sábado, 15 de enero de 2011

Sin misa y rebuznando

Tomás Cuesta en ABC

FUE en casa de Gorki, una noche de vodka, zalamerías y miserias. El Padrecito Stalin, que iba suelto de lengua, se dirigió a los escritores que aderezaban el festejo con la solemnidad pastosa de un profeta ebrio. «La nueva sociedad —dictaminó— la construirán los ingenieros. Pero vosotros, camaradas, también sois ingenieros. Ingenieros de almas, nada menos». La frase, según cuentan, se le ocurrió sobre la marcha, un poco al buen tuntún y al calor del aguardiente. Pero la inspiración, siempre tan caprichosa, le regaló una metáfora soberbia. El objetivo final del totalitarismo es transformar al hombre en herramienta. Y la mejor manera de llegar a la meta es arbitrar una cadena de montaje que troquele y ajuste las conciencias. Nadie lo ha definido con tanta lucidez como el mayor criminal del siglo XX. «Ingenieros de almas»: una expresión tan nítida, tan espantosamente bella, que, más que a la política, remite a la poética. Los dictadores pasan, las pesadillas se atemperan, las sociedades levan anclas con rumbo a nuevos puertos. Pero la tentación de convertir a las personas en peleles inermes y zombis del sistema aún sigue latente.

Lo que ha ocurrido estos días en la Universidad de Barcelona a cuenta de esa capilla en la que, por lo visto, el nacional-catolicismo destilaba veneno, es una versión bufa («Sin misa y rebuznando») de lo que, en el original soviético, era un drama macabro. La presencia o no de locales destinados al culto religioso en los recintos universitarios (que son, por otra parte, tan cristianos «ab ovo» como las catedrales) es un asunto que puede discutirse en términos estrictamente razonables. No faltan argumentos ni argumentadores para echar leña a la hoguera de la «disputatio»: Voltaire, Descartes, Kant... Incluso el mismo Balmes que —quién lo iba a decir— ahora está de moda allá en el Principado. Sin embargo, no hay caso. Después de medio siglo de ingeniería anímica la razón ilustrada se ha disuelto en la sopa iletrada de la memez a ultranza. El debate humanista sobre las relaciones entre la libertad y la fe, la laicidad y la tolerancia, ha dado paso a la cazurrería intonsa de una reala de fanáticos que creen que la sutileza dialéctica consiste en vociferar a dos carrillos, en escupir por el colmillo hacia lo alto y en ciscarse en la consagración del «Agnus Dei» acosando a los fieles y comulgando con bocatas. ¿Enorme sacrilegio? Lo sería si por azar supieran en qué consiste lo sagrado.

Pero nada hay enorme, salvo la estupidez, en nuestras acres parameras. Los diminutos inquisidores progresistas (los grandes, nos guste o no, eran gente con vuelo) han elevado las consignas a la categoría de argumentos. Sacan a relucir los ideales y le dan esquinazo a las ideas. Confeccionan prestigios a medida y miden las costillas de los desafectos. Emplean la corrección política a guisa de ganzúa y escalpelo. Apelan al escándalo si la discreción les acomete. Extraen de una sospecha una sentencia. De una denuncia abocetada se deriva un linchamiento en toda regla. La dictadura del beaterio posmoderno desencadena un proceso paranoico que anula el debate público y desfibra el lenguaje al extirpar las diferencias. El fascismo uniforme, el espantajo de la monotonía milimétrica, retorna camuflado en los ropajes de un antifascismo romo y dominguero. La audiencia, insaciable, abuchea a los cómicos y exige crueldad, verosimilitud, sangre y entrega. ¡El Circo Mínimo, señoras y señores, en vivo y en directo! Cristianos extasiados, gladiadores de tebeo y los analfabetos de rigor —de «rigor mortis», obviamente— jaleando a las fieras en la tribuna de los medios.

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