De todos es sabido que los primeros que se compran la última novedad tecnológica suelen ser jóvenes. Los gadgets de última generación suelen estar en manos de aquellos que pueden permitírselo y tienen el suficiente entusiasmo como para pagar esa cifra extra que cuestan estos aparatos. Sin embargo, entre los primeros usuarios del Kindle abundaban los cincuentones. ¿Por qué? Bueno, existen razones prácticas como el hecho de que se puedan aumentar el tamaño de la letra, que siempre viene bien a quienes tengan problemas de vista cansada, que no suelen ser quinceañeros con acné. Pero quizá el perfil del lector no se corresponde exactamente con el friki que no se separa del ordenador. Es decir, de mí.
Es una ventaja de las editoriales que no tienen ni las discográficas ni los estudios cinematográficos: no sólo tienen un buen porcentaje de clientes que no son asiduos de las redes P2P, sino que entre quienes ponen material en internet hay en general menos entusiasmo por sus productos. Entre eso y que se venden relativamente pocos lectores electrónicos aún, lo cierto es que buscando en internet hay muchos menos libros que discos o pelis.
Pero es quizá la única ventaja de la que disfrutan porque parece que se hubieran quitado las gafas de culo de botella hace diez años y no hubieran visto ninguno de los errores de las demás industrias de contenidos. Así que están poniendo los libros electrónicos a precios similares a los del papel, pese a que cualquiera con cultura suficiente como para querer leer algo entiende que los costes de producirlo ni se acercan. No hay que imprimirlo ni distribuirlo; no hay que llevarlo a casa. Teniendo el texto original, hacer una versión electrónica puede llevar un par de horas de trabajo no excesivamente especializado. Y poner un precio razonable inhibe de irse a internet a buscarlo gratis; la comodidad y sencillez de poder comprar y leer sin más también tienen un precio.
Lo que lleva al segundo de los errores: el DRM. Actualmente existen dos grandes bandos en los formatos de libros electrónicos: Amazon y todos los demás, que usan ficheros en formato ePub protegidos con el DRM de Adobe. El primero está protegido, sí, pero plenamente integrado con su lector Kindle, de modo que cumple con el objetivo de comprar y leer. El segundo, especialmente en España, es un infierno. Hay que bajarse un programa, instalarlo, crearse una cuenta Adobe ID, configurarlo para que puedan comprobar que somos buenos y tenemos permiso para leer lo que nos hemos comprado y finalmente descargar el archivo con el libro. Creo que mi madre no podría hacerlo. Y, por si no se han enterado, mi madre cumple con el perfil de comprador de libros electrónicos casi al dedillo.
Por supuesto, muchas editoriales meten la pata de otras maneras. Por ejemplo, retrasando un par de semanas la aparición del libro electrónico, como hizo el editor de Stephen King, para que no canibalizara las ventas en tapa dura. Naturalmente, la gente digitalizó el libro y decenas de potenciales compradores lo consiguieron sin pagar. O, como hace J.K Rowling impidiendo que se vendan ediciones digitales de la saga de Harry Potter para que no se copien ilegalmente, consiguiendo que sus libros estén entre los más intercambiados en las redes P2P.
Todas estas meteduras de pata se podrían considerar comprensibles, aunque no perdonables, en los muy bien pagados directivos de la industria discográfica, que fueron los primeros que se encontraron con Napster. ¿Pero qué excusa tienen los fabricantes de hoja de árbol muerto, más de diez años después?
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