sábado, 14 de marzo de 2009

La Tertulia con Los Catedráticos - 13/03/09

Con lo fácil que es salir de la crisis, oiga

Pablo Molina en Libertad Digital

El apasionamiento en torno a Franco

Pío Moa en Libertad Digital

Socialismo flotante

Benigno Pendás en ABC

Autónomos protestones

Juan Manuel de Prada en ABC

Zapatero, el galgo de Darwin

Ignacio Ruiz Quintano en ABC

No son conscientes

Manuel Martín Ferrand en ABC

En Jaguar a por Rajoy

Edurne Uriarte en ABC

Jesús Neira

Laura Campmany en ABC

Eso, las flores

Alfonso Ussía en La Razón

Adiós, USA

José María Marco en La Razón

Julio Alonso, un periodista

Mariano Alonso en Libertad Digital

Chávez contra los sindicatos

Robert Bottome y Norka Parra en Libertad Digital

Torquemada en Nueva Zelanda

Antonio José Chichetru en Libertad Digital

No tengo el placer (o la desgracia, nunca se sabe) de conocer a ningún adolescente de Nueva Zelanda. Sin embargo, algo me dice que a pesar de situarse en las antípodas geográficas de España en ciertas cosas deben de ser muy parecidos a los de la vieja piel de toro. Al fin y al cabo, los jóvenes de todo el mundo que todavía no han llegado a la mayoría de edad comparten una amplia gama de aficiones y gustos. Y entre todos ellos están, que duda cabe, consumir productos de entretenimiento destinados a adultos.

La mayor parte de los adolescentes de todo el mundo comparten varias pasiones: las escenas ficticias de violencia (sobre todo los chicos); la imagen de señoritas o mozalbetes, depende del sexo y los gustos de cada uno, de buen ver con la mayor superficie posible de piel a la vista; las conversaciones subidas de tono... En definitiva, todo lo que se suele clasificar como apto sólo para mayores de edad. Y la cuestión de estas clasificaciones, a pesar de que estemos acostumbrados a ellas, resulta más peliaguda de lo que podría pensarse en un principio.

No hay nada que objetar cuando se limitan a recomendaciones, sobre todo si surgen de la iniciativa privada, o se trata de autolimitaciones impuestas por el propio sector en cuestión (el cinematográfico, el de los videojuegos, etc.). Otra cosa muy diferente es cuando el Estado se mete por medio e impone prohibiciones. En estos casos se trata de una intromisión directa en el ámbito del hogar. Son los padres, y no un funcionario, los que deben considerar si unos contenidos audiovisuales, fotográficos, electrónicos o de cualquier otro tipo son los adecuados para sus hijos.

Tan sólo por eso resulta demencial la pretensión del censor jefe del Gobierno neocelandés (de hecho, resulta demencial el hecho de que en un país democrático exista ese cargo) de meter en la cárcel a los padres de menores que se entretengan con videojuegos para adultos. Lo que pretende este señor es que aquellos progenitores que no eduquen, o no puedan hacerlo, a sus hijos como los políticos creen que deben hacerlo terminen con sus huesos en prisión. Pero hay más. Bill Hasting, que es como se llama este moderno Torquemada austral, justifica su pretensión con la excusa de que la cárcel es una buena manera de obligar a los padres a aprender lo suficiente sobre tecnología para poder controlar a sus retoños.

Tal vez debería preocuparse menos por la moral ajena y más por desarrollar su propia inteligencia y sentido común. ¿Se le ocurriría a Hasting meter en la cárcel a un padre analfabeto por el hecho de que un hijo suyo que sí ha estudiado lea una novela erótica? ¿Y encarcelar a una madre que no sabe bloquear el DVD para que no reproduzca contenidos pornográficos o violentos, suponiendo que el aparato lo permita? O, incluso, ¿condenaría a un ciego por no saber cómo impedir que su hijo mire fotos de chicas desnudas? Porque la argumentación en la que basa su propuesta, aunque la aplique sólo a los videojuegos, justificaría todas esas tropelías.

Que quiebren las cajas

Emilio J. González en Libertad Digital

Un entusiasmo muy pasajero

José T. Raga en Libertad Digital

Apuntes sobre el politiqués

Amando de Miguel en Libertad Digital

Aún hay clases

Maite Nolla en Libertad Digital

Alfredo Kid Rubalcaba

GEES, Grupo de Estudios Estratégicos, en Libertad Digital

El principio del fin de ZP

José María Marco en Libertad Digital

Una estrella llamada Bermúdez

Emilio Campmany en Libertad Digital

Yo también quiero reflexionar

Pablo Molina en Libertad Digital

El responsable de cultura del Neopepé está muy preocupado por la catástrofe de la cinematografía española y se pregunta retóricamente qué está pasando con nuestro cine para que, a pesar de su evidente calidad (sic, cágate lorito), cada vez menos espectadores se atrevan a pagar una entrada. En efecto, prácticamente ni Dios va a ver una película española, entre otras cosas porque el Altísimo tiene otras muchas ocupaciones y además le gustan las películas de Schwarzenegger, hechas para atraer a la audiencia como Él manda. Esto demuestra que el razonamiento de Lasalle es un ejemplo claro de falacia pues llega a una conclusión cierta (cada vez menos espectadores van a ver cine español) a través de un argumento erróneo (el cine español es un producto de calidad). A menos que Lasalle suponga que los españoles padecen un brote agudo de cretinismo, que les lleva a consumir productos infumables pudiendo elegir otros excelentes por el mismo precio, habrá que concluir que si la gente va cada vez menos a ver películas españolas es porque son... ¿cómo decirlo sin ofender demasiado? ¿Una puñetera castaña, Lasalle?

El cine español, como cualquier otra actividad subvencionada fuertemente por los poderes públicos, no responde a los gustos de los consumidores a los que supuestamente va destinado, sino a las exigencias estéticas e ideológicas de quien ocupa el poder y tiene el mando del grifo de la subvención pública. Es normal, por tanto, que la inmensa mayoría de las películas que se hacen en España sean un ejercicio de onanismo sectario técnicamente mediocre, estéticamente lamentable e ideológicamente insultante, cuyo único objetivo es contribuir a la promoción de la agenda ideológica de la izquierda zapateril.

Los zejateros han conseguido la dudosa hazaña de hacer que la recaudación de las películas españolas sea inferior a la cuantía de las subvenciones directas que reciben del Estado, que no son sólo los famosos 88 millones de euros del fondo para la cinematografía, sino alrededor de doscientos cincuenta millonazos, una vez sumado el impuesto revolucionario que se exige a las televisiones españolas a través del famoso cinco por ciento de los beneficios que obligatoriamente deben destinar a la promoción del cine español. Para que se entienda bien la magnitud del expolio, es como si Zapatero subvencionara cada coche que sale de la factoría de SEAT con un importe superior al precio que el cliente paga por él cuando lo adquiere. Un despropósito de tintes delictivos y un insulto a la inteligencia, que sin embargo los políticos de todos los partidos dan por bueno siempre que en lugar de un utilitario con cambio automático se trate de una película que ataque virulentamente las creencias de más de la mitad de los resignados contribuyentes.

No deja claro el gran Lasalle cuál es la solución que propone el Neopepé para arreglar "el problema" del cine español, pero a tenor de la trayectoria reciente del partido, suponemos que consistirá en darle aún más dinero a la casta de mediocres subvencionados que viven del cuento cinematográfico, con la única condición de que en vez de tocarse la ceja durante la campaña electoral de 2012 se pongan una barba postiza en honor de Rajoy y aparquen momentáneamente el famoso cordón sanitario.

En cambio, la mayor parte de los votantes del PP seguramente preferirían que el responsable de cultura del partido hiciera gala de una mayor contundencia en sentido contrario. Con que tratara a los cineastas españoles como hizo con su compañera María San Gil sería suficiente.

La necedad subvencionada

Editorial de Libertad Digital