lunes, 16 de mayo de 2011

Elogio de Chesterton

Xavier Antich en La Vanguardia

Semana de elecciones. Y, como cada vez, por una extraña paradoja, cuando las palabras más deberían referirse a la realidad y a las cosas concretas, más deserta el lenguaje de su consistencia para convertirse en una especie de jerga sólo comprensible para iniciados. Todo se puede decir y todo vale, incluso cuando nada se dice y cuando las palabras sólo oscilan entre la descalificación y la vacuidad, más cerca del titular, el chascarrillo o la ocurrencia. Hablar por hablar, la perversión suprema del lenguaje. Una lección, sin embargo, de dimensiones metafísicas, pues recuerda que el lenguaje, empleado habitualmente para referirse a las cosas, puede acabar convertido en un instrumento de la nada.

Por ello, cuando llega esta época, hay que armarse, primero, de paciencia y, después, de realismo y de sentido común, ese que, como todo el mundo sabe, es desgraciadamente el menos común de los sentidos. Y así, cuando la política se convierte en un territorio de ficción, y de la mala, hay que recurrir a la literatura para darse un atracón de realidad. Walter Benjamin lo dijo con más sutileza: frente a la estetización de la política, habría que politizar la estética.

Por eso hay que tener a mano antídotos dignos de una biblioteca de guardia. Y, en una lista ideal, Gilbert Keith Chesterton ocuparía, tal vez, el primer lugar. A Borges le gustaba pensar que Chesterton hubiera podido ser Kafka pero que, por un extraño acto de valentía, había preferido la felicidad. Sería difícil no reconocerle el acierto. Con los años, este gordinflón de aire bondadoso acabó pareciéndose, aunque sólo físicamente, al detective Hank Quinlan, el podrido personaje que encarnaría Orson Welles en Sed de mal, pero despojado de su cinismo y de su maldad: con casi dos metros de altura y más de 130 kilos, Chesterton fue uno de los pocos personajes positivamente shakespearianos del siglo XX. Desmesurado, brillante, apasionado, íntegro. Católico con el fervor del converso en el Londres anglicano; conservador en la época de los fanatismos utopistas que pretendiendo traer el paraíso a la tierra sembraron Europa de terror; defensor del sentido común en las décadas que triunfaba el psicoanálisis, la física relativista y la cháchara heideggeriana; biógrafo sutilísimo de santos en el siglo de la muerte de Dios; y, por fin, autor de la criatura más extraña de la narrativa policiaca, el padre Brown, ese sacerdote católico y papista que paseó su ingenio ensotanado y su paraguas por los vastos territorios literarios que pronto iban a ocupar los herederos, legítimos o no, del Philip Marlowe de Chandler y del Sam Spade de Hammett.

Siempre fue un azote de estúpidos, pero acaso ningún escritor en los tiempos modernos ha considerado tan inteligentes, y con tanto respeto, a sus lectores. Prefería el dogma al prejuicio y las cosas antes que la nada. En una época de frivolidades sin medida y de invenciones literarias extravagantes, su mundo era el del hombre común y ordinario, sin pretensiones ni manías, capaz de regir su vida con el tan despreciado sentido común, que Chesterton consideraba, y con razón, la cima de la inteligencia. Amante y defensor de la vida sencilla, detractor de las complejidades inútiles, siempre abominó de la falsedad, la impostura y la hipocresía, cosas que siempre conviene recordar en épocas de farsantes sueltos, cuando los lugares comunes adquieren carta de verdad y cualquier promesa pretende esconder la incompetencia.

Hace unos años que Chesterton, por fortuna, goza de cierto favor en nuestro país. Ahora, la editorial de Jaume Vallcorba, que lleva unos meses publicando maravillas como si estuviera sembrada, acaba de compilar un volumen que no tiene desperdicio: Cómo escribir relatos policíacos (Acantilado). La editorial ya dispone en su catálogo de algunas joyas recomendables con entusiasmo: desde El hombre que sabía demasiado hasta, claro, Los relatos del padre Brown, un volumen que debería estar en cualquier casa decente. "Cualquiera puede fingir que es sabio, pero no que es ingenioso", escribió Chesterton, y esa extraña virtud, que combina inventiva y agudeza, es la que mejor le define.

Convencido de que el progreso consiste en el avance de lo complejo a lo simple, siempre le fascinó la literatura policiaca porque, decía, permite disfrutar todos los beneficios de la alegría de la razón. Y también, como confesó a menudo, porque "una novela en la que alguien no mate a otro probablemente no contenga más que un montón de personajes hablando de trivialidades, sin esa silenciosa presencia de la muerte que constituye uno de los lazos espirituales más fuertes de la humanidad". No es mala norma esperar que la literatura contenga tanta vida como la realidad cotidiana.

Chesterton pensaba que la novela policiaca es la primera y única forma de literatura popular en que se expresa la poesía de la vida moderna: "No hay adoquín en las calles ni ladrillo en las tapias de la ciudad que no sean en realidad un símbolo deliberado, un mensaje de alguien, igual que lo son un telegrama o una tarjeta postal. El callejón más estrecho posee en cada rincón el alma del hombre que lo construyó, que tal vez lleve ya mucho tiempo en la tumba. Cada ladrillo contiene un jeroglífico tan humano como si fuese el ladrillo de un ídolo de Babilonia, cada teja de pizarra es un documento tan educativo como una pizarra llena de sumas y restas". Leer a Chesterton, cuando por todas partes se pretende secuestrar la realidad, es una forma de sentir que estamos vivos.

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