lunes, 17 de enero de 2011

La conexión murciana de Palin

Juan Manuel de Prada en ABC

ME ha flipado bastante el aquelarre que la prensa mundial ha montado, convirtiendo al Tea Party y a Sarah Palin en instigadores de la matanza de Tucson. Uno está acostumbrado a esa suerte de impunidad moral con que se desenvuelve la izquierda, repartiendo a discreción anatemas entre las filas adversas; también se ha habituado uno a que la izquierda asigne al adversario ideológico el papel de archivillano en la tragedia de la Historia, reservándose para sí el papel de corderillo pacífico, con desprecio olímpico de la realidad; pero este aquelarre desborda la copa de la verosimilitud, para derramarse por los lodazales del delirio rocambolesco. No es que Loughner, el mozalbete que se lió a tiros con la congresista Giffords, no tuviese relación alguna con el Tea Party; es que parece exactamente el antípoda del retrato-tipo del acólito del Tea Party con el que, durante meses, la prensa izquierdista ha estado apedreándonos las meninges. Y, más allá de que Loughner revelara —en sus hábitos, lecturas y aficiones— proclividades que lo aproximan más bien a la izquierda antisistema, lo que parece fuera de toda duda es que se trata de un tarado con manías paranoides que aliviaba su soledad eyaculando incoherencias y procacidades por las redes sociales.

A este elemento la prensa de izquierdas le ha adjudicado sin empacho la condición de secuaz de Sarah Palin; y, como si nos halláramos ante un caso inexplicable de abducción universal, tal majadería ha sido rumiada por sesudos analistas, glosada en tertulietas y, en fin, incorporada al inconsciente colectivo como si de un mantra se tratara. Lo de menos es que el tal Loughner jamás haya pertenecido al Tea Party, ni mostrado adhesión alguna a Palin, ni defendido ninguna de las posiciones por las que tal movimiento o tal señora se han significado. Basta con que tal movimiento o tal señora hayan editado un mapa en el que se señalaba con dianas a varios congresistas demócratas y a sus respectivas circunscripciones como objetivos electorales para que se les considere «autores intelectuales» de la matanza. Señalar a los adversarios con dianas tal vez sea una metáfora excesiva; pero aun aceptando, que es mucho aceptar, que tal mapa sea una «incitación al odio», para relacionar tal mapa con la matanza de Tucson es preciso establecer una asociación desquiciada que la razón repudia.

Y en ese tipo de asociaciones irracionales, manipuladas emotivamente, la propaganda izquierdista se ha revelado maestra. Claro que tales asociaciones serían imposibles si previamente no se hubiera impuesto la creencia de que la violencia es una suerte de tic o pulsión irrefrenable de la derecha, un ingrediente constitutivo de su código genético; o, dicho en términos teológicos: una mancha de pecado original que arrastrará mientras exista. De nada sirve que la realidad refute abrumadoramente tal creencia, prodigando por doquier —lo mismo antaño que hogaño— ejemplos de violencia ejercida por la izquierda como método válido de convicción social y asalto al poder. La violencia, en el imaginario colectivo, se ha convertido en patrimonio exclusivo de la derecha; y la propaganda izquierdista puede permitirse desahogos como este aquelarre montado en torno a la matanza de Tucson. Mientras escribo este artículo, leo que han aporreado al consejero de Cultura del Gobierno de Murcia, quebrándole la mandíbula. Siendo el instrumento de agresión un «puño americano», la prensa izquierdista no debería vacilar el atribuir la agresión a un secuaz murciano de Sarah Palin; y, tirando del hilo, tal vez descubra que en Murcia hay montado un Tea Party clandestino.

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