sábado, 11 de junio de 2011

Aprendemos despacito

Bernd Dietz en Libertad Digital

El fin de la historia no llega aún, aunque ciertos optimistas lo presumieran hace veinte años tras desplomarse, él solito, el comunismo. Al cundir públicamente que el socialismo real sólo sabía sostenerse con coerción y cadáveres, puesto que su economía política comportaba un error criminal, muchos racionalistas creyeron que el liberalismo democrático se quedaría sin el famoso enemigo encantado de sajarle la garganta. Que la mayoría de los seres humanos se dejaría guiar por el sano egoísmo de impulsar las políticas constatablemente conducentes a la libertad individual, la mejora del nivel de vida y una convivencia sensata. Aunque el precio a pagar fuese la desigualdad, no de apellido o punto de partida (según avala el caciquismo ancestral e imponen los casposos capos del PSOE), sino de recompensa legítima en el punto de destino (al aceptarse, albricias, que arraigasen las diferencias de inteligencia y laboriosidad en ecuanimidad meritocrática).

Se pasaron de triunfalistas, los alumnos de Allan Bloom. No contaron con irracionalismos fundamentalistas como la religión, el nacionalismo, la etnicidad o los delirios identitarios. Desoyeron la furia del rencor. No previeron que el mesianismo desacreditado de los Stalin, Mao, Castro o Pol Pot acabaría fabricando nuevos pretextos para justificar la guerra sin cuartel contra el mercado. Considérese el ecologismo, ardid particularmente cínico y malévolo, toda vez que fue durante la larga noche de la dictadura del proletariado (más bien de la nueva clase oligárquica de Milovan Djilas), bajo el férrea bota de las tiranías marxistas, al no poder siquiera existir la propiedad privada del suelo o la industria, cuando más salvajemente se contaminó la naturaleza, con menos miramiento se exterminaron especies y más se despreció la sostenibilidad del medio ambiente. Tal si los pederastas (eclesiásticos o sartreanos) exigieran controlar las guarderías, alegando piadosamente la protección de la infancia.

Parecidamente chusco es el apoyo del progresismo a los fanatismos religiosos más ansiosos por eviscerar personas, según atestigua el maridaje entre chavismo e islamismo. Que Estados Unidos practicara algo equivalente cuando Afganistán era comunista, endiosando a Ben Laden para que masacrara soviéticos, no exculpa moralmente el hecho de que el comandante haya sembrado la Amazonía de misioneros chiitas, consagrados a islamizar en masa a los indígenas. Repugnan esas fotos de niñitos de la tribu Wayuu, ya sin un taparrabos rousseauniano por demás muy ajustado al clima, ellas tapadas de la cabeza a los pies, ellos de yihadistas de Hezbollah, con su cinturoncito de bombas de juguete. Algo bastante más siniestro que la "Revolución Teocrática Venezolana" del "hermano Comandante Muslim" Teodoro Rafael Darnott, macarra de momento preso tras haber atentado con bombas contra la embajada estadounidense. ¡Si Rosa Luxemburgo levantara la cabeza!

Avanza la historia malamente. Constantes humanas como el cretinismo, la crueldad y el resentimiento rigen más persuasivas que la ilustración, la generosidad y la vocación de entender. Que nos lo digan a los que hemos padecido eso que Gabriel Albiac denomina el septenato necio. Tara que han aplaudido, inmodestos farsantes, cómplices sin perdón, hasta quedarse sin piel en las palmas, el grueso de los intelectuales, los universitarios, los artistas, los humanitarios.

¿Qué es ser antifranquista?

Pío Moa en Libertad Digital

Observen: antifranquistas son Carod Rovira, De Juana Chaos, Rubalcaba, Rajoy, Alfonso Guerra, Josu Ternera, Mas, Carrillo, la Chacó, Cebrián, Arenas, Camps, Roldán, Odón Elorza, Setién, Basagoiti, Arzallus... Señalarlo no es demagogia, sino destacar un hecho objetivo, oscurecido vergonzantemente. ¿A qué obedece tan peculiar fenómeno, si el franquismo se disolvió, por voluntad propia, hace 35 años? Obtendrán una respuesta si reparan en que ninguno de ellos ha contribuido a la democracia, la cual se implantó "de la ley a la ley", al margen o en contra de ellos; y en que todos han envilecido el régimen de libertades con abusos de poder, manejos separatistas, corrupción, terrorismo o colaboración –activa o pasiva– con el terrorismo, negación de la separación de poderes y desprecio a la nación española. Han inventado "naciones" y "hechos nacionales" para diluir la nación española, base de la soberanía, y denigrado y confundido con mil falsedades la historia de España...

¿Qué significa, entonces, el antifranquismo? Significa, muy literalmente, oposición a España y a la democracia. Lo primero es tradicional ya desde antes de los tiempos en que los vivas a Rusia y a la república se contraponían agresivamente a los vivas a España. Lo segundo sorprende solo a los ingenuos porque se ha identificado, con pleno fraude, antifranquismo y democracia, cuando son con toda evidencia conceptos opuestos: la democracia procede históricamente del franquismo, y todas las amenazas a ella nacen del antifranquismo, como salta a la vista y casi nadie señala.

Procede distinguir también entre el antifranquismo de otrora y el actual. Cuando Franco, había un antifranquismo activo, básicamente comunista, y otro antifranquismo de pandereta, tolerado por el régimen y con la vista puesta en la muerte del Caudillo para extraer ventajas políticas, así fuera en connivencia con el terrorismo. El primero, por los riesgos que corría, no dejaba de tener cierta dignidad a pesar de su totalitarismo. El que ha venido creciendo después ha sido particularmente abyecto, porque la mayoría de sus líderes no solo no hizo nada contra aquella que ahora llaman terrible dictadura, sino que prosperó e hizo carrera en ella y en sus aparatos. Cebrián o Ángel Viñas son modelos de esa miseria tan extendida. Y si no se clarifican de una vez las cosas y se les para los pies, enlazarán, como siempre han querido, con el nefasto Frente Popular con el que se identifican en sus desvaríos. Mientras estas cosas elementalísimas no se clarifiquen, España y sus libertades correrán serios peligros: pueblo que olvida la historia, tiende a repetir lo peor de ella.

Credibilidad por decreto

José T. Raga en Libertad Digital

Cada día más, las intervenciones del presidente del Gobierno me producen un efecto entre hastío y nausea. La mal llamada sesión de control parlamentario del miércoles pasado superó lo grotesco habitual para alcanzar las cotas de lo repulsivo. El presidente, lejos de dar respuesta a las formulaciones de la oposición, se permitió exigir un esfuerzo ejemplar para conseguir la credibilidad de nuestra nación y en particular de nuestra economía.

El señor ZP, cada vez está más ausente del mundo real y más cautivo de la ficción que alimenta su vida. La credibilidad, señor presidente, es una resultante; es una consecuencia del hecho de ser creíble y, usted, para nuestra desgracia, no tiene la mínima credibilidad. Lo cual no es producto del azar, sino que se lo ha ganado a pulso en los casi ocho años de desgobierno que lleva usted engañando a propios y extraños.

Mentir tiene un elevado coste y usted lo está comprobando, hasta el punto de que hoy, aunque se le ocurriese decir una verdad, la gente seguiría sin creerle, porque ha abusado usted del engaño y no tiene propósito de enmienda. No le creemos los españoles y no le creen tampoco fuera de España.

Aseguraba que no había crisis y, al mismo tiempo, anunciaba que ya estábamos saliendo de ella. Ha tratado de convencer a Europa de las medidas que iba a poner en marcha para cumplir el compromiso de estabilidad y crecimiento, y nada de eso se ha producido. Cuando se le ocurre hacer algo, del Consejo de Ministros de hoy viernes sale un real decreto que camina justo en dirección contraria a la que esperaba Europa y, lo que es peor, a la que esperaba nuestra economía. Eso sí, siguiendo su estela, el ministro de Trabajo y el vicepresidente del Gobierno y muchas cosas más anuncian su contenido, diseñando una reforma laboral, que nada tiene que ver con el texto aprobado por el Consejo.

Hoy, en su Gobierno, no hay nadie que sea acreedor a la confianza de los ciudadanos; nadie tiene credibilidad. Pero la culpa es sólo de ustedes. Los que están y los que estuvieron han mentido hasta la saciedad. Carente de la fortaleza necesaria para afrontar la realidad, se ha refugiado usted en el engaño; una decisión que, a lo mejor, puede tener el efecto pretendido a muy corto plazo, pero que cae en picado inmediatamente después, dañando su credibilidad para nunca más remontar.

Cuando el miércoles último, ante las acusaciones de torpeza en materia económica que se le dirigían, pedía usted esfuerzos a la oposición para una mayor credibilidad, ¿estaba usted sugiriendo que ésta mintiera tanto como miente usted? ¿Pedía usted colaboración con el engaño generalizado? Dios quiera que no lo hagan nunca; tratemos de conservar al menos un varón justo para que pueda enderezar lo que usted ha devastado. Mintiendo, nunca conseguirá credibilidad, como tampoco imponiéndola por decreto, aunque todo el Consejo de Ministros estuviera de acuerdo en ello.

¿Para qué sirve la negociación colectiva?

Juan Ramón Rallo en Libertad Digital

La negociación colectiva es un modo de organizar las relaciones laborales en una industria, sector o territorio concreto. Su funcionamiento consiste en que las negociaciones individuales entre trabajador y empresario son sustituidas por una negociación vis-à-vis entre quienes ostentan –o detenta­n– la representación de unos y otros.

A priori parecería que ninguno de ambos sistemas es mejor que el otro, pues lo que importan son los resultados y no tanto los procedimientos a seguir. El problema, claro, es precisamente que en sistemas de información y organización tan complejos como una economía de mercado, el resultado deviene indisociable del procedimiento. Al cabo, la gran ventaja del mercado, de las negociaciones descentralizadas entre propietarios, es que permiten manejar un volumen de información tan enorme que ningún individuo o grupo sería capaz de adquirirla, procesarla o entenderla en su totalidad.

El error de la negociación colectiva consiste en meter a todas las empresas de un sector o territorio en el mismo saco, como si fueran idénticas o pudieran llegar a serlo. Si Zara no es igual a cualquier camisería de barrio, no parece demasiado lógico que la base de la organización laboral de ambas firmas sea la misma, tal como pretende el convenio. Así, cuanto más se aleje el ámbito de negociación de las normas laborales del ámbito de aplicación de esas normas, mayor cantidad de ruido, errores e inadecuaciones tenderán a introducirse en los contratos laborales. Por eso, el resultado habitual de una ronda de negociaciones colectivas serán condiciones contractuales que, lejos de adaptarse al contexto particular de cada compañía, se ceñirán a las preferencias o a la ideología de los negociantes. Que esto constituye un error es de puro sentido común: si lo que buscamos son los planos de las estructuras de un edificio, no recurriremos a un mapamundi. Y si queremos unos contratos laborales que se ajusten como guantes a la situación de cada empresa, no habría que recurrir a convenios colectivos territoriales o sectoriales.

Claro que uno podría elucubrar que lo conveniente es que la negociación colectiva sirva para igualar a todos los trabajadores por arriba. A saber, puede que Zara no sea lo mismo que una pequeña camisería, pero las condiciones laborales de Zara deberían extenderse a toda la competencia. De este modo, los convenios colectivos servirían para evitar discriminaciones entre trabajadores según la compañía en la que operen. Al cabo, ¿por qué si diversos obreros se dedican a lo mismo pero en distintas empresas han de estar sometidos a diferentes condiciones laborales?

Planteémoslo desde otra perspectiva. Imagine que los representantes de los compradores de inmuebles se reúnen con los representantes de los propietarios de inmuebles y ambos firman un convenio colectivo dirigido a regular las condiciones de la compraventa de viviendas. Si los propietarios logran imponer una cláusula que establezca, por ejemplo, que el precio mínimo de los inmuebles, sea cual sea su superficie, localización o calidad, será de 150.000 euros, ¿qué cree que sucederá? Pues que muchos pisos que podrían haberse enajenado por menos de 150.000 euros ahora quedarán fuera del mercado.

La cosa sólo cambiará levemente en caso de que el convenio trate de segmentar territorial o funcionalmente el tipo de operaciones de compraventa. Si, por ejemplo, el convenio anterior deja de ser aplicable a toda España y se limita a la Comunidad de Madrid, donde el metro cuadrado es de media más oneroso, parece claro que resultará menos restrictivo y que generará menos distorsiones, pero, aun así, seguirá habiendo pisos por debajo de 150.000 –presentes en mayor o menor medida en todos los barrios de la capital– que no encontrarán comprador.

Asimismo, que se creen dos categorías de inmuebles residenciales –vivienda familiar y vivienda de lujo, verbigracia– con distintos precios mínimos de compraventa –75.000 y 500.000 euros– tampoco solventará el problema, pues o bien los precios mínimos serán demasiado bajos como para limitar los libres pactos entre compradores y vendedores (y por tanto serán irrelevantes para beneficiar a los propietarios de viviendas) o bien, si resultan demasiado altos, seguirán restringiendo el número de operaciones posibles. Además, el hecho de que existan varias categorías no garantiza necesariamente una mayor flexibilidad contractual, pues perfectamente los "inspectores inmobiliarios" podrían etiquetar a una vivienda normalita como "de lujo", impidiendo en consecuencia que su propietario la venda por menos de 500.000 euros.

El despropósito anterior puede empeorar todavía más si esos convenios de compraventa de viviendas se prorrogan automáticamente en ausencia de una nueva ronda de negociaciones colectivas (lo que se conoce como ultraactividad de los convenios). Imaginen que los precios mínimos de compraventa de viviendas se pactaron en el momento más elevado de una burbuja inmobiliaria y que, al cabo de tres años, la sequedad del crédito y la competencia de un alquiler mucho más asequible fuerzan caídas de precios del 50% en los pisos. Obviamente, perpetuar durante la crisis unos precios mínimos de compraventa que ya eran demasiado elevados para la época de burbuja sólo provocará un desplome brutal de las operaciones, dejando un colosal stock de viviendas invendido.

Y quede claro que los precios mínimos son sólo una de las muchas cláusulas que integran un convenio. Existe un amplio rango de intervenciones posibles sobre la contratación: cláusulas que prohíban darle un uso comercial a un inmueble, que restrinjan el número de horas al día que puede ser habitado, que establezcan la necesidad de que toda vivienda cuente con una zona libre de humos, etc. Todas éstas, si bien no regularían directamente el precio de venta de los inmuebles, sí erosionarían su utilidad o rentabilidad, forzando a los potenciales inversores a exigir importantes descuentos en sus precios para que les resulte atractivo adquirirlos.

En definitiva, los convenios colectivos sobre cualquier bien económico tenderán a reducir su uso, volviéndolo artificialmente sobreabundante (desempleo). Pero en el caso específico del factor trabajo, los perjuicios no terminan ahí: dado que se trata de un recurso productivo, los convenios, al reducir su ocupación, también minorarán la producción de bienes de consumo y de capital, lo que los encarecerá y empobrecerá al resto de la población.

Los trabajadores sólo pueden escapar a esta dictadura de los convenios colectivos en caso de que éstos sólo regulen algunas industrias concretas. En ese supuesto, la destrucción de empleo y de producción se concentrará en esas áreas de la economía, que pasarán a operar por debajo de su potencial, mientras que los trabajadores desempleados podrán buscar ocupación en otras industrias no sometidas a convenio. Claro que, como resulta bastante probable que la productividad de esos trabajadores sea menor en esos otros sectores, aun así los convenios seguirían destruyendo parte de la riqueza que podría llegar a crearse sin ellos.

Por supuesto, cuando todos o casi todos los sectores de una economía estén sometidos a convenio –situación de España–, no habrá vía de escape posible y es muy probable que el desempleo generalizado haga acto de presencia, sobre todo si media una crisis económica que erosione la productividad de la mayor parte de los trabajadores.

He aquí lo irónico de la negociación colectiva: si bien ésta se justifica políticamente por la peregrina necesidad de nivelar el poder de negociación de trabajadores y empresarios, son los propios convenios los que, al masificar el paro, colocan a los trabajadores en una posición de absoluta inferioridad frente a los empresarios. La mejor baza negociadora del trabajador frente al empresario no es una pauperizadora negociación colectiva, sino la facilidad de rechazar un empleo cuyas condiciones no le agraden porque tenga la seguridad de que puede encontrar ocupación en otras partes de la economía.

Y tú más

Juan Manuel de Prada en ABC

Desde que ganaran las elecciones, andan los peperos muy alarmados con la posibilidad de que las comunidades autónomas y municipios que han arrebatado a los sociatas escondan un déficit muy superior al que hasta ahora se ha declarado; y se trata, desde luego, de un temor muy fundado... en la experiencia que los peperos poseen de las comunidades autónomas y municipios que han gobernado. Los sociatas, por su parte, sospechan que la alarma de los peperos no obedece sino al intento de justificar los recortes que se proponen realizar; sospecha que, nuevamente, es muy fundada... puesto que esos recortes son, justamente, los que los sociatas tendrían que haber hecho, si hubiesen sido mínimamente responsables. Hay algo pueril y exasperante en este cruce de acusaciones que trata de endosar al adversario una responsabilidad solidaria; y esa puerilidad exasperante adquiere ribetes pavorosos si consideramos la circunstancia presente, con un erario público quebrado y en parihuelas.

Peperos y sociatas lo saben de sobra: el modelo de gasto público es insostenible; y si se ha sostenido hasta la fecha ha sido sobre la mentira, con unos niveles de endeudamiento mastodónticos que ninguna economía sana puede soportar. Lo saben de sobra; pero el pesebre partitocrático había hallado en este modelo de gasto público la levadura perfecta para asegurar el crecimiento monstruoso de sus estructuras, y el cloroformo idóneo para extender una red clientelar. Durante décadas, los partidos se han dedicado a crear artificialmente necesidades inexistentes entre la «ciudadanía» (así llaman al pueblo reducido a masa amorfa, en constante solicitud de «prestaciones» y «derechos»), para después satisfacerlas mediante un crecimiento hipertrófico de la administración; y así han logrado, so capa de atender los requerimientos de la «ciudadanía», poner el Estado al servicio de los partidos políticos, que al cobijo de un modelo de gasto público insostenible han logrado hacerse con el control de las instituciones (desde los sindicatos al poder judicial, pasando por las universidades, las cajas de ahorro o la prensa), a costa de dejarlas hechas unos zorros.

Pero el flujo del dinero se ha cortado. ¿Y qué hacen nuestros partidos políticos? Echarse los trastos a la cabeza, según la consigna partitocrática al uso: «Y tú más». Tal consigna les ha procurado, desde luego, beneficios pingües, pues mientras se lanzaban los trastos en la cabeza, fomentando la demogresca, mientras exaltaban los intereses particulares a costa del bien común, lograron que el crecimiento hipertrófico de las estructuras partitocráticas pasase inadvertido; o que, si se advertía, se considerase un mal menor, pues entretanto se satisfacían los intereses particulares de la «ciudadanía», esa masa amorfa en constante solicitud de «prestaciones» y «derechos». Ahora que el flujo del dinero se ha cortado, la consigna del «Y tú más» suena ridícula y anacrónica; pero es el único asidero al que pueden aferrarse, porque saben que la cruda y escueta verdad los deja sin la levadura y sin el cloroformo que permitió su expansión. Y saben que una administración despojada de sus excesos hipertróficos no les garantiza la subsistencia. Están dispuestos, como Sansón, a morir matando, aferrados a la cantinela del «Y tú más»; pero los vapores del cloroformo se empiezan a disipar, y temen que el monstruo que crearon —la «ciudadanía» ahíta que ahora no tiene un mendrugo que llevarse a la boca— se revuelva contra ellos.

Viñeta de Montoro en La Razón