sábado, 19 de marzo de 2011

La traición de los clérigos

Tomás Cuesta en ABC

«EL cataclismo de los conceptos morales en quienes educan al mundo». Bajo ese lema, Julien Benda publicó, en 1927, un libro que, desmañado, sin duda, en lo estilístico y alicorto, tal vez, en sus planteamientos académicos, resultaría, en cambio, tristemente profético. En «La trahison des clercs» (La traición de los clérigos), Benda denunciaba la obcecación suicida de esos intelectuales que, a derecha y a izquierda, sin distingos de credos, glorificaban con fervor los particularismos al tiempo que arrumbaban los valores de la universalidad en el trastero de las enciclopedias. El caso es que, por entonces, ochenta años atrás, en el frenético entreacto del siglo de la mega-muerte, los eximios intérpretes del pensamiento europeo no sólo no aprendieron de los errores del pasado sino que echaron leña al fuego de los horrores venideros.

De ahí el estupor con el que Julien Benda («el típico judío insignificante», apostillaba Charles Maurras desde las altas cumbres de la «grandeur» francesa) asistía al despliegue de fuegos de artificio que instaban a las naciones a encerrarse en sí mismas, a no ver más allá de sus adentros, a enfrentarse a las otras a cuenta de «su lengua», de «su arte», de «su filosofía», de «su cultura»; de su «volksgeist», en suma. Es decir, de «su genio». La era moderna —afirma— se despeja a través de una ecuación funesta que transforma «la cultura» en «mi cultura» y salda las conquistas del humanismo y la razón en el melifluo baratillo de la pertenencia.

Algo hemos avanzado, puesto que los «clérigos» de antaño se han convertido, hogaño, en príncipes de una Iglesia despojada de la universalidad «católica». Y atrincherada en ser sólo «catalana». Para trocar la teología en «ancilla politicae» (sierva de la política). No han de dar fe de Cristo, los obispos; sí, de su terruño: «Como obispos de la Iglesia de Cataluña, encarnada en este pueblo, damos fe de la realidad nacional de Cataluña, configurada a lo largo de mil años de historia». A eso Juan Pablo II llamaba el paganismo nacionalista. Contra esa absorción del cristianismo en apuesta política está elaborada toda la obra del Benedicto XVI que, en 2005, escribe: «El moralismo político al que hemos sobrevivido, y al que estamos sobreviviendo, no sólo no abre un camino de regeneración, de hecho lo bloquea. Lo mismo ocurre con un cristianismo y una teología que reducen el núcleo del mensaje de Jesús, el “reino de Dios”, a los “valores del reino”». O a los valores de la nación, si se prefiere.

A partir de esa sacralidad de la nación, todo se justifica. Igualar la actual paradoja migratoria con la presencia en Cataluña de andaluces («personas inmigradas de otros territorios de España», dicen los obispos) no es insulto; es necedad. Y quizá el sacrilegio del particularismo. Eso que exponía Ratzinger al reflexionar, en 1987, sobre la universal historia que «abre la Persona de Jesús de Nazaret, a quien se reconoce como el último hombre (el segundo Adán)… Se orienta hacia la entera raza humana y supone la abrogación de todas las historias parciales, cuya salvación parcial se ve ahora esencialmente como ausencia de salvación». Pero, para los de la tarraconense, no hay salvación fuera de la masía.

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