en paz.