sábado, 15 de enero de 2011

Delincuencia de estado

Luis del Pino en su blog de Libertad Digital

Editorial del programa Sin Complejos del sábado 15/1/2011

El FBI, la famosa agencia federal de investigaciones americana, nació en 1908. Su nombre original era BOI y no adoptaría su nombre definitivo hasta 1932. El más conocido de sus directores fue, sin duda alguna, John Edgar Hoover, que llevó con mano de hierro las riendas del FBI durante la friolera de ¡48 años!

Cuentan que una de las razones de su larga permanencia en el cargo y de que sobreviviera al mandato de tantos presidentes distintos es que Hoover lo sabía todo de todos, gracias a la información que el FBI obtenía. Vamos, que no había político en Washington que no supiera que probablemente Hoover contaba con un amplio dossier sobre él.

De hecho, los dos últimos años de la vida de Hoover, y de su mandato al frente del FBI, se vieron salpicados por el escándalo, cuando unos desconocidos entraron en 1971 en una de las sedes del FBI y robaron numerosos documentos sobre las actividades ilegales de la agencia, que después filtraron a distintos medios de comunicación.

Cuatro años más tarde, el Senado de los Estados Unidos nombró un comité, el denominado comité Church, para evaluar las actividades encubiertas llevadas a cabo por los distintos servicios de información americanos, entre ellos el FBI. Y las conclusiones de aquel comité (que ocupan miles de páginas y se encuentran disponibles en Internet) fueron demoledoras: con el pretexto de velar por la seguridad nacional, el FBI había estado violando de manera continuada la Constitución y la Ley, a lo largo de los años, con operaciones encubiertas de espionaje, de desinformación y de manipulación de la opinión pública.

El FBI se dedicaba sistemáticamente, por ejemplo:

- a infiltrarse en todo movimiento que fuera considerado peligroso o simplemente sospechoso, como por ejemplo los movimientos por los derechos civiles de los negros o de las mujeres.

- a crear organizaciones falsas de lucha por los derechos civiles, dirigidas por personal del FBI, con el fin de dividir a ese tipo de movimientos.

- a propalar rumores y a enviar falsas cartas de amenaza, para que se enfrentaran entre sí las organizaciones de lucha por los derechos de los negros.

- a enviar cartas anónimas a los cónyuges de los líderes de esos movimientos, acusándoles de supuestas infidelidades, para crear problemas domésticos que restaran tiempo a los dirigentes de esas organizaciones.

- a presionar a las empresas para que despidieran a las personas que militaban en esas organizaciones.

- a presionar a las universidades y organizaciones culturales para que no permitieran las conferencias o actos de los movimientos por los derechos civiles o de sus líderes.

- a publicar falsas noticias, a través de periodistas adictos, con el fin de desacreditar a esas organizaciones o a sus líderes.

- a falsificar y repartir folletos de esas organizaciones, con el fin de sembrar la confusión o minar su prestigio.

- a fabricar, con la complicidad de otros cuerpos policiales, pruebas falsas con las que poder encarcelar a líderes o miembros de organizaciones sospechosas.

- a promover altercados, mediante agentes infiltrados, en las manifestaciones convocadas por esas organizaciones, para transformarlas en protestas violentas y desacreditar así a los convocantes.

- a intervenir, sin orden judicial, las comunicaciones telefónicas y postales de todo aquel que se considerara sospechoso.

- a realizar registros y colocar micrófonos, sin orden judicial, en las sedes de los movimientos por los derechos civiles o en los domicilios de sus líderes.

- etc, etc, etc

Quizá un buen resumen de cómo se las gastaba el FBI para tratar de neutralizar a las organizaciones que luchaban por los derechos civiles sea la serie de operaciones que la agencia dirigida por Hoover puso en marcha para desactivar al reverendo Martin Luther King. En palabras del propio comité del Senado americano, lo que se hizo con Martin Luther King "traspasó el límite de la decencia humana más fundamental".

Las operaciones del FBI contra el campeón de los derechos de los negros se iniciaron en diciembre de 1963, cuatro meses después de la famosa marcha sobre Washington que Martin Luther King organizó. A lo largo de los dos años siguientes, el FBI sometió a King a seguimientos físicos, tomando fotografías de cuantas personas se reunían con él, y sometió a escrutinio sus finanzas, buscando sin éxito alguna información con la que desacreditarle.

Como no lograron encontrar nada que achacarle en el terreno económico, se dedicaron a plantar micrófonos en las habitaciones de hotel que Martin Luther King iba ocupando durante sus desplazamientos por todo el país, para tratar de grabarle en algún desliz extramatrimonial.

Y tuvieron éxito, porque llegaron a mandarle a King una cinta de audio con una de esas grabaciones, junto con una carta en la que invitaban veladamente al líder negro a suicidarse, si quería evitar que la cinta se hiciera pública.

Como King no se amilanó, el FBI filtró la cinta a los medios de comunicación y a los líderes de las organizaciones que apoyaban a King, e incluso a la propia familia de éste. Aunque tampoco eso les sirvió, porque el defensor de la igualdad racial no cejó en su lucha.

Cuando Martin Luther King recibió el Premio Nobel de la Paz, el FBI llegó a presionar al cardenal Spellman para evitar que el Papa le recibiera en audiencia.

Las presiones, las intimidaciones y el espionaje continuaron hasta el mismo día del asesinato de Martin Luther King, ocurrido el 4 de abril de 1968.

Ayer conocimos dos noticias que demuestran que en España los servicios de información, manejados por el poder político, están alcanzando cotas de degeneración que poco tienen que envidiar al FBI de Hoover.

Por un lado, conocimos un auto del juez Pablo Ruz, encargado de la investigación del llamado caso Faisán, en el que se da cuenta de la recepción de los documentos enviados por la jueza francesa Laurent Levert. El juez Pablo Ruz ha decretado el secreto de sumario sobre una parte de esos documentos recibidos desde Francia, con el fin de realizar nuevas averiguaciones que permitan determinar qué miembros de las Fuerzas de Seguridad alertaron a ETA de la operación que se iba a llevar a cabo contra su aparato de extorsión.

Por otro lado, conocimos también que la unidad antiterrorista de la Ertzainza se habría dedicado a espiar a ciudadanos particulares y a miembros del PP vasco, entre ellos el padre de Santi Abascal.

Estas informaciones se unen a los datos, por todos conocidos, sobre los ímprobos esfuerzos realizados desde nuestros servicios de información para desactivar las organizaciones que en la pasada legislatura canalizaron la oposición de las víctimas y de los ciudadanos a la negociación con ETA. O a los datos sobre los seguimientos a Manuel Pizarro. O sobre la implantación de nuevos sistemas de escucha de comunicaciones que no cuentan con el oportuno control judicial. O sobre el espionaje a los controladores. O sobre las intoxicaciones contra determinados movimientos cívicos distribuidas a través de los medios adictos. O sobre los pagos a piratas de toda calaña que secuestran a españoles por esos mundos de Dios. O sobre las intoxicaciones destinadas a impedir que la sociedad española conozca la autoría real del 11-M...

Como en Estados Unidos en la época de Hoover, en España se utiliza políticamente a los servicios de información, se incumple la Constitución, se espía a los ciudadanos, se menosprecian los controles judiciales, se realizan seguimientos a particulares, se infiltran movimientos cívicos, se utiliza a medios adictos para manipular a la opinión pública y se cometen flagrantes delitos.

Y, sin embargo, fíjense en la diferencia fundamental que existe entre las actividades delictivas de Hoover y las que aquí se cometen. Mientras que el FBI de Hoover se dedicaba a violar la Ley en nombre de la seguridad nacional - es decir, supuestamente por el bien del país -, en España se viola la Ley para someter a marcaje, no a los terroristas que atentan contra la convivencia, no a los nacionalistas que buscan destruir el estado, no a los grupos violentos que no respetan la libertad de expresión en la aulas universitarias, no a los piratas que secuestran españoles, no a los políticos corruptos que saquean las arcas del estado, no a los asesinos del 11-M... sino que a quien se persigue, se espía, se coacciona o se intenta manipular es, precisamente, a aquellos que luchan porque no se vulnere la Constitución; a aquellos que piden que se respete el derecho de las víctimas a la Memoria, la Dignidad, la Justicia y la Verdad; a aquellos que tratan de que la Nación no se cuestione ni se cuartee.

El que los servidores del Estado - como en la época de Hoover - cometan delitos para tratar de neutralizar a quienes son considerados una amenaza para el Estado resulta deleznable y repugnante. Pero ¿qué calificativo podemos emplear para aquellos servidores del Estado que - como en España - cometen delitos para ayudar, directa o indirectamente, a quienes buscan precisamente destruir el Estado?

Sin misa y rebuznando

Tomás Cuesta en ABC

FUE en casa de Gorki, una noche de vodka, zalamerías y miserias. El Padrecito Stalin, que iba suelto de lengua, se dirigió a los escritores que aderezaban el festejo con la solemnidad pastosa de un profeta ebrio. «La nueva sociedad —dictaminó— la construirán los ingenieros. Pero vosotros, camaradas, también sois ingenieros. Ingenieros de almas, nada menos». La frase, según cuentan, se le ocurrió sobre la marcha, un poco al buen tuntún y al calor del aguardiente. Pero la inspiración, siempre tan caprichosa, le regaló una metáfora soberbia. El objetivo final del totalitarismo es transformar al hombre en herramienta. Y la mejor manera de llegar a la meta es arbitrar una cadena de montaje que troquele y ajuste las conciencias. Nadie lo ha definido con tanta lucidez como el mayor criminal del siglo XX. «Ingenieros de almas»: una expresión tan nítida, tan espantosamente bella, que, más que a la política, remite a la poética. Los dictadores pasan, las pesadillas se atemperan, las sociedades levan anclas con rumbo a nuevos puertos. Pero la tentación de convertir a las personas en peleles inermes y zombis del sistema aún sigue latente.

Lo que ha ocurrido estos días en la Universidad de Barcelona a cuenta de esa capilla en la que, por lo visto, el nacional-catolicismo destilaba veneno, es una versión bufa («Sin misa y rebuznando») de lo que, en el original soviético, era un drama macabro. La presencia o no de locales destinados al culto religioso en los recintos universitarios (que son, por otra parte, tan cristianos «ab ovo» como las catedrales) es un asunto que puede discutirse en términos estrictamente razonables. No faltan argumentos ni argumentadores para echar leña a la hoguera de la «disputatio»: Voltaire, Descartes, Kant... Incluso el mismo Balmes que —quién lo iba a decir— ahora está de moda allá en el Principado. Sin embargo, no hay caso. Después de medio siglo de ingeniería anímica la razón ilustrada se ha disuelto en la sopa iletrada de la memez a ultranza. El debate humanista sobre las relaciones entre la libertad y la fe, la laicidad y la tolerancia, ha dado paso a la cazurrería intonsa de una reala de fanáticos que creen que la sutileza dialéctica consiste en vociferar a dos carrillos, en escupir por el colmillo hacia lo alto y en ciscarse en la consagración del «Agnus Dei» acosando a los fieles y comulgando con bocatas. ¿Enorme sacrilegio? Lo sería si por azar supieran en qué consiste lo sagrado.

Pero nada hay enorme, salvo la estupidez, en nuestras acres parameras. Los diminutos inquisidores progresistas (los grandes, nos guste o no, eran gente con vuelo) han elevado las consignas a la categoría de argumentos. Sacan a relucir los ideales y le dan esquinazo a las ideas. Confeccionan prestigios a medida y miden las costillas de los desafectos. Emplean la corrección política a guisa de ganzúa y escalpelo. Apelan al escándalo si la discreción les acomete. Extraen de una sospecha una sentencia. De una denuncia abocetada se deriva un linchamiento en toda regla. La dictadura del beaterio posmoderno desencadena un proceso paranoico que anula el debate público y desfibra el lenguaje al extirpar las diferencias. El fascismo uniforme, el espantajo de la monotonía milimétrica, retorna camuflado en los ropajes de un antifascismo romo y dominguero. La audiencia, insaciable, abuchea a los cómicos y exige crueldad, verosimilitud, sangre y entrega. ¡El Circo Mínimo, señoras y señores, en vivo y en directo! Cristianos extasiados, gladiadores de tebeo y los analfabetos de rigor —de «rigor mortis», obviamente— jaleando a las fieras en la tribuna de los medios.

Misas suspendidas

Juan Manuel de Prada en ABC

SE suspenden las misas en una capilla de la Universidad de Barcelona, después de que grupos de estudiantes anticatólicos impidieran en varias ocasiones su celebración, mediante coacciones a los asistentes y actos sacrílegos variopintos. La autoridad universitaria, para justificar la suspensión, alega que no está en condiciones de garantizar la seguridad de quienes asisten a las misas; lo cual es tanto como reconocer que no está en condiciones de garantizar el imperio de la ley. Porque, hasta donde uno sabe, en España rige la libertad de culto; y la Universidad de Barcelona suscribió un convenio con el Arzobispado de Barcelona, por el que se comprometía a ceder un espacio para la celebración de misas. Allá donde la autoridad no se ejerce, tal autoridad ha dejado de existir.

La autoridad universitaria barcelonesa proclama que «hará todo lo posible para preservar el ejercicio de la libertad religiosa y el derecho a la libre expresión». Pero el «derecho a la libre expresión» no ampara que un grupo de estudiantes entre en una capilla, mientras se celebra misa, a comer bocadillos o hablar por teléfono móvil; ni tampoco que se impida la asistencia a un lugar de culto, o que se coaccione a los asistentes. Uno podría entender que en una dependencia de la universidad se autorizasen reuniones en las que un grupo de estudiantes exhortara a sus compañeros a no asistir a misa (aunque sospecho que la mayoría ya sigue tal indicación, sin necesidad de que se les exhorte a ello); o que el periódico de la universidad publicase artículos en tal sentido, siempre que no sean ofensivos contra la fe católica y que tales artículos puedan ser replicados por quienes opinan lo contrario. Pero hasta donde se me alcanza el ejercicio de la libertad de expresión no puede impedir el ejercicio de otros derechos o libertades; esto es, al menos, lo que a mí me enseñaron en los rudimentos del Derecho Constitucional. Impedir, perturbar o interrumpir la celebración de una ceremonia religiosa con violencia, amenaza o tumulto no es ejercicio de la libertad de expresión, sino conducta lesiva tipificada en el Código Penal. Y cuando tales conductas no se reprimen ni sancionan, hemos de concluir que se ampara el delito; o que se lo disfraza de ejercicio de la «libre expresión», lo que todavía se nos antoja más sórdido.

Pero detrás de este episodio barcelonés, que no es sino una expresión más del despepitado odium fidei que sacude Occidente, como un escalofrío premonitorio de los dolores del parto (y lo que nazca de ese parto no quiero ni imaginarlo), subyace algo mucho más grave que una mera dejación de responsabilidades por parte de la autoridad académica, siendo esto asaz grave. Y lo que detrás subyace no es sino el entendimiento —cada vez más extendido entre amplias capas de la sociedad, y alentado desde instancias de poder— de que la mera expresión pública de la fe católica es, en sí misma, conflictiva e indeseable; y que el mejor modo de evitar los problemas provocados por tal expresión de la fe es impedirla, o siquiera expulsarla de aquellos ámbitos donde pueda tropezarse con reacciones hostiles. Tales reacciones, por supuesto, no son espontáneas, sino inducidas por un clima laicista irresponsablemente azuzado desde instancias de poder; y, una vez instauradas, no harán sino ganar terreno, en su voraz apetito colonizador. Hoy se adueñan de una universidad, mañana lo harán de tal o cual barrio, pasado campearán triunfantes por doquier, expulsando a la clandestinidad la fe católica. Que en eso consiste, al fin y a la postre, la abominación de la desolación.

Violencia, ¿de género?

Manuel Martín Ferrand en ABC

LA acuñación de frases hechas y, casi siempre deformadoras del significado que se les atribuye, es una de las muchas y malas costumbres nacionales. Algo engendrado por dos padres, la pereza mental que da la tierra y el sesgo que los obsesos del igualitarismo quieren darle, ellos sabrán por qué, a la indeseable violencia que algunos hombres ejercen, psíquica o físicamente, contra las mujeres y, por lo general, más sañuda cuanto mayor el vínculo que les une a ambos. ¿A qué se refieren realmente cuando hablan de «violencia de género»? Podría ser que, movidos por su amor a la zarzuela quieran hablarnos del género chico o, lectores recalcitrantes, encuentren la novela como el más excelso de los géneros literarios; pero el género humano se integra, y en parecida proporción, por hombres y mujeres. La confusión del género con el sexo es culturalmente indeseable, científicamente ignorante y políticamente tendenciosa. Una pieza más de la deseable igualdad de derechos entre los dos sexos o, si se prefiere usar la terminología de Simón de Beauvoir, el primero y el segundo.

En Torrecaballeros, un pueblecito aledaño a Segovia, un hombre mató a su mujer, a su hijo de 16 años y, después, se suicidó. Se trata de una familia acomodada y culta en la que no caben las explicaciones ambientales al uso. ¿Es eso violencia de género? Lo científico, en concordancia con lo humano, sería hablar de desesperación; pero eso no viste al feminismo deformador y traspasa una cuota de responsabilidad al marco público de nuestra existencia. A un desaliento capaz de producir esos efectos tan desgraciados es difícil llegar por uno mismo, sin la cooperación del marco sociopolítico y la influencia mediática. De hecho, cuanto mayor es la publicidad de este tipo de crímenes y más intensa es la condena pública, más crece su número y más diversa se hace su casuística.

Repulsar la violencia de género, como ha hecho el ayuntamiento donde se produjo el suceso, es un brindis al sol. Es ponerle adjetivos para la confusión a lo que es violencia y, si se quiere, con abuso de un sexo sobre el otro; pero no propiciado ni por el género que venden en las tiendas ni por los que utiliza la gramática para la taxonomía del lenguaje. El asunto es tan grave que constituye insensatez la consideración de esa violencia, tan dolorosa como frecuente, como un fruto de la relación entre los hombres y las mujeres. Es una patología social que no se arreglará más que con una educación más sólida y rigurosa que la existente y la introducción en la convivencia de unos códigos morales, religiosos o laicos, que hoy brillan por su ausencia.

Las sentencias que Rubalcaba no hará cumplir

Editorial de Libertad Digital

El liberalismo nace de la desconfianza hacia el poder. Cuando tantos reformadores han mirado a la política como una herramienta con la que alcanzar sus fines –en unos casos benéficos, en otros no–, el liberalismo encuentra en ella un peligro para las libertades: para el poderoso el poder termina siendo, si es que no lo fue desde el principio, un fin en sí mismo. Difícilmente podría pensarse en un mejor cartel publicitario para nuestra doctrina que Alfredo Pérez Rubalcaba.

La carrera política del actual vicepresidente en el Gobierno de España comenzó en los años 80, cuando fue el principal responsable de la elaboración de la LOGSE, una de las peores leyes de nuestra democracia, como secretario de Estado de Educación. Premiado primero con el ministerio del ramo, poco después pasó a Presidencia, donde se distinguió en labores de portavoz negando que el Gobierno hubiera tenido nada que ver con el GAL. Y una vez en la oposición ejecutó un rol estelar en el indigno papel del PSOE durante la jornada de reflexión del 13 de marzo de 2004, cuando él, precisamente él, dijo aquello de que España no se merecía un Gobierno que mintiera.

Una vez incorporado al Ejecutivo dirigido por Zapatero, ha destacado por sus numerosas mentiras durante el fracasado proceso de rendición ante ETA, cuando nos aseguró que había "verificado" que la banda había dejado las armas mientras intentaba ocultar que seguía rearmándose y chantajeando a los empresarios vascos para financiarse. Además de ser el responsable político del chivatazo, asunto por el que siempre se ha negado a dar la cara.

Con semejante currículo, no debería sorprender la desvergüenza con que ha dirigido la nula reacción del Gobierno ante la declarada intención de CiU y el PSOE catalán de violar la ley, incumpliendo las sentencias que obligan a tratar a quienes quieran que sus hijos reciban la enseñanza en castellano en igualdad de condiciones con quienes optan por el catalán. Después de eludir el tema durante semanas con la patética excusa de que no había leído la sentencia, inaceptable en un Gobierno que tiene entre sus obligaciones hacerla cumplir, finalmente ha optado por despachar el tema negando, con tono de perdonavidas, que el Tribunal Supremo diga lo que dice.

Que el modelo de inmersión lingüística que impide que los niños cuyos padres así lo desean opten por el castellano como lengua vehicular de la enseñanza es anticonstitucional es evidente. Lo han dejado claro muchas sentencias, de las cuales ésta es sólo el último ejemplo, notable por cuanto toma el Estatuto afeitado por el Constitucional como referencia. Pero cualquier sentencia que emita el Poder Judicial es papel mojado si el Ejecutivo no la hace cumplir. Y, evidentemente, el Gobierno por boca de Rubalcaba ha dejado claro que no va a mover un dedo para proteger los derechos de los ciudadanos catalanes.

¿Por qué iba a hacerlo? Al fin y al cabo, las libertades no son más que un obstáculo para el poder. Como se ve en otros ejemplos recientes, como el anteproyecto de ley de igualdad de trato, lo importante para Zapatero, Rubalcaba y los suyos es mandar para moldear la sociedad a su antojo. Y una sociedad en la que en Cataluña se pueda estudiar en castellano no les interesa.

¿Por qué lo llaman laicismo?

GEES en Libertad Digital

El islamismo nos ha declarado una guerra a muerte: da igual que nosotros no nos queramos dar por enterados, o que pretendamos buscar la paz con él a cualquier precio. La izquierda española está vaciando de principios y valores tradicionales a la sociedad española: ¿ha perdido tanto el juicio como para no darse cuenta de que trabaja para el islamismo? A nosotros nos parecerá absurdo, pero quieren recuperar España para el islam y restaurar la oscura Al Andalus. En la España del Proyecto de ZP, los poderes públicos están poniendo trabas al ejercicio del cristianismo, pero están fomentando el del islamismo. Pagaremos las consecuencias.

La cristofobia del Gobierno y su plasmación en leyes son un problema que heredaremos para el futuro y que tiene consecuencias que van bastante más allá de los cristianos. Derogarlas es una necesidad si queremos que las instituciones del paí­s funcionen y las energías de España dejen de perderse por un culpa del odio radical hacia el cristianismo de unas minorí­as que envenenan la convivencia y que se encarnan y tienen como ariete el Proyecto de ZP, que dice laicismo donde debiera decir cristofobia, odio al cristianismo y búsqueda de su eliminación social.