viernes, 21 de noviembre de 2008

"El Gobierno legitima la maldad", por Walter Williams en Libertad Digital

A los actos perversos se les puede dar un aire de legitimidad moral mediante expresiones socialistas que suenan bien: por ejemplo, "repartir la riqueza", "redistribuir la renta" o "ayudar a los más desfavorecidos". Pero reflexionemos un poco sobre el socialismo.

Imagine que al otro extremo de su calle vive una anciana viuda, que no tiene fuerzas para cortar el césped y tampoco suficiente dinero para contratar a alguien que lo haga por ella. Le voy a hacer una pregunta aunque casi me da miedo su respuesta: ¿apoyaría usted una legislación pública que obligara a uno de sus vecinos a cortar el césped de la dama cada semana? Y en caso de no obedecer las órdenes del Gobierno, ¿sería usted partidario de aplicar algún tipo de sanción como una multa, arresto domiciliario o pena de cárcel? Supongo que el estadounidense medio se opondría a un mandato gubernamental de este tipo porque sería equivalente a la esclavitud: obligar a una persona a servir los intereses de otra.

Sin embargo, ¿se produciría la misma condena si en lugar de obligar al vecino a cortar físicamente el césped de la viuda, el Gobierno le forzara a dar 40 dólares de su sueldo semanal a la viuda para que lo hiciera? Yo no veo una gran diferencia entre ambas órdenes; aun cuando la forma externa de cada mandato sea distinta, su naturaleza sigue siendo la misma: coaccionar a una persona para beneficiar a otra.

Por si queremos seguir rizando el rizo: probablemente, la mayoría de los estadounidenses apoyaría la medida si se extendiera a todos los vecinos la obligación de poner dinero en un fondo común público y una agencia gubernamental enviara a la viuda una cantidad semanal de 40 dólares para contratar a alguien que cortara su césped. Este mecanismo hace invisible a la víctima concreta, pero sigue reduciéndose a que una persona está obligada a servir los fines de otra. Poner el dinero en un fondo común del gobierno legitima actos que de otra manera resultarían moralmente ofensivos.

Por esta razón el socialismo es ruin: utiliza medios ruines (la coacción o el robo de la propiedad ajena) para alcanzar fines positivos, como ayudar al prójimo. No obstante, debemos saber apreciar la diferencia: ayudar al prójimo en momentos de necesidad echando mano de nuestro propio bolsillo es un acto encomiable y loable. Hacer lo propio a través de la coacción y echando mano del bolsillo ajeno no tiene nada de encomiable, sino que es digno de condena.

Algunas personas podrían afirmar que estamos en una democracia donde la mayoría acepta el uso a la fuerza de una persona para favorecer a otra. Pero, ¿el consenso de la mayoría confiere moralidad a un acto que en otras circunstancias se juzgaría inmoral? En otras palabras, si la mayoría de los vecinos de la viuda votara a favor de obligar a un vecino a cortar su césped, ¿sería un acto moral?

No creo que pueda defenderse moralmente la coacción a una persona para cumplir los designios de otra. Pero esa conclusión no es en absoluto tan importante como el hecho de que muchos de mis compatriotas apoyan abiertamente que la gente pueda ser utilizada por el Gobierno. Me gustaría pensar que se debe a que no saben que más de dos tercios del presupuesto federal equivale a abusar de unos estadounidenses para provecho de otros. Por supuesto, se podría considerar justicia compensatoria; por ejemplo, un estadounidense podría decir, "Los granjeros obligan al Congreso a utilizarme para cubrir sus necesidades. Yo voy a hacer lo propio y pedir que el Congreso obligue a alguien a cubrir mis necesidades subvencionando la educación superior de mi hijo".

El meollo de la cuestión es que nos hemos convertido en una nación de ladrones, un escenario que rechazarían de plano nuestros padres fundadores. James Madison se horrorizó cuando el Congreso destinó 15.000 dólares a ayudar a los refugiados franceses. Dijo: "Soy incapaz de encontrar el artículo de la Constitución que conceda al Congreso el derecho a gastar el dinero de su electorado en benevolencia". Por desgracia, los estadounidenses de hoy en día se desharían de Madison tan pronto como pudieran.

"Mecanismo perverso", Editorial de El País

La existencia de tantos calendarios de vacunación diferentes como comunidades y ciudades autónomas tiene España es mucho más grave de lo que parece. En primer lugar por razones de salud, pero también porque su gestación ha puesto de manifiesto una peligrosa deriva en la toma de decisiones sanitarias que no sólo puede tener onerosos e injustificados costes para el erario público, sino para la equidad y sostenibilidad del sistema.

Para la salud, porque los virus y bacterias contra los que se vacuna no conocen de fronteras autonómicas. Y desde el punto de vista de la salud pública, además de inmunizar individualmente, lo que se persigue con la vacunación es hacer retroceder los agentes patógenos, y esto sólo se consigue vacunando de forma homogénea en todo el territorio a la edad que se considere más idónea. Provoca también problemas de equidad, pues unos niños están inmunizados contra algunos patógenos y otros no, además de confusión, especialmente en el caso de las familias que se mueven entre comunidades. Sería deseable por tanto, un calendario común, y no sólo de ámbito español, sino de toda la UE.

Pero el efecto más insidioso es que fomenta unos mecanismos en la toma de decisiones que coloca a las autoridades sanitarias en una situación de gran vulnerabilidad frente a las presiones de determinados intereses económicos, que no siempre coinciden con el interés público. Como ya ocurrió con la vacuna de la meningitis, el "efecto vecino" hace que en cuanto una comunidad decide introducir una vacuna en su calendario, condiciona a todas las demás a hacer lo mismo para evitar acusaciones de pasividad.

El hecho de que una Comunidad tan importante como la de Madrid anunciara, por ejemplo, que vacunaría contra el virus del papiloma, acordara lo que acordara el consejo interterritorial, condicionó el debate de este organismo, en lo que constituye algo más que un síntoma de este mecanismo perverso. Porque una vez que Madrid dice que vacunará a sus niñas, ¿qué consejero se arriesgará a ser acusado de no querer proteger a las suyas?

El efecto vecino está asegurado, cuando en este caso, un número importante de expertos en salud pública han cuestionado la conveniencia de introducir esta vacuna, cuyo coste equivale a todas las demás juntas, hasta que no se tengan más evidencias de que es una medida justificada en términos de salud pública.

"Transgénicos", por Mónica Fernández-Aceytuno en ABC

Volaba en el avión, estaba en las nubes, cuando di un respingo al leer lo que una periodista francesa ha escrito en un libro, en el que concluye que la ingesta de transgénicos podría desencadenar graves enfermedades.
Que yo sepa, que yo haya estudiado, los genes no se transmiten por vía oral. Pero esto, aunque sea verdad, qué importancia tiene.
Pienso en los cultivos transgénicos que crecen junto a mi casa. Maizales que, he de confesar, no me gustan nada, porque son demasiado perfectos. Me gustaban más aquéllos otros maizales raquíticos, despeinados, tristes y pobres a partes iguales. Empero reconozco que desde que se cultiva el maíz transgénico ya no se ven esos sacos que contenían puro veneno, fertilizantes y herbicidas que necesitaba el maíz más pobre para dar algo y que perjudicaba a las nidadas y mataba al animal que lo probaba. Es un maizal más feo el que tenemos ahora, pero más sano. Y no veo que afecte a los jabalíes que tumban sus tallos para comer las mazorcas. Bueno, el domingo apareció un jabalí nadando en el mar, cosa que no es rara; lo extraño fue cuando otros seis se apostaron junto a una sucursal bancaria, pero esto tiene más que ver con las batidas de los cazadores que con los maizales transgénicos.
Francamente, hacen menos daño al campo. Pero vivimos unos tiempos en los que la verdad científica ya no importa. La Tendencia ha llegado a la Ciencia. Y no se tiene en cuenta la observación, el experimento, la prueba. Lo que importa es si se lleva o no se lleva aseverar algo. Y después, vender lo que sea, un libro, una conferencia, un negocio para el futuro.
Tanto saber acumulado para llegar a esto.

"¡Quiero ser un animal!", por César Lumbreras en La Razón

Hoy he decidido huir de la crisis y de la bajada del euribor, para pedir que me traten como a un animal. Por ejemplo, cuando viajo en avión. Llega uno al aeropuerto y comienza el suplicio. De entrada, hay que enseñar no sé cuántas veces la tarjeta de embarque y la documentación. Luego toca desnudarse antes de pasar por el arco que detecta los objetos metálicos: monedas, bolígrafos, teléfonos, llaves y demás artilugios, a la bandeja; el cinturón, fuera de su sitio y los pantalones por el suelo; la bolsa de aseo, sin líquidos; el ordenador, solo en una bandeja y, a veces, hay que abrirlo para que el vigilante compruebe vaya usted a saber qué. A pesar de todo suena el pito. Pueden ser los zapatos con hebilla, los gemelos metálicos o el «chismito» que llevan los pantalones en la cintura. «¿Me tengo que quitar los pantalones?», preguntó. «No, no hace falta», me responden. Uf que alivio, pienso. Después, el avión. Cada día hay menos distancia entre los asientos y nos llevan encajonados. Han suprimido la comida y la bebida gratis. Además, como suelen ir llenos, no hay manera de estirarse un poco o de coger una posición cómoda. Tras aguantar esto durante más de tres horas, llego a Bruselas. Me traslado a la sede del Consejo de la Unión Europea (UE) y compruebo que los ministros de Agricultura siguen debatiendo las medidas propuestas por la Comisión Europea para mejorar el bienestar de los animales durante el transporte. A saber: el interior de los camiones debe ir acolchado para que no se lastimen; el vehículo tiene que disponer de climatizador para regular la temperatura; se fija el espacio vital para cada uno de los animales: se establece una duración máxima del periodo de transporte, las veces que hay que parar y su comida, entre otras medidas. No seré yo quien se oponga a que los cerdos, vacas y ovejas tengan un trato humano, y lo digo sin ironía. A cambio sólo pido que la Comisión y los ministros obliguen a las compañías aéreas a que me den un trato animal.

"El 20-N de Cristina Almeida", Editorial de Libertad Digital

La prudencia y el respeto por la libertad aconsejarían no recordar con los propios actos ciertas imágenes funestas de la historia de la civilización occidental. La quema de libros, por encima del ataque a la propiedad que supone, representa todo un canto al irracionalismo, a la muerte de la cultura y de la ciencia y, sobre todo, una clara amenaza contra los intelectuales y los enemigos del régimen.

En Alemania lo sufrieron hace justo 75 años: el nazismo comenzaba a asentarse como un sistema totalitario eliminando la disidencia ideológica, esto es, todo pensamiento alternativo al oficial que pudiera socavar los cimientos del régimen. Apenas 35 años más tarde, el comunismo maoísta continuó con esta temible tradición dando el pistoletazo de salida a su mal llamada "Revolución Cultural"; en realidad, un proyecto dirigido por Mao para erradicar cualquier signo de la antigua China y reconstruir la cultura del país sobre la base del catecismo de su Libro Rojo (al tiempo que purgaba a los militantes menos entusiastas con el Gran Timonel).

Quemar libros –al igual que quemar la bandera– tiene implicaciones más allá de la destrucción física de unos objetos. Dejando al margen el debate sobre si la Ley debe amparar o no estas acciones, lo cierto es que la piromanía hacia determinados símbolos revela instintos muy profundos de determinadas personas.

Ayer, Cristiana Almeida, militante del Partido Comunista desde 1963 (es decir, poco antes de que sus conmilitones chinos continuaran el legado de los nazis) aseguró con el desparpajo que la suele caracterizar que cada vez que ve libros de César Vidal, Pío Moa y de otros historiadores (contrarios a su sesgada versión de la historia de España) en el Corte Ingles le entran ganas de quemar el stand.

No son, desde luego, las declaraciones más afortunadas para una supuestamente "progresista" abogada; pero, eso sí, reflejan a la perfección lo que determinados sectores de la izquierda harían con la derecha (y con la disidencia en general) si pudieran abrir una pequeña brecha en el Estado de Derecho español que les concediera mayor discrecionalidad en sus actuaciones (algo que, sin duda alguna, vienen intentando desde hace años con abnegado esfuerzo, aliándose con todos aquellos que pretendan cargarse la Constitución por los motivos más variopintos).

Tampoco parece el momento más adecuado para verter este tipo de comentarios. No ya por la efeméride de los 75 años de la quema de libros en Alemania, sino por la reciente expropiación en Cataluña de las licencias de La Cope y a Punto Radio por parte del CAC, lo que no deja de ser una forma de eliminar las voces díscolas y "quemar" las frecuencias de radio. Cuando la ofensiva nacional-socialista aun está caliente en ciertas regiones de España, no conviene remover las miserias propias y vanagloriarse del imparable avance hacia la autocracia.

Eso sí, habrá que concederle a Almeida que difícilmente habría hallado un foro más propicio para sus exabruptos: un acto en el Círculo de Bellas Artes que celebraba el funeral de la Causa General de Garzón. Pocos lugares, y pocos auditorios, serían más adecuados para echarse unas risas sobre la quema de libros, especialmente mientras rendían pleitesía a uno de los autos judiciales más sectarios, politizados y esperpénticos de la historia de España.

La exaltación del irracionalismo pirómano por parte de Almeida se ha visto perfectamente complementado con su propuesta de convertir ese auto de Garzón en anexo de la Constitución española; a saber, transformar a Garzón en el Dzerzhinski español, a sus fobias en fundamentos jurídicos y a sus mentiras en la doctrina de una ciudadanía sumisa al poder.

Desde luego, como dice el presidente del Gobierno, todavía hay una minoría en España que no ha olvidado a Franco, pero más bien parecen encontrarse en su propia casa.