sábado, 8 de enero de 2011

Una sociedad sin humos (pero ahumada)

Juan Manuel de Prada en ABC

Las últimas prohibiciones decretadas contra los fumadores nos confirman que el rasgo más distintivo de nuestra época es la conflictividad. Una conflictividad reglamentada hasta el más mínimo detalle que, con la disculpa de favorecer derechos y libertades individuales (en este caso, el sacrosanto derecho a la salud), va creando, mediante un profuso andamiaje legal, un clima de demogresca constante, de fracturas sociales insalvables que, paradójicamente, se disfrazan de «tolerancia». Pero lo que tan bella palabra encubre no es sino la atomización de la sociedad, la ruptura de todo vínculo de pertenencia a un cuerpo común; pues, a la postre, el único modo en que podemos «tolerarnos» los unos a los otros es mediante la segregación, que se disfraza de disfrute de una cuota de «libertad personal». Pero tal cuota de «libertad personal» no es sino la burbuja de nuestro aislamiento y desvinculación; y, en cuanto pretendemos abandonar esa burbuja, brotan enseguida las chispas. Esta conflictividad reglamentada, que sirve para definir las relaciones entre fumadores y no fumadores, sirve también para definir las relaciones entre hombres y mujeres, entre creyentes y descreídos, etcétera. El único modo de no molestar al prójimo consiste en segregarlo de nuestro horizonte vital, en recluirlo en su burbuja de «libertad», de modo que no interfiera en la nuestra; y así estamos construyendo una sociedad a la greña, erizada de alambradas, destinada tarde o temprano al canibalismo.

Una sociedad policial, en la que la supervivencia de nuestra burbuja de «libertad personal» se cifra en la vigilancia de la burbuja del prójimo. Y en la que, fatalmente, el prójimo que en su burbuja cultive hábitos o profese creencias que la mayoría repudia, acaba convirtiéndose en un apestado. La reclusión de tales apestados en un lazareto de ignominia y condena social se realiza, sin embargo, con escrupulosa «tolerancia»: a nadie se le prohíbe profesar ciertas creencias ni cultivar ciertos hábitos, siempre que tales hábitos y creencias no desborden los límites de su burbuja de «libertad personal»; pero tal burbuja será cada vez más angosta, cada vez más asediada de cortapisas, cada vez más sometida a escrutinio por reglamentaciones hostigadoras que irán cegando sus rejillas de ventilación. Así hasta que los apestados tengan que resignarse a la asfixia en su encierro; por supuesto, tal encierro les será muy tolerantemente aliviado, si se avienen a renegar de sus hábitos o creencias.

Quizá lo más espeluznante de este proceso no sea, sin embargo, la condena al ostracismo que se decreta contra los apestados, sino la alienación de una sociedad que se aviene a aceptar imposiciones que contravienen su ser natural, que reniega de su ser natural con tal de disfrutar de los dudosos bienes que le promete el ingeniero social. Y que así, por ejemplo, es capaz de renunciar a formas de convivencia pacíficamente arraigadas con tal de disfrutar de una quimérica promesa de salud. Que un pueblo que en otro tiempo se sublevó contra un edicto que pretendía recortar las capas acate estólidamente una ley que impide fumar en bares y restaurantes demuestra que vivimos en una sociedad sin humos; también en una sociedad ahumada de conflictividades latentes, que ha hecho del humo de la conflictividad el aire que respira y que acabará envenenada por ese aire fétido, mucho más letal que el humo del tabaco.

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