miércoles, 8 de junio de 2011

En la nube

Gabriel Albiac en ABC

«Hablaremos hoy de software, del alma; y dejaremos de lado el hardware, el cerebro». La elegancia de Steve Jobs es la del metafísico. Y, en su tenue sonrisa al puntear la frase, hay una carga ambigua de fulgor y sombra: la voladura de lo convenido. No es una apuesta técnica. Ni siquiera científica. Las máquinas de Jobs nos fascinan porque son no-máquinas, o mejor, más-allá-de-máquinas. Entre las criaturas Mac y todo lo demás que ha trastrocado el tránsito del siglo XX a este para el cual aún no tenemos nombre, la diferencia no es —no sólo— maquínica. Metafísico —¿o teológico?—, el envite de Jobs apunta al último nudo mitológico que sobrevivió en nosotros a nuestro pasado siglo de tinieblas.

Las máquinas de Jobs no han sido nunca máquinas. Sí, prótesis anímicas. No es lo mismo; ni siquiera se parece. La gran factoría Gates gestó artilugios impecables. Nunca estaremos lo bastante agradecidos a lo que esa precisión maquínica nos regaló: un mundo que ninguna literatura futurista pudo atisbar. Mac dio siempre eso por ya consumado. Y se lanzó al vacío de lo que un griego intemporal llamaba «la segunda navegación», la reflexión sobre lo hecho, el asombro ante lo descomunal de cuanto abre, la tarea aún más intensa de comprenderlo, de atisbar en ello los emblemas de lo bello, que es —eso pensaba el griego de hace dos mil quinientos años— idéntico a lo bueno. No hay ética más que en la estética. No hay estética sin el mortal salto al vacío al cual llamamos metafísica.

Los dos hoscos decenios que precedieron a la segunda guerra mundial dieron la condensación mayor de grandes metafísicos desde el siglo XVII. Se cierran con la brutal caída en el pozo del sinsentido. Después de 1945, la especie de los hombres hubo de confrontarse a lo siempre negado porque siempre presente: su primordial barbarie. Lo menos ocioso de estos años, en filosofía, ha sido la erudición. En lo demás, un vértigo de cosa efímera se fue tragando obras y autores, por igual prescindibles.

Mediados los ochenta, todas las lógicas del siglo se desmoronaron. Y, con ellas, las de la edad moderna. Desde que pusimos las manos sobre aquellos primeros portátiles 386, con apenas 20 megas de disco duro, supimos que el mayor vuelco del pensar, desde que un griego llamara a la escritura «juego de niños», se había consumado. Todavía era imposible sospechar lo que vendría. Pero terminaba un tiempo: el ciclo de los tres milenios de primacía simbólica del artefacto material. Sabemos ahora que lo esencial sucede en las secuencias numéricas que, sobre una pantalla de ordenador, excluyen toda distinción entre dentro y fuera, entre cerca y lejos, entre yo y otro, yo y nada, entre mi ordenador y mi escritura, mi tasada inteligencia, mis monótonos deseos. Todo está en mi disco duro. Que es mucho más yo que todas las anécdotas a las cuales, por pereza, llamo yo.

Ya, ni eso. «Hablaremos hoy de software, del alma»… Steve Jobs enunció anteayer la ascética del último soporte material: un nebuloso desleír el disco duro. En «nube». Tan intangible como los sueños y tan irrevocable. E infinita. Las máquinas que tecleamos serán sólo extensiones suyas. Hen kai pan, «uno y todo», fue el password con que un griego dio nombre al absoluto.

No hay comentarios: