sábado, 22 de noviembre de 2008

"La impunidad del Estado", Editorial de Libertad Digital

Muchos de los problemas que sufrimos en nuestras sociedades vienen causados, directa o indirectamente, por el intervencionismo estatal. Habida cuenta de la ingente cantidad de funciones que las Administraciones Públicas se arrogan con la finalidad de promover un difuso y pocas veces definido "bien común", no deberia ser nada que nos extrañara.

Por lo general, cuando el Estado fracasa en alguno de sus cometidos, la respuesta no suele consistir en retraerse y permitir que los ciudadanos busquen soluciones privadas a sus propios problemas, sino que, lejos de reconocer su responsabilidad, proclama que el problema se debe a una insuficiente extensión de su poder. Dicho de otra manera, incapaz de gestionar eficientemente sus anteriores atribuciones, el Estado pasa a exigir que su poder se incremente, de nuevo, en nombre del "bien común".

Ayer padecimos dos desafortunados ejemplos de esta actitud expansiva del poder estatal en ámbitos muy distintos. Por un lado, Gallardón procedió a cerrar varias discotecas de la capital madrileña, después de que la muerte de Álvaro Ussía revelara a la opinión pública que muchas de ellas estaban operando ilegalmente. En caso de que estas discotecas estuvieran efectivamente actuando fuera de la ley, el Ayuntamiento cumplió en un día con parte de las obligaciones pendientes desde hacía años.

Ya explicamos que, en este caso, el problema esencial no era otro que la inaplicación sistemática de la ley por parte de la Administración local. Sin embargo, esta rápida reacción no justifica que las Administraciones Públicas (sea el Ayuntamiento o sea la Delegación del Gobierno, tal y como sugiere Gallardón) o se vayan de rositas o incluso extiendan sus mecanismos de control, colocando policías dentro de las discotecas. Aquí han fallado ciertos cargos públicos porque los mecanismos institucionales diseñados para evitar que fallaran no han funcionado como debían.

Así pues, habrá que depurar responsabilidades y reformar los sistemas de coordinación entre administraciones (si la culpa corresponde a la Delegación del Gobierno) o los de fiscalización de sus actividades (si corresponde a la dejación de funciones del Ayuntamiento de Madrid) o, en su caso, plantearse si no sería conveniente que las Administraciones se centraran en cumplir con unos pocos objetivos básicos (seguridad y justicia) en lugar de dispersar su atención en objetivos que las desbordan.

El segundo ejemplo de impunidad estatal lo encontramos en la actitud del Gobierno socialista ante la crisis. A pesar de ser uno de los principales responsables de la magnitud de nuestra recesión (tanto por una brutal expansión del gastó público que ha terminado disparando el déficit cuanto por su absurda obstinación en no liberalizar el mercado laboral, pese a que España ha sufrido el mayor incremento del desempleo de todo Occidente), se empeña en pedir más poder para los Estados: la crisis no ha sido consecuencia de sus continuas intervenciones en los mercados financieros, sino de que se ha intervenido demasiado poco.

De nuevo, nos encontramos con el mismo discurso: los cargos públicos no tienen ninguna responsabilidad en lo sucedido; de hecho sólo si se les entrega más poder podrán poner fin a los problemas (que ellos mismos han creado, les faltaría decir). Desde luego, la crisis no necesita más Estado, sino más mercado. El ajuste y la recesión son inevitables, pero el consenso socialdemócrata que reclama Zapatero sólo retrasará la recuperación.

Las reformas serias del Estado, para reducir su peso y para aumentar su eficacia, sólo comenzarán a materializarse cuando los errores políticos dejen de quedar impunes. Si por cada error, la Administración sólo recibe nuevos poderes y nuevas justificaciones para su actuación, los políticos seguirán creando problemas y evitando las soluciones. Es hora de empezar a pasar la factura.

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