lunes, 17 de enero de 2011

Nada es seguro en Túnez

Gabriel Albiac en ABC

NO basta con derrocar a un dictador para poner en pie una democracia. Los que tienen mi edad recuerdan el chasco de 1979. En un Irán donde iba a instalarse, desde entonces, el nudo de las tormentas de después de la guerra fría, tras el inicio de una guerra de religión —la declarada por la Yihad a los infieles— con la cual habremos de pechar aún por muchos años.

Con explícito apoyo norteamericano —y una imprevisión muy de Jimmy Carter—, la salida a la calle en masa de una población iraní hastiada de la crueldad cleptócrata del Shah, tenía todos los atributos para fascinar a los ojos occidentales. Unanimidad de la población frente a un tipo ciertamente odioso, entusiasmo de un pueblo en busca de su regeneración moral tras décadas de corrupción y de ejercicio tiránico del poder. Había, bien es cierto, unos pintorescos tipejos mezclados en la fiesta. Barbudos y uniformados de los pies a la cabeza. Clérigos que, en el primer momento, sólo nos daban risa. A fin de cuentas, ¿cómo un país tan profundamente occidentalizado como Irán iba a hacer demasiado caso de aquellas reliquias rancias del pasado? Con la inestimable ayuda de todo el occidente democrático, el guía espiritual de los barbudos, un tal Ruhollah Jomeini, fue restaurado en la primacía de los ayatollahs. Y la ciudad sagrada de Qom pasó a ser el único centro de gravedad iraní. Los primeros políticos que soñaron hacer del país recién salido de la tiranía una democracia fueron desapareciendo: algunos tuvieron la suerte de poder huir (es el caso de Bani Sadr, que fue el primer Presidente de la República, antes de entrar en conflicto con un Jomeini que lo fulminó). Otros fueron asesinados. En Irán mismo o bien fuera de sus fronteras. La sentencia dictada por un Guía Supremo (autoridad en Irán muy por encima de la del primer ministro) no conoce límites ni en espacio ni en tiempo. Al cabo de muy pocos meses, las mujeres con pantalón vaquero y sin velo desaparecieron de las calles. Y, al fin, el código islámico, la sharía vino a ser la única legalidad de la nueva República Islámica iraní. Se lapidó adúlteras. Se ahorcó homoexuales. Fueron cortadas manos de ladrones. Todo para gran espectáculo, regocijo y aprendizaje públicos. Hoy, un Irán a punto de construir sus armas nucleares es el mayor peligro militar del planeta.

La revuelta que ha acabado en Túnez con un gobernante corrupto (o sea, lo normal en la política del mundo árabe), Ben Ali, se parece demasiado a aquella entusiasta oleada de jóvenes iraníes del año 1979 como para no desasosegarme. Porque es cierto que, en las movilizaciones que acabaron con Rezah Pahlevi, participó lo mejor de la juventud ilustrada y democrática iraní. Como es cierto que fue aniquilada en los años que siguieron. Físicamente. En el paredón o en la horca. Y que quienes soñaron desde Europa ver en la chusma de Jomeini un aliado providencial del mejor futuro -el caso más amargo fue el de Michel Foucault- cargaron para siempre con el remordimiento de no haber entendido nada.

Ben Ali ha huido. Hostigado por quienes claman por la democracia en Túnez. Pero no son ellos quienes han recogido el poder. Es el ejército. Tan corrupto como Ben Ali. Los clérigos y Al Qaeda aguardan su hora.

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