martes, 14 de junio de 2011

Un etarra condenado, el 'portero' de Bildu para cribar a la prensa

En Libertad Digital:

Este martes El Mundo publica una foto muy clarificadora de lo que es Bildu. Ocurrió en Lizarza, localidad en la que hasta ahora gobernó la popular Regina Otaola, y que ahora será feudo de los proetarras. Y como han hecho siempre, los batasunos, ahora en Bildu, no dudaron en utilizar la coacción y la amenaza.

De hecho, el "autorizado" de Bildu para impedir la entrada de los medios al salón de Plenos de Lizarza era Aimar Altuna Ijurko, Txiki, etarra condenado a cinco años y que ha cumplido la pena en distintas cárceles francesas, que fue puesto en libertad hace apenas cinco meses.

Apostado en la puerta, junto a algunos compañeros más, impedía el paso a determinados medios de comunicación. Con la diplomacia que caracteriza a los batasunos llegó a decir a algún periodista: "Como sigas con la cámara, ya sabes lo que va a pasar".

Elorrio en toda España

Cristina Losada en Libertad Digital

Era difícil sustraerse a la observación de semejanzas entre aquellas escenas. En el municipio de Elorrio, un concejal del PP votaba para entregar la alcaldía al PNV rodeado de una falange proetarra que vociferaba puño en alto. En otros ayuntamientos españoles, las huestes indignadas perseguían a los ediles y saboteaban los plenos con griterío y cacerolas. En todas partes arreciaban los insultos a los representantes elegidos. La escena en el Norte no era una novedad. Se ha venido repitiendo a lo largo de las décadas. La coacción, el boicot y la algarada han sido instrumentos habituales del trabajo político municipal del terror. Y no sólo. Allí donde el fanatismo nacionalista cría alevines se ha recurrido a esa forma de violencia.

El rasgo nuevo que ofreció el 11 de junio consiste en una extensión sin precedentes de las acciones intimidatorias. Iban "contra los políticos" sin aparente distinción de credos, pero los procedimientos y las formas distinguen perfectamente al que los emplea. Y cuando se eligen conductas que son marca de fábrica de quienes no toleran la diferencia, se acaba en compañía, parentesco y afinidad con los que llevan el sello totalitario en la frente. Aunque se puede apuntar más abajo, que es donde nace la ancestral afición al linchamiento. Porque violencia es todo lo que hicieron el día de constitución de los ayuntamientos los que presumen de constituir un "movimiento pacífico". ¡A qué le llamarán pacífico! No lo sé ni, a decir verdad, me importa. Que lo averigüen quienes persisten en concederles rango de interlocutores políticos.

El fenómeno digno de estudio es la amplitud de la tolerancia con los intolerantes que se manifiesta una y otra vez en España. La disposición que existe para justificar a los que se hacen valer por la fuerza, sea ésta brutal o llevadera. Esos salvoconductos morales que se emiten en la opinión, tan frecuente, de que "sus razones tienen". Una insólita comprensión hacia quienes violan simples normas de convivencia o complejas leyes, que benefician a todos, tanto a los de arriba como a los de abajo y tanto a los políticos como a los antipolíticos. Una permisividad vinculada a la desorientación, que se traduce en la renuncia a juzgar qué es aceptable y ético y qué no lo es. Que reduce los valores y los estándares a expresión de la voluntad personal. Y antes que pronunciarse, prefiere encogerse de hombros y musitar un "que cada cual haga lo que quiera".

El ayuntamiento sin indignados

Fray Josepho en Libertad Digital

Decenas de indignados, tal vez cientos,
estaban, golpeando cacerolas,
en múltiples ciudades españolas,
por la constitución de ayuntamientos.

No son muy agresivos ni violentos...
si se les deja armar sus bataholas
y hacer lo que les salga de las bolas
con sus enardecidos aspavientos.

Los hubo en todos lados, como digo:
en Málaga, en Madrid, en Elche, en Vigo,
en Zaragoza, en Cáceres y en Palma.

Los hubo en Salamanca, en Badalona,
en Lérida, en Vitoria y en Pamplona.
Solo en San Sebastián reinó la calma.

El verdadero "secuestro" del Constitucional

Guillermo Dupuy en Libertad Digital

Ya me gustaría a mí que el vicepresidente del Tribunal Constitucional Eugeni Gay o la magistrada Elisa Pérez Vera hubieran presentado su dimisión movidos por una especie de vergüenza o de arrepentimiento sobrevenidos por la bochornosa sentencia que ha neutralizado la Ley de Partidos y abierto de par en par la puerta de las instituciones a los proetarras de Bildu. Pero que nadie se llame a engaño: Por mucho que en el PP hayan relacionado ambas cuestiones, ni Gay ni Pérez Vera han tenido esa vergüenza ni la conocen todavía. Sus ceses ya veremos en qué quedan y, desde luego, nada tendrían que ver con aquella dimisión que un abatido Manuel García Pelayo presentó poco después de dar, con su voto de calidad, una vergonzosa cobertura constitucional al latrocinio de Rumasa.

Las dimisiones que han presentado Gay y Pérez Vera –a la que hay que sumar la del magistrado Javier Delgado, que votó en contra de esa infame sentencia a favor de Bildu– nada tienen de elogiables. En el mejor de los casos, se trata tan sólo de buscarse un apacible, aunque no en todos los casos, bien ganado retiro. En el peor, una forma de presionar a los partidos políticos para llevar a cabo una renovación que, ciertamente, el Alto Tribunal tiene pendiente y que algunos no quieren esperar a que se lleva a cabo para después de las elecciones generales.

Ahora bien, por mucho que estos tres magistrados tenían que haber sido renovados por el Congreso antes del pasado 6 de noviembre, su continuidad era y es perfectamente legal. Y, desde luego, que no nos venga Eugeni Gay hablando de su sensación de "formar parte de un tribunal secuestrado" por el hecho de que los partidos políticos no lleguen a un acuerdo en su renovación. El auténtico "secuestro" de dicho tribunal, como el del del CGPJ, lo constituye la designación de sus miembros por parte del poder legislativo. Es esa designación política de sus miembros la auténtica correa que los mantiene atados al poder legislativo y que convierte en una farsa la separación de poderes en los que tendría que basarse nuestro Estado de Derecho.

Tal y como advirtió el propio Tribunal Constitucional en aquella bochornosa e histórica sentencia 108/1986 que dio cobertura a la designación política de los miembros del CGPJ, corremos el "riesgo de que las Cámaras atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyan los puestos a cubrir entre los distintos partidos en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos". Ese riesgo se ha convertido en constatable realidad gracias a esa hipócrita sentencia. Tan hipócrita como nos resulta ver a uno de los beneficiarios de la falta de separación de poderes, como es el magistrado a propuesta del PSOE, Eugenio Gay, hablar ahora del "secuestro" del Constitucional. Enterraron a Montesquieu como dan vida ahora a los proetarras. Y, que nadie se engañe, no se arrepienten ni de lo uno ni de lo otro.

Obituario del Tribunal Constitucional

José García Domínguez en Libertad Digital

Poco cabe esperar de un Tribunal Constitucional cuya formación misma viola de modo flagrante el espíritu de la Carta Magna que debiera estar llamado a defender. Al cabo, si los magistrados que lo integran conservasen un mínimo, elemental sentido del pudor, presentarían su dimisión irrevocable en bloque; todos, no solo esos tres interinos con prórroga de contrato que acaban de anunciar la suya. Por lo demás, rindámonos a la evidencia: las mayorías cualificadas de Congreso y Senado que requería su nombramiento, al final, no han resultado dique suficiente para contener la insaciable bulimia de poder de la partitocracia reinante.

De ahí el truco de las cuotas, obsceno cambalache de pícaros ingeniado al objeto de doblegar el espíritu de independencia con que había nacido la institución. Tal que así, y como buenos hermanitos, PSOE y PP maquinaron apoyar cada uno a los candidatos del contrario tapándose mutuamente la nariz. Se imponía prostituir su naturaleza, sometiéndola al vasallaje del poder político. A imagen y semejanza, huelga decir, de lo que ya antes se hiciera con la Justicia, la memorable contribución de Michavila –y de Aznar López– al obituario de Montesquieu. Por algo, tan súbita, la decadencia del Tribunal: el que acaso fuera el organismo más prestigioso de nuestra democracia, transmutado en ese permanente espectáculo de contorsionismo genuflexo donde el ínclito Pascual Sala labura de jefe de pista.

Pues, aunque al lector joven le cueste creerlo, el TC supuso un ejemplo admirable de eficacia, rigor y seriedad cuando la Transición. Al punto de que únicamente la calidad de su jurisprudencia habría de hacer viable una chapuza formal como la Constitución del 78. Tiempos, los del denostado consenso, en los que, por cierto, nunca se sabía a priori el voto que emitirían los magistrados ante cuestión alguna. Y es que por aquel lejano entonces la competencia jurídica –y el temple moral– aún primaban sobre la obediencia, suprema virtud perruna siempre tan cara a Génova y Ferraz. En fin, que han avisado de sus respectivas renuncias, leo, dos "progresistas" y un "conservador". Traducido al sermo vulgaris: se marcha un propio de Artur Mas; otra que facturaba como paje en la corte de Alfredo; y un tercero, abnegado pasante de Rajoy. Hay que ver cómo está el servicio.

Del dolor al desprecio

Hermann Tertsch en ABC

Somos muchos españoles a los que la suerte personal de los seis tristemente célebres magistrados del Tribunal Constitucional nos importa poco. Hace un par de días hubo un debate en «twitter» sobre las formas en que tantos querrían manifestarles su desprecio. Al final creo que todo quedará en el oprobio de ser recordados como quienes tomaron una decisión que condena a millones de españoles inocentes al dolor y al miedo. Y que lo hicieron para defender los intereses políticos, casi personales, de quien por méritos propios será recordado como el gobernante más nefasto que ha tenido España desde Fernando VII. Y que éste nos perdone. Todos ellos, incluido nuestro Alicia/Atila, llevarán muchos años en la jubilación, Dios les guarde larga vida, y seguirán siendo recordados como quienes abrieron las compuertas para que la marea tóxica parda inundara de nuevo una región española. Para que a través de las instituciones, la peste totalitaria se hiciera con el poder de control, intimidación y ruina de millones de españoles. Todos los ciudadanos de nuestra democracia, a los que nuestro Estado tiene la obligación de defender en sus derechos constitucionales, tienen plena legitimidad y razón para acusar a los arriba citados, con Rodríguez Zapatero y Pascual Sala a la cabeza, de haber arruinado en gran medida sus vidas. Con imposible arreglo para los inmensos daños efectivos que ya se dan y avecinan. En gran parte irreversibles. Ya no hablamos aquí de decisiones políticas más o menos controvertidas. Estas decisiones, tomadas por los citados y amparadas por sus cómplices en esta operación larga en el tiempo, han dejado inermes ante la brutalidad política y la voluntad de opresión del nacionalsocialismo vasco a todos los que no comulgan con su aberrante doctrina. Con manos libres para la «normalización», ese eufemismo con el que se menta al implacable rodillo de imposición de voluntades nazi-comunista, ETA puede dar tranquilamente por concluida su primera fase de la guerra revolucionaria para entrar en la segunda, ya con territorios conquistados y bajo su pleno control. Atrás queda la peligrosa campaña de guerrillas. Cincuenta años de sangre, de crímenes y también de sacrificios, de cárcel y de bajas, quedan atrás. Hoy sabemos que, aunque muchas veces pareció absurda y desesperada, ha sido un éxito rotundo. La legitimidad la han recibido del supuesto enemigo, del Estado, tomado por gentes comprensivas con la causa. Sorprendentemente para todos, hay que decir. Porque nunca nadie en ETA, —ni en los mayores delirios de los focos revolucionarios en los años sesenta y setenta— pudo imaginar que el éxito sería tan incontestable, tan rotundo y tan rápido. Y menos cuando en el año 2004 estaban contra las cuerdas y casi todos querían dejarlo. Y los militantes pedían protección, clemencia y soluciones individuales para concluir sus vidas en paz fuera de la pesadilla que habían creado. Ahora todos han vuelto a la causa. Y muchos se suman a los triunfadores. Con entusiasmo. Ahora la revolución se hará desde los despachos, con papel timbrado. Los enemigos serán los mismos, todos los que no se plieguen a la voluntad «normalizadora». Pero el brazo ejecutor llegará ahora ya hasta al último ciudadano, al último hogar. Nadie podrá esconderse durante mucho tiempo. Y a todos se les podrá hacer la vida lo suficientemente difícil para que tarde o temprano se rindan. Y acaben aplaudiendo a la tiranía, defendiendo la causa en la que jamás creyeron y pidiendo a la familia que por prudencia haga otro tanto. O se verá buscando algo de libertad y seguridad lejos de su casa, de su hogar, de su patria. Recordarán la traición. Su desprecio seguirá vivo. Y el mío.

Justicia patética

Tomás Cuesta en ABC

Que el Tribunal Constitucional se descomponga ahora, precisamente ahora, cuando se ha demostrado que la solemne institución es la suprema instancia de las componendas, podría interpretarse, en el mejor de los supuestos, como un nítido ejemplo de justicia poética. Podría, en condicional, porque ya no se puede. Después de que el monstruo que pusieron en suerte se cobrara en las urnas el salario del miedo nos encontramos ante un nuevo caso de justicia patética. Sea por un súbito arrepentimiento ante la irrupción de Bildu, sea para apañar una nueva mayoría o sea porque aún queda el trágala de Sortu para las elecciones autonómicas, la renuncia de tres magistrados del Constitucional es la última, que no definitiva, evidencia de la disciplina política del poder judicial. Y la penúltima prueba de un descrédito que arranca con el embotellamiento estatutario, quilombo socialista que ha quedado en imposición sutil y versallesca ante las escandalosas dimensiones del enjuague bildunero.

Señalados por los más que previsibles brotes de cólera proetarra, la mayoría de los magistrados del TC son la carne de cañón del ministro de Interior, el comando de operaciones especiales del Gobierno, un grupo de hombres sin piedad ni atributos que cumplen órdenes. De ahí la estupefacción de Pascual Sala, el presidente del Tribunal, ante las críticas jurídicas a la sentencia de Bildu. Como si los hubiera puesto el ayuntamiento para hacer cumplir la ley en lugar de para interpretarla a conveniencia y capricho de sus patrocinadores. En ese contexto, hasta los votos particulares acaban por convertirse en parte del truco, una coartada de pluralidad y sana discrepancia, por mucho que también constituyan actas notariales de la ignominia.

Tal vez la cuesta abajo se aceleró antes de que De la Vega abroncara en público a la entonces presidenta del Constitucional María Antonia Casas, pero la plasticidad del instante (durante el desfile del 12 de Octubre) aportaba sobrados indicios sobre las relaciones de poder y un punto de partida para el análisis forense de la segunda muerte de Montesquieu. El fallo sobre Bildu confirmó el desmoronamiento de la independencia judicial, con lo que tal lunes como ayer nos fue dado ver otro acontecimiento jurídico inédito, el segundo eclipse judicial en 24 horas; que prosperara en el Supremo el recurso contra cinco magistrados, cinco, de Baltasar Garzón en relación a su ajuste de cuentas con el mismísimo Franco.

Sostener a estas alturas que la justicia es igual para todos no es una broma de mal gusto. Ni siquiera es una broma. La estructura institucional podría colapsar con tan sólo un soplido mientras Rubalcaba protege a los indignados e insiste en que la policía está para evitar problemas, pero en el sentido de ni olerlos. Con los restos de ese naufragio se construyen los campamentos al sol, el último hervor de unas asambleas a la que el Gobierno presta más atención que a una reunión de magistrados nombrados, naturalmente, a dedo.

Vuelve el nazismo

Martín Prieto en La Razón

Joseph Goebbels recogía en sus diarios las quejas y lamentos de « gauletiers» (gobernadores) y alcaldes ante la sistemática destrucción de sus ciudades por metro cuadrado. El general de la US Air Force, Curtis Le May, por mal nombre «pantalones de acero», responsable del bombardeo estratégico de Alemania, estaba convencido de ganar la guerra doblegando la moral cívica germana, en la tesis de que «a los que hicieron la Fortaleza Europea se les olvidó ponerle techo». Goebbels anotaba despreciativo: «¿Es que estos que ahora se espantan olvidan que nos votaron?». Hitler llegó al poder en elecciones universales, secretas y directas; luego quemaron el Reichstag y enterraron las urnas. Para Bildu las elecciones son un escalón para acceder a una independencia en régimen de socialismo real. Bildu es nazi, racista, xenófoba, expansionista sobre lo que entienden como Euskalerría y ultranacionalista. Queremos meter en la cárcel a un librero nostálgico por vender «Mein Kampf» y Zapatero, el Gobierno, el Constitucional y el PNV meten a Bildu en 120 municipios vascos en los que han entrado amenazantes con sus S.A. (ETA) con la mano en la culata. Los análisis del presidente que se va pero se queda son un arcano, pero se ha dado el paso para que ETA acabe en el Gobierno vasco. No en balde el lauburu es una esvástica. Algún día habrá noches de los cuchillos largos y la sangre que correrá será del PNV, por tibios. Les arrebatarán los escaños y las diputaciones forales, los tinglados financieros y el clientelismo, porque quien quiera trabajar habrá de ser genuflexo ante Bildu. Ahora no lo vemos, pero el primer problema de España no es el desempleo, sino la llegada tronante del nacional-socialismo al País Vasco.

¿Para quién se legisla?

José Luis Requero en La Razón

Hace ya tiempo que nuestra legislación puso coto al paternalismo en la forma de entender las relaciones entre médico y paciente. Hoy día esa relación se ha reequilibrado y se basa en la autonomía y libertad del paciente, en su madurez, de ahí la importancia de la información médica y del consentimiento informado. Aún así hay muchos y variados matices y ese consentimiento informado presenta no pocos problemas prácticos, pero no es el momento de abordarlos.

Como ningún derecho es absoluto, esa autonomía tiene sus excepciones y sus límites, entre ellos el impuesto por la pericia, por la responsabilidad profesional y moral del médico. Un paciente no puede exigir un tratamiento contraindicado ni contrario a la ética profesional. En esos casos el médico no es que pueda, es que está obligado a no atender esas decisiones; del mismo modo tampoco puede atender las determinaciones del paciente si duda de que la ha adoptado con plena conciencia de lo que hace o cuando su decisión se basa en una información errónea.
En estas estábamos cuando el Gobierno remite al Congreso el proyecto de Ley de de Derechos del Paciente ante el Proceso Final de la Vida, es decir, en caso de situación terminal y de agonía. Si el derecho del paciente a ejercer su autonomía tiene hoy día una regulación satisfactoria, ¿qué añadirá a lo que ya es ley?: pues una nueva manera de entender la relación entre el médico y el enfermo. No añade nada que su objetivo sea garantizar el respeto a la libre voluntad del paciente en el proceso final de su vida, lo novedoso es que incorpore un adjetivo: ese respeto debe ser «pleno» y es obligación del médico que sea así. A cambio el proyecto le exime de toda responsabilidad.

La consecuencia es que el proyecto, machaconamente, recuerda una y otra vez que su objetivo es, ante todo, satisfacer deseos erigidos en derechos absolutos e ilimitados, es más, crea nuevos derechos, como el derecho a la sedación terminal. Desaparece la posibilidad de que el médico se oponga a ejecutar esos deseos porque sean contrarios a la lex artis –es decir, la pericia médica– o a la deontología profesional, aunque el paciente ignore que hay alternativas o que su decisión es precipitada. Las prevenciones surgen para lo contrario: si el médico propone una intervención es cuando ya se invoca la lex artis, cuando se le limita; además su criterio deberá ser contrastado con otros facultativos si es que propone un esfuerzo terapéutico.

A estos efectos es clave que el proyecto reforme expresamente la ley de 2002, norma que regula satisfactoriamente la autonomía del paciente como derecho y se reforma para suprimir ya con carácter general el límite de la lex artis en el llamado «testamento vital». A partir de ahora, para todo tipo de intervención, el legislador le dice al médico que debe estar a la voluntad del paciente: del paternalismo médico pasamos a la tiranía del paciente. El médico se erige en una amenaza latente a la libertad del paciente; ni apelando a sus convicciones morales puede oponerse a ejecutar sus decisiones, aunque sean erradas. El único límite a esa voluntad soberana del paciente vendría de la sospecha de que está viciada, de que es un incapaz de hecho, pero en ese caso se sustituye la voluntad del enfermo por la de su representante.

El proyecto responde a la misma mentalidad que anima a la ley del aborto: ya sea la voluntad de acabar con la vida del no nacido como con la propia, es un derecho que no puede impedirse. Estamos ante otro monumento al individualismo feroz, pero maticemos: me pregunto si no beneficiará también al médico que no ha dejado de ejercer un paternalismo sutil, que desliza consejos a enfermos o familiares angustiados o interpreta sus deseos. A partir de ahora la ley le exculpará, luego será una norma legalizadora. La del aborto es una norma de encargo que legaliza el negocio del aborto libre; el proyecto lo será de unas prácticas de las que ya hay antecedentes conocidos, luego ¿se legisla para el interés general, para el bien común o para guardar las espaldas a unos pocos, para legalizar sus abusos?

Trato legal

Carlos Rodríguez Braun en La Razón

La Mesa del Congreso rechazó la petición del Gobierno, y no habrá vía de urgencia para tramitar el «Proyecto de Ley Integral para la Igualdad de Trato y la No Discriminación». No han sido pocos, desde luego, los que han criticado el proyecto y han señalado sus gravísimas deficiencias: su ataque a la libertad, especialmente a la libertad de educación, castigando fiscalmente a las familias que quieren enviar a sus hijos a colegios que separan por sexo, y a la libertad de prensa, por su vocación inquisitorial sobre los medios de comunicación. Y hay mucho más: se condiciona la libertad de empresa y la propiedad privada, se promueve el poder sindical, se limita la presunción de inocencia y el derecho a la intimidad, y se crea una «Autoridad para la Igualdad de Trato y la No Discriminación», que recibirá denuncias y podrá imponer sanciones de hasta 40.000 euros. El Consejo General del Poder Judicial y el Consejo Fiscal alertaron sobre la indefinición con que se tipifican algunas infracciones y la inseguridad jurídica que ello comporta. Hubo un amplio consenso en lamentar que el proyecto puede aumentar la intrusión y el control del poder político sobre las vidas, haciendas y libertades ciudadanas. Pero el mayor escalofrío lo experimentará quien lea directamente este siniestro proyecto y comprenda que todos esos resultados liberticidas no son consecuencias no deseadas por los socialistas que lo han presentado.