lunes, 9 de mayo de 2011

Sumergidos

"El reciente decreto ley para aflorar el trabajo sumergido tiene aspectos controvertibles. La razón principal por la que se toman estas medidas, en una situación tan crítica del mercado de trabajo, pensamos que no puede ser ni la protección a los trabajadores, ni, en caso de que se incluyera también lo que podríamos llamar la economía sumergida, la eliminación de la competencia desleal de las empresas que reducen ilegalmente sus costes. Si estas fueran las razones de este decreto aprobado por el Gobierno, lógicamente se habría elaborado en circunstancias económicas más normales.

El aumento del ingreso público por la recuperación de las cotizaciones sociales y, en su caso, de los impuestos defraudados, y la mejora de los resultados de las estadísticas de empleo explican mejor su oportunidad."

Eugenio M. Recio en La Vanguardia


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El desarrollo de la riada nepman tiene una causa económica. El Estado necesita bienes, necesita oro, y no dispone aún de ninguna Kolymá. A finales de 1929 empieza la célebre fiebre del oro, pero esta fiebre no la padecen buscadores de oro, sino aquellos a quienes privan de él. La peculiaridad de esta nueva riada «del oro» estriba en que la GPU, de hecho, no acusa de nada a sus borreguitos y está dispuesta a no enviarlos al país del Gulag, siempre que pueda arrebatarles su oro aplicándoles la ley del más fuerte. Por eso, las cárceles están abarrotadas, los jueces de instrucción extenuados, mientras que los transportes de detenidos, las prisiones de tránsito y los campos penitenciarios reciben un contingente proporcionalmente menor.

¿A quién se encarcela durante la riada «del oro»? A todo el que quince años atrás tenía una «empresa», comerciaba o ejercía un oficio, y a juicio de la GPU pudo haber conservado oro. Pero precisamente, muy a menudo no disponían de oro, pues habían tenido bienes muebles e inmuebles, si bien todo se había esfumado —confiscado durante la revolución— y no les quedaba nada. Se encarcelaba con grandes esperanzas, como es natural, a dentistas, joyeros y relojeros. Las denuncias ofrecían pistas para encontrar oro en las manos más inesperadas: un obrero «tornero por los cuatro costados» había conservado sesenta monedas de oro, de cuando «Nicolás II», de a cinco rublos, encontradas no se sabe dónde; Muraviov, conocido guerrillero siberiano, se presentó en Odessa con un sa-quito de oro (lo había robado durante la guerra civil); todos los carreteros tártaros de San Petersburgo tenían oro escondido. Y si eso era verdad o no, sólo podía aclararse pasando por la celda de castigo. Nada podía salvar a aquel sobre el que caía una denuncia «por oro»: ni su procedencia proletaria ni sus méritos durante la revolución. Todos eran arrestados, todos eran embutidos en las celdas de la GPU en unas cantidades que hasta entonces se consideraban imposibles. ¡Pero así tenía que ser para que lo devolvieran cuanto antes! Se llegaba a situaciones embarazosas, en que hombres y mujeres permanecían encerrados en una misma celda y debían hacer sus necesidades en una cubeta unos frente a otros. ¡Quién iba a preocuparse por estas minucias! ¡Venga el oro, canallas! Los jueces de instrucción no levantaban actas porque eran papeluchos que no le hacían falta a nadie, porque que se impusiera después una condena o no a pocos interesaba. Sólo una cosa era importante: ¡Venga el oro, canallas! El Estado necesita oro, ¿y tú para qué lo quieres? A los jueces de instrucción ya no les quedaba voz ni fuerzas para amenazar y torturar, por ello recurrían a un método general: dar a los arrestados únicamente comida salada y ni una gota de agua. ¡Quien entregue el oro beberá agua! ¡Un chervónets por una jarra de agua pura!

El hombre muere por el metal...

Esta riada se distinguía de las anteriores, y de las posteriores, en que el destino, si no de la mitad, al menos de una buena parte de los arrestados, se agitaba en sus propias manos. Si uno realmente no poseía oro estaba en una situación sin salida, y tendría que aguantar palizas, quemaduras, torturas y otra vez zurras hasta morir o hasta que, en efecto, le creyeran. Pero el que sí tenía oro estaba en situación de determinar la medida del suplicio, hasta dónde llegaba su aguante y cual sería su futuro destino. Por lo demás, se trata de algo psicológicamente complicado y resulta más duro, pues si uno se equivoca siempre se sentirá culpable ante sí mismo.

Naturalmente, el que había asimilado los usos y costumbres de la casa cedía, entregaba el oro, y santas pascuas. Pero tampoco era cuestión de entregarlo demasiado deprisa, pues podrían haber sospechado que aún quedaba más y te habrían retenido en prisión. Al mismo tiempo, tampoco convenía demorarse demasiado en soltarlo: podrías entregar el alma o conseguir que, por rabia, te impusieran una condena. Uno de esos carreteros tártaros soportó todos los suplicios: ¡No tengo oro! Entonces encarcelaron a su esposa y la torturaron, pero el tártaro se mantuvo en sus trece: ¡Que no tengo oro! Encerraron también a su hija, y esta vez el tártaro ya no pudo resistir, entregó cien mil rublos. Entonces soltaron a la familia, pero a él le impusieron una condena. Estaban llevando a la vida real las más zafias novelas policiacas y óperas de forajidos, con un gigantesco país como escenario.


Alexandr Solzhenitsyn. Archipiélago Gulag

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