lunes, 25 de abril de 2011

Luz de abril

Gabriel Albiac en ABC

Madrid, este cristal de cuarzo o de resina fósil tras la lluvia, acoge su retorno con el duro destello de cada primavera. Pasaron el paréntesis de olvido que tiñe en melancolía sagrada la Semana Santa. Y han de cargar de nuevo con el rudo mundo a cuestas. La ciudad, que añoraron al borde de playas cárdenas de tormenta, sabe aparentar mohines de vieja amante sabia. Los que vuelven sospechan que es tan sólo escena; que enseguida revestirá su rostro de madrastra: el más bello. No hay amor tan extraño, no hay deseo tan perverso, cuanto este que encadena a quienes vuelven —todos— a la ciudad tallada en el mayor desorden y en la luz más geométrica.

Yo, que no me he movido —nunca lo hago—, también estoy de retorno. Del universo infinito: ese que cabe sólo en las contadas páginas de ciertos libros. Y del desorden de papel y tinta negra en el cual nadie —tampoco yo— podría adivinar siquiera proyecto de obra; las más de las veces, folios para estrujar en la papelera. Abro los ojos al Madrid de después de la lluvia, con estupor idéntico al de estos que regresan de la efímera fuga. Huir es honorable para salvar la vida. Así, todos. Sumergidos en el espacio abierto que la lluvia golpea, o en el hermético tiempo suspendido de la habitación en penumbra, donde el repiqueteo de las gruesas gotas sella una soledad en cuya conmoción hay la solemnidad armónica del templo.

Huyeron para volver. Huimos sólo para que esta luz milagrosa de la ciudad tenga de nuevo para cada uno la sorpresa imprevista de su glacial bofetada. Somos de la ciudad, como no fuimos ni seremos jamás de humano alguno —por querido que nos sea—, como no fuimos nunca, ni jamás seremos, de país o de creencia. Ni dioses ni bestias, dice Aristóteles; ciudadanos, animales enfermos de palabras, que sólo al resplandor de las sombras que pueblan el recodo de cada calleja conocen el misterio de chocar con su desdoblado fantasma, el primordial fantasma al cual ignoran los espejos, como ignoran a los vampiros de Bram Stoker.

¿Qué encontrarás hoy, al salir a la calle? Lo de siempre. Lo mismo que asqueaba el desayuno del Baudelaire parisino hace más de un siglo: sordidez y política, política y crimen. Si pudiéramos borrar eso de nuestros ojos, el duro sol de esta ciudad nos bastaría para ser felices. No es posible. «Ciudadano apolítico» es eso que los cursis llamamos un oxímoron: un círculo cuadrado. La política mata al ciudadano, a la manera en que distintas dosis del mismo veneno nos embriagan o bien nos vuelven locos. Es preciso manejarla con fervor distante de alquimista: detestamos a los caraduras que viven de nuestros impuestos. Y eso es justo. Y no basta.

La ciudad… También yo —¡cielo santo!— la olvido, para pensar en esas gentes que son las menos propicias para inteligencia, belleza o poesía —tres nombres de lo mismo—: los políticos. Pedirán mi voto en unas pocas semanas. Conozco ya esa náusea, de la cual huyo en vano. Legítima defensa, desde luego. Los hay pésimos y malos. Delincuentes ya, o no aún: microscópico matiz. No hay otro ante las urnas. Legítima defensa. O legítima venganza. Contra quien nos arruina. E inmediato olvido. Madrid, hermético en su sol de cuarzo o de resina fósil, permanece. Es el consuelo. Puro.

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