miércoles, 11 de mayo de 2011

Leer

Horacio Vázquez-Rial en Libertad Digital

Dice la Academia que leer es –primera acepción– "pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados". Después abunda en otros sentidos del término, desde leer el futuro en la bola de cristal o en la baraja hasta leer el pensamiento.

Hace poco recomendé en un artículo la lectura de Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, y una leal, respetuosa y muy querida amiga decidió hacerme caso y se puso con el libro, de cabo a rabo. El resultado fue magro, claro, y me dediqué a explicar que la poesía no se lee así, de corrido y en montón, tal como se la expone en los libros de poemas. Se lee poema a poema, de ser posible en voz alta, en compañía. Así fue como yo empecé a leer poesía, en mi muy remota adolescencia, en grupo de amigos, y por eso tengo tantos versos en la cabeza, demasiados casi, que irrumpen sobre todo cuando escribo, porque se escribe con el oído, y el oído está lleno de esas viejas músicas, de "crepitaciones de un pan que en la puerta del horno se nos quema" (Vallejo), de generales que van "en coche al muere" (Borges), de "tan corto el amor y tan largo el olvido" (Neruda), de "si tú me dices ven lo dejo todo" (Nervo: el bolero lo plagia, él hablaba a Cristo), de "poor old Benito" (Pound).

Pero después de decirle esto a mi amiga recordé que no sólo hacíamos eso con los poemas. También en grupo, comentando, subrayando, glosando cada frase, leí la Fenomenología del Espíritu y La ciencia de la Lógica de Hegel, por ejemplo. Hace muchos años que no hago lo uno ni lo otro, que la lectura es para mí una actividad íntima. Aunque a veces echo de menos la compañía cuando descubro o redescubro un gran poema, echo de menos voces y emociones compartidas ante el descubrimiento de una imagen o una idea.

Leer no es en absoluto pasar la vista por lo escrito y descifrarlo más o menos coherentemente. Ésa es sólo la primera etapa. La segunda es la comprensión, que va más allá del desciframiento, y que ya tiende a la incorporación de conceptos, imágenes o términos: ideas. Es lo que suele hacer cualquier estudiante aplicado al que le han encomendado el aprendizaje de un texto. A la tercera se llega sólo a veces. Me refiero a la creación de lo que se lee.

Decía Sartre, cuya sabiduría no hay que despreciar por sus estupideces ni por sus ambigüedades, que la obra, el texto, sólo está completa cuando además de un autor y una tesis, o una imagen, o un mensaje, o simplemente un contenido, tiene un lector.

Obviemos aquí al autor, que casi siempre escribe lo que no sabe, para ponerlo en evidencia y, tal vez, no siempre, descubrirlo. La mayor parte de las veces el texto es, en ese sentido, autónomo. Hace años, en una entrevista, Claudio Magris me dijo: "Mis libros son mucho más inteligentes que yo". Y era cierto, no en su caso particular, sino en el de los escritores en general, y me incluyo, pues enseñan en su escritura lo que no han podido aprender. El texto, en expresión de Barthes, prolifera. Es en ese ámbito donde la escritura es un don. Me ocupé de esta condición singular de la escritura en un artículo publicado hace más de diez años, "La resistencia a la revelación", y no voy a reiterarme aquí.

Lo que entonces decía acerca de la revelación literaria estaba relacionado con la experiencia de la escritura, el misterio de lo que el escritor sabe, pero no sabe que sabe, y que aparece en el texto, por mediación de las palabras antes que por la de la conciencia. Ahora quiero señalar que también en la lectura hay un factor revelación, un descubrimiento de que lo que yace en el texto es algo que oscuramente se sabe, pero que no ha salido a la luz hasta ese mismo instante. La experiencia más corriente es la del que descubre que ese autor dice lo que yo pienso pero nunca he podido expresar con esa precisión. Y se empieza a leer, y se adquiere el hábito y hasta la adicción a la lectura, tan pronto como se ve que es posible identificarse con el escritor o con sus personajes: tan pronto como se ve que las palabras, en un orden determinado, revelan algo, ya no exterior o ajeno, sino profundamente propio.

Los libros que componen la Biblia son hijos no sólo de la revelación hecha a sus autores, también de la revelación al lector. Y todo texto es doblemente revelado, por y para el autor, y para y por el lector.

Todo esto se relaciona directamente con una inquietud manifestada por no pocos lectores de mi artículo sobre la posibilidad real de pensar racionalmente, al margen de los desechos ideológicos con que cada uno carga, ya no en su conciencia, sino, sobre todo, en su inconsciente. Lo ideológico, lo prerracional, hace las veces de escudo ante la revelación implícita en cualquier texto literario o filosófico. Impide la entrega a la experiencia, la libertad de asumir o rechazar desde la razón, pero también desde la emoción, sin la cual no hay acceso al verdadero saber. Saber es vivir, leer es vivir. Hay una erótica de la lectura, sin la cual la puerta del conocimiento permanece cerrada.

La voracidad lectora no es una manía ni una costumbre: responde a un hambre real, a un ansia de alimento que no sólo repare, también complete. ¡Se parece tanto a la pasión amorosa! ¿Es una forma de la pasión amorosa? Tiene de ella al menos dos rasgos: la necesidad de llenar un vacío doloroso y la posibilidad de inventar su objeto y de investirlo como don. Yo creo que en ello radica la clave del verdadero camino del saber, del pensamiento, de la verdad, de la libertad.

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