sábado, 8 de enero de 2011

Cortinas de humo

Tomás Cuesta en ABC

El Gobierno procede en sus funciones como un simio con un compás. Hay algunos otros modos de entender la soberbia con la que personalidades competentes socialmente como Pajín, Jiménez o Salgado, todas ellas implicadas en la novena antitabaco, convierten sus manías en decretos, pero en esos secretos sólo está don Alfredo, a quien las cortinas de humo de sus paridades le facilitan la cobertura imprescindible para tantas alquimias. Lo que se ve a simple vista es la mano dura de una institutriz austriaca frente a la que no hay excepciones que valgan, dado que la causa general de las disposiciones contra los fumadores no es el desvelo por su salud. Ni tampoco la protección de los conciudadanos pasivos, cuya teórica condición de víctimas parece a ojos de las ministras más digna de conmiseración que la de los socios de AVT. Nada de eso. Al Consejo de Ministros lo que le reta es el cumplimiento riguroso de sus delirantes disposiciones, el montaje de un circuito de fichas de dominó para gozar con las vistas del desplome provocado por un solo dedo. La voladura controlada del sector hostelero ofrece, al parecer, coreografías sociológicas cuya estampa debe ser del agrado del Gobierno, para su mayor solaz, vamos.

La ley contra los fumadores forma parte del verdadero legado de Zapatero y sus colaboradores (semejante obra es inabordable en solitario), una colección de artefactos, un compendio de normas, en algunos casos legales, que abarca dislates tales como el propósito de extender los derechos humanos a los primates, colocar por orden alfabético los apellidos de los españoles, adoctrinar a los niños con el bodrio totalitario de «Educación para la Ciudadanía», regalar piruletas y pastillas abortivas, prohibir crucifijos y belenes y ahora eliminar, como sea, a los fumadores y los bares, de golpe, dos por uno y más barato que en Andorra.

En contraste con los fumadores, otros gremios de la mala vida disfrutan de condiciones que nunca hubieran imaginado en un país por decir católico o, por lo menos, de sustrato monoteísta. Proxenetas, clientes de prostíbulos, jugadores, partidarios de las esferificaciones, bebedores compulsivos y otros notas potencialmente más peligrosos, incluso para sí mismos, que los adictos a las hebras disponen de una oferta creciente y crujiente. Cualquier timba es legal, hay más güisquerías de guardia que farmacias, la tolerancia con las drogas ilegales deja perplejos a los capos de las mafias de medio mundo, España es considerado un paraíso judicial y penitenciario para los delincuentes de la peor calaña y los traficantes de esclavas celebran sus simposios en Barajas. La pericia con la que el Gobierno gestiona su incapacidad para afrontar los problemas de orden moral y público es colosal, que diría Pla con una tea entre las uñas. Sólo que esta vez, el disimulo no sólo es un ataque a la libertad de los fumadores (un «derecho» entre relativo y prescindible) sino al bolsillo de miles de empresarios y trabajadores cuyos ingresos decrecen al mismo ritmo que aumenta la satisfacción de la titular de Sanidad ante los efectos de la aplicación por narices de su realísima gana e intransferible voluntad. Que bares y restaurantes estuvieran medio vacíos se debía a la crisis y no precisamente a un cambio de las costumbres locales, de tradición meridional. Que estén desiertos es culpa del Gobierno, incapaz de planear una estrategia sanitaria factible y muy capaz de llevarse por delante cientos de miles de empleos. Por no hablar del frío.

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