miércoles, 23 de marzo de 2011

Rufet, Rufetiño y Rufeticoetxea

Pablo Molina en Libertad Digital

Nada debería ya sorprendernos respecto al escaso nivel de nuestra casta política pero, en el caso de que existiera alguna duda, ya se encargan sus miembros más preclaros de brindarnos periódicamente un espectáculo parlamentario como el escenificado a cuenta de la guerra de Libia, de forma que nadie cometa el error de suponer que las decisiones que afectan a nuestro país son adoptadas por personajes mínimamente solventes.

En el caso de la guerra contra Gadafi, pero sin intención de acabar con Gadafi (áteme usted esa mosca por el rabo, comandante Chacón) no se trata ya solamente de la postración intelectual que habitualmente ofrece el Hemiciclo, sino de la escasa vergüenza de sus señorías a la hora de defender su postura belicista enarbolando unos argumentos que parecían escogidos para acusarse a sí mismos ante la opinión pública española.

Los nacionalistas catalanes, siempre tan respetuosos con el orden político ajeno, dicen que apoyan a Zapatero porque resulta inaceptable que Gadafi vulnere los derechos humanos, lo que no les impide hacer lo propio en el territorio que gobiernan en lo que respecta al uso de la lengua materna, especialmente en las primeras etapas de la educación de los niños que, por si no lo saben, es otro derecho que conviene preservar sobre todo si se tienen responsabilidades ejecutivas.

Sus colegas vascos, por su parte, se muestran escandalizados por el número de víctimas civiles ocasionadas por el Gobierno de Gadafi, pero en cambio apoyan la vuelta a las instituciones democráticas de un grupúsculo sospechoso de apoyar a un grupo terrorista que lleva mil asesinados no al otro lado del mediterráneo, sino allí mismo, junto a los caseríos y los batzokis donde se reúnen estas plañideras con txapela a preparar sus estrategias en el parlamento "del estado".

En cuanto a Rajoy, habitualmente muy superior a la catetada periférico-parlamentaria, en este caso ha decidido no desentonar del rufetismo circundante, evitando hacer una masacre dialéctica con un Zapatero agonizante en términos políticos, al que podía haber vapuleado por la evidentísima hipocresía que revela su reciente ardor guerrero, sustentado ridículamente en el procedimiento administrativo de unas resoluciones de la ONU que a nada obligan, como demuestran otros muchos países que han preferido mantenerse ajenos a la aventura libia.

Caso aparte es el de un aturdido José Antonio Alonso en el papelón de defensor de las locuras de su líder, al que no se le ocurre otro argumento para justificar la guerra contra Gadafi que enarbolar una encendida defensa del derecho a la vida, el mismo derecho que su partido se ha encargado de abolir en territorio nacional con una ley que convierte el asesinato nada menos que en un derecho.

Cómo habrá sido el nivel del debate que Gaspar Llamazares ha brillado con luz propia como el único parlamentario fiel a sus principios; absurdos, sí, totalitarios, también, pero en última instancia los mismos que ha defendido siempre. ¿Al lado de los Rufets, Rufetiños y Rufeticoetxeas que han subido hoy a la tribuna de oradores? Un Churchill.

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