miércoles, 27 de abril de 2011

Papá leía «Mein Kampf»

Gabriel Albiac en ABC

Papá era nazi. Y él fue siempre un buen hijo. Aunque papá lo juzgara no muy listo. No perdió nunca ocasión de propagar la apología del Holocausto. Y fue —¿cómo negarlo?— enternecedor escuchar sus sentidas palabras de advertencia al Pontífice Romano en su visita de 2001: «Los judíos intentan matar los principios de las religiones celestes con la misma mentalidad con la que mataron y torturaron a Jesucristo». Todos supieron que el heredero Bashar iba a estar a la altura legendaria de Hafez Al Assad. Sólo había que darle una oportunidad. Ahora. A golpe de artillería y de blindados, Bashar Al Assad reverdece hoy viejas glorias de su estirpe. La aniquilación de la ciudad sunita de Hama en 1982 marcó el récord de asesinatos por unidad de tiempo en la familia. Por el momento. Bombardeo aéreo y artillería pesada contra población civil, a lo largo de 27 días: veinticinco mil muertos. Civiles, por supuesto. Una hazaña bélica. Sobre Bashar —segundón de papá, sólo heredero tras la muerte de Bassel, el hijo predilecto— recae ahora la pesada responsabilidad de hacer pequeñas las glorias del padre. Le queda aún un buen trecho. Pero las tres centenas largas de manifestantes liquidados por tanques e infantería sugieren un excelente ritmo de partida.

Nuestro amigo Bashar no desmerece su linaje. Puede que tal convicción fuera motivo de la prioridad que le diera la diplomacia española nada más verlo sentado en el sillón del padre. Intercambio de visitas oficiales, exaltaciones marxianas (fracción Groucho) de su inequívoca apuesta por la democracia… ¡La de cosas que hemos oído en estos diez años! ¡La de entrecomillados que uno puede ir sacando de ese antídoto de la idiotización que son las hemerotecas…! Prueben a hacer un par de búsquedas en Google, nuestros curiosos lectores. Dándoles el nombre del dictador sirio y el de un par de políticos españoles: los que más gordos les caigan, da lo mismo color, cargo o ideología. Verán qué risa.

El poder es artesanía «de tiempo y circunstancia», repetía el más clásico de aquellos que, en el siglo XVI, inventaron en Europa la política. Pero, a Europa, Bashar vino tan sólo a aprender oftalmología, allá por los lejanos tiempos en que papá lo miraba entre piedad y desprecio. Hafez Al Assad pudo asesinar cuanto le vino en gana, sin pagar jamás por ello, no por especial favor celeste. Había —es más prosaico— un guerra mundial que, bajo el sarcástico nombre de «Guerra Fría», permitía a sus fieles peones consumir, del todo gratis, sangre ajena. Quienes supieron hacer uso de aquel pulso de medio siglo blindaron despotismos inatacables. Delincuentes como Sadam o Castro, como Videla o Bokassa, como Assad o Arafat, son ridículas marionetas de un Gran Juego cuyos hilos movían otros menos risibles.

Se acabó aquello. Si Assad hijo se empecina en ejercer el oficio carnicero con igual exhibicionismo que su padre, su cita con la Parca estará sellada. Más nos valdría a todos: a los sirios, sobre todo. Pero eso solo no basta. Ni tras el fin de Gadafi se alzará el paraíso en Trípoli, ni tras el batacazo del segundón de papá Al Assad se adivinan tiempos felices para Siria. Papá leía Mein Kampf. Los que vienen, no conocen más libro que El Libro.

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