Ella hizo una excepción con él. Eso dijo, o eso dice él que dijo. Era el final de los sesenta, y a la chica que llamó por error a la habitación de Cohen sólo le interesaban los tipos jóvenes y guapos. Él no estaba marcado por ninguno de esos dos estigmas. Pero hizo una excepción. Ella. Cerró la puerta. Abajo, la limusina hubo de aguardar, resignada, un par de horas: las cosas de la jefa, ya se sabe… Nada más común en aquel Nueva York de un tiempo demasiado dorado para ser de veras: rock and roll, dinero y sexo. Por igual fáciles. Lo demás no existía. O casi. Para aquel viejo de casi cuarenta y para la irreal criatura de veintipocos, en la habitación sombría del dicen que bohemio Hotel Chelsea.
Él contará —él cantará— más tarde cómo aquella pelirroja, arrogante y desgarbada, con algo muy tangible de ángel caído, repetía igual que un zombi su obsesiva cantilena: «… te necesito, no te necesito…» Y que todos, todos sin excepción, le bailaban el agua en torno. No era guapa. Y, quizá porque eso la torturó antes de que a los dieciocho se convirtiera en un efímera deidad camino del sacrificio, Janis coleccionaba guapos chicos efímeros, como otros de su generación coleccionaban Fenders Stratocaster: su «corazón era una leyenda», dirá él, el hombre vestido de negro cuya habitación había confundido ella con la de Kris Kristoferson en el Hotel Chelsea. No era de los del tipo que prefería aquella criatura cuya voz atronadora acababa de llevarse por delante a los bucólicos del Festival de Monterrey, exhibiendo, tras sus californianas flores, el abismo. Dicta un arreglo al hombre viejo —tener casi cuarenta era en aquellos años ya ser un anciano— que se ofrece para hacer de Kris Kristoferson: «Mira, ni tú ni yo somos guapos. Pero tenemos la música». Jodida música, que iba a matarlos a casi todos. No al hombre viejo. Tal vez él llevaba demasiado tiempo muerto: eso parecían decir todas sus canciones, eso iban a seguir diciendo luego.
Lo premiaron la semana pasada. Con un convencional «Premio Príncipe de Asturias». Bien está. Aunque, ¿puede premiarse a un hombre que siempre supimos tan lejano a este mundo, a cualquier mundo, siempre, desde el día mismo en el cual por primera vez nos estremecieron sus inaugurales Canciones desde una habitación? Todos fuimos, en algún momento, Janis Joplin. Lo mismo que a ella, nos sedujo a todos la medida distancia que Leonard Cohen mantenía con todo. La que mantiene. Ese, más que inhumano demasiado humano, estar ausente allá donde su voz deletrea emociones en el filo de lo insostenible. Hotel Chelsea: «Te fuiste». Ni una sílaba sobre la tragedia que vendría: el último, majestuoso, disco de la extraviada muchacha de Texas, Pearl, que quedó inacabado; la muerte en el roce amigo de una aguja; también en eso la sombra de Billie Holiday pareció empecinada en perseguirla; pero Janis Joplin tenía sólo 27 años.
Y, decenios más tarde, el judío canadiense, igual de viejo y cansado que toda la vida, susurra, intemporal, su evocación de aquel cuarto bohemio en un Hotel que ya no existe. Con el grave, sucinto, recitado que se arrastra hacia el silencio en el cual debe extinguirse la tragedia: «Eso es todo: tampoco es que piense demasiado en ti.»
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