martes, 1 de febrero de 2011

El chocolate del buitre

Alfonso Ussía en La Razón

Cuando se habla del derroche y la jeta en el gasto del dinero público, los socialistas se refieren al «chocolate del loro». Una subvención de cien mil euros se considera «chocolate del loro». Una limosna de un millón de euros para producir una necedad de película, se considera «chocolate del loro». La entusiasta entrega de doscientos mil euros para la ONG de turno que se ocupe, aunque no lo haga, de reivindicar la igualdad de género en Togo, es «chocolate del loro».

Sumando todos los chocolates de todos los loros posibles y probables, el despilfarro del dinero público deja de ser chocolate para convertirse en agujero, en socavón imbécil, en generosidad con la basura. Los «chocolates del loro» deshonestamente regalados asegurarían el futuro y las pensiones de nuestros jubilados.

Joan Huguet, un veterano y honesto político balear, ha analizado los paraderos del dinero destinado a la llamada «Memoria Histórica». «Uso perverso y sectario del dinero público», ha concluído. «Auténtica estafa», ha remachado. Los sindicatos Comisiones Obreras y UGT se han embolsado más de un millón de euros de la «Memoria Histórica». Átenme a esa mosca por el rabo. No acabo de entender que la recuperación de los huesos de los asesinados de un lado y del otro durante la Guerra Civil, tenga por objeto adinerar a los sindicatos. El mismo derecho tiene la CEOE, la CEIM y la Asociación de Ganaderos Descontentos.

La «Asociación Guardia Roja» –no queda guardia roja ni en el Kremlin–, ha percibido treinta mil euros en el último año. Se habrán destinado, probablemente, a fotocopias de la imagen del «Ché», que nada tiene que ver con la pretendida Memoria Histórica. Pero hay un dato que me conmueve con especial emoción. Una fundación con identidad muy estirada, la «Fundación Contamíname Mestizaje Cultural de Pedro Guerra», ha obtenido noventa y cinco mil euros de nuestros bolsillos. Se dedica la divertida Fundación a organizar actividades culturales, y han intervenido en ellas Pilar Bardem, Almudena Grandes y Juan Diego Botto, entre otros desatendidos por la fortuna. A pesar de mi edad y del deterioro de mi mente, alcanzo a entender que esas actividades culturales se han enriquecido con la presencia de tan singulares representantes de la Memoria Histórica. Ignoro si tan elegantes recopiladores de nuestro peor recuerdo han intervenido gratuitamente o al contrario, con todo derecho, han sido remunerados a cambio de sus interesantes y originales planteamientos. Juan Diego Botto, por ejemplo, tiene que saber mucho de lo que sucedió en España a partir de 1934, año en el que la Segunda República abandonó el camino de la democracia y se convirtió en un ensangrentado y sangriento invento estalinista. Tan sólo me consuela que, de darse el caso, que lo dudo, Pilar Bardem hubiera percibido alguna cantidad en contraprestación a sus análisis perorados, una parte de esos dineros públicos los hubiera destinado a contribuir con tanta modestia como generosidad, al pago de la factura de la clínica en la que su nuera ha tenido a bien dar a luz. Una clínica americana y nada palestina, según se desprende por su nombre, «Cedars Sinaí». De Almudena Grandes sólo se puede esperar desinterés económico. La fina escritora no cobra por pertenecer a los múltiples jurados literarios en los que participa.

Pero la investigación de Joan Huguet me hace intuir que la «Memoria Histórica», más que recuperar huesos asesinados, a lo que se dedica es a que algunos lo pasen rechupi con el dinero de todos.

Fachendas

Tomás Cuesta en ABC

A los políticos catalanes les cuadra perfectamente la definición del fachenda, cuyo ampuloso empleo de la retórica camufla las telarañas en los bolsillos y de las ideas. De suyo, un político catalán, como buen milhombres, carece de todo pero no se priva de nada, dado que el capital a disposición de sus negociados procede de los recursos públicos, del común. Y con la misma apostura que nombra embajadores sobrevuela las alfombras con la monserga de las componendas, la mandanga del matiz y el mondongo de las sutilezas. Sea cual sea su partido, el político catalán asume la teoría del agravio, la práctica del victimismo y la coartada del contable tanto para deambular por Barcelona como para circular por Madrid, en una suerte de trote cochinero cuyo mantra es el supuesto desequilibrio fiscal entre Cataluña y el resto del mundo. Incapaz de vivir en tres dimensiones, las cuentas y los cálculos de la clase política catalana abocan irremediablemente a la insolidaridad y a un permanente estado de agitación similar al de quienes creen que les han timado con el cambio, por sistema. La uniformidad («transversalidad», según los usos políticos del oasis) es el sustrato de su irresponsable relación con el poder, basada en la enajenación de culpas, el acaparamiento de prebendas y el desistimiento en las competencias. Nunca es culpable y siempre se mueve en manada, al calor de un difuso pero eficaz localismo que les exime de rendir cuentas o le facilita traspasar el mochuelo.

Si el tripartito sólo ha dejado eco en las arcas de la Generalitat, el gobierno de Artur Mas mira para otro lado, de igual modo que Maragall decidió en su día no levantar las alfombras de Pujol. Sobre el consenso, pero corporativo, se funda esta sociedad de intereses (el amplio cajón del catalanismo) cuyo último hallazgo se debe al esclarecido Durán, el democristiano mejor valorado de España (para que luego digan), quien ante una alusión a sus pensionadas señorías se plantó ante la canallesca y dijo eso de «¿qué quieren, un parlamento de pobres?». Nada más lejos, al menos de la realidad. Otra cosa es lo que piensen los españoles, a quien el «molt honorable» reprocha con crudeza un presunto vivir a costa de sus primos de Cataluña basado en la superposición de unas cuantas creencias y no pocas leyendas urbanas sobre el reparto del trabajo en España y las refutaciones del estajanovismo. El destilado de todo ello es un mejunje por el cual la culpa siempre es de los demás, menos industriosos y más afectados que el catalán medio a quien aseguran representar. Así que si no hay dinero, bonos y palos, el desequilibrio fiscal, el per, el par y todo lo que haga falta para que no se note que la Generalitat maneja más que Baden Württemberg y que Baviera; que no se diga que, en realidad, la prioridad del Gobierno catalán es debilitar al Estado, lo que cuesta un congo cuando se trata de rivalizar en solvencia y boato con los requerimientos monclovitas. Entendida la política como el apalancamiento en barra libre, Mas no necesita cash. Le vale con dinamitar la caja única, pedir rescate por la hucha y rezar para que no haya mayoría absoluta. O sea, una escalera de color pero con ases en la manga.

De la insignificancia en Egipto a la rendición en Marruecos

Editorial de Libertad Digital

El papel que el Gobierno español está desempeñando en los sucesos del norte de África ha pasado de la insignificancia al ridículo. Al principio, cuando estalló la revuelta en Túnez, ni Zapatero ni la ministra de Exteriores se pronunciaron al respecto por no se sabe bien qué cortesía diplomática que ninguno de nuestros aliados europeos observaron. Túnez, un país cercano a España y al que estamos unidos por grandes vínculos comerciales, desapareció de la agenda ministerial. Ni una palabra de censura al depuesto de Ben Alí, ni un simple comentario sobre la situación creada tras la insurrección popular, ni, por descontado, un solo minuto para preocuparse por las inversiones millonarias que empresas españolas del sector turístico han efectuado en Túnez a lo largo de la última década.

Algo similar ha ocurrido con Egipto durante la semana de furia que vive el país del Nilo. El Gobierno no ha barajado siquiera la posibilidad de repatriar la colonia española como sí están haciendo sus homólogos occidentales. Respecto a la más que probable caída de Mubarak y el inquietante panorama que se abriría después, la ministra de Exteriores no ha dicho nada, posiblemente por temor a no predisponerse contra nadie en un escenario geopolítico que le es tan desconocido como la cara oculta de la Luna. La ministra arguye en su defensa que no quiere "interferir" en procesos internos de terceros países. Una excusa sin fundamento; visto el cariz que han tomado esos mismos procesos, la situación va a terminar afectando a España por su cercanía geográfica y por los lazos que mantiene con la región desde hace décadas.

Todo parece indicar, sin embargo, que los motines en Túnez y Egipto no son más que la antesala de lo que ha de venir. El mundo árabe se encuentra ante una crisis de la que podría salir peor de lo que está. Nuestro Gobierno, cuya única política exterior en siete años se ha limitado a amistar con dictaduras bananeras bajo el paraguas de la ya olvidada "alianza de civilizaciones", oscila entre la indiferencia por lo que pasa en el llamado "Gran Oriente Medio" y la preocupación extrema por blindar al régimen marroquí de cualquier crítica.

El hecho es que Marruecos –como Argelia, Jordania o Siria– se encuentra en primera línea de desestabilización. Cumple, uno por uno, con todos los requisitos para ser pasto de un levantamiento popular como el que ha incendiado las calles de Túnez y El Cairo. Padece un régimen político dictatorial tan malo o peor que los de Mubarak y Ben Alí. Los marroquíes malviven con una de las rentas por habitante más bajas del Magreb, lo que les obliga a emigrar en busca de oportunidades a los países de la Unión Europea, entre ellos y preferentemente el nuestro. Gran parte de su economía –poco productiva y muy regulada– permanece en manos de la familia real y de su camarilla de adictos. La corrupción, por último, es omnipresente, empapa todos los ámbitos de la vida política y sus protagonistas suelen pertenecer a la casta privilegiada por la monarquía semiabsoluta que gobierna el país.

Pero Trinidad Jiménez no quiere ver nada de eso e insiste en una "apertura" democrática que está muy lejos de verificarse. Los elogios de la ministra hacia Marruecos, que no por repetitivos son menos irritantes, nos colocan, de nuevo, en el lado de la insignificancia internacional, aunque en este caso de la insignificancia rastrera. Por enésima ocasión, Zapatero, fiel al espíritu de su partido y a su propia agenda exterior, confirma la entrega sin condiciones a la dictadura marroquí, un lamentable régimen al que no tenemos nada que agradecerle y sí, en cambio, demasiadas cosas que demandarle.