lunes, 20 de junio de 2011

El odio

Juan Manuel de Prada en ABC

Empezaron a insultarme por la calle hace casi un par de años, coincidiendo con la época en que mis apariciones en tertulias radiofónicas o televisivas eran «glosadas» en ciertos programuchos o checas mediáticas que, bajo la coartada humorística, se dedican a exaltar el odio; y, aunque dejé de aparecer en tales tertulias, seguí probando los frutos de esa exaltación. Yo estaba acostumbrado a que me insultasen en las cloacas de internet, donde la mezcla de anonimato y encono ideológico (salpimentado con una dosis sulfurosa de odium fidei) favorece este tipo de desahogos sórdidos; pero que te insulten por la calle es una experiencia de otro orden. Quienes te insultan en internet no hacen, a fin de cuentas, sino evacuar una frustración personal que la clandestinidad adereza de coprolalia y espumarajos; en cierto modo, tales insultos son como las inscripciones obscenas que uno se tropieza en las paredes de un retrete público. Pero quienes dejan inscripciones obscenas en un retrete público no van por la calle profiriéndolas a gritos; para que ese salto se produzca hace falta que alguien los estimule y jalee. Quienes te insultan por la calle lo hacen porque otros antes te han señalado como una presa fácil, porque otros antes te han convertido en un guiñapo risible, en un muñeco de pimpampum, en un monigote de verbena al que se puede escupir y pisotear. Quienes te insultan por la calle ni siquiera lo hacen movidos por un odio personal, sino porque detectan en el aire un «odio ambiental» que ampara su machada. Muchos de los que me han insultado por la calle lo han hecho de forma jocosa y festiva, como si de este modo ratificaran su pertenencia a una tribu, como si de este modo pudieran luego pavonearse orgullosos ante los amigotes: «¡Pues yo a este tío del que se descojona nuestro chequista favorito lo insulté el otro día por la calle!».

El prototipo de mi insultador es un joven, un poco fiambre ya —lo que Machado denominaba «mozos viejos»—, a quien seguramente la vida no le ha sonreído demasiado, que languidece en el paro o sobrevive con algún trabajo basura; y que mata el tedio o la desesperación riéndole las gracias a los chequistas mediáticos. Un prototipo mucho más abundante de lo que a simple vista parece, que ya no se puede calificar propiamente de «marginal»: el producto de un modelo social en quiebra, a quien se ha atiborrado de «derechos y libertades», mientras se le prometía un reino de Jauja ilusorio; y que, tras descubrir que tal reino no existía, se ha encontrado con una plétora de «derechos y libertades» inútiles que, por fermentación, acaban convirtiéndose en indignación biliosa. Lo natural hubiese sido que tales jóvenes, un poco fiambres ya, hubiesen vomitado esa indignación biliosa sobre los causantes de su infortunio. Pero los causantes de su infortunio, muy previsores, hallaron el modo de desviar esa indignación hacia quienes ninguna culpa teníamos. A fin de cuentas, tales jóvenes, algo fiambres ya, eran carne de ingeniería social, alimentados con los residuos radiactivos de un progresismo de recuelo aderezado de atavismos anticatólicos; bastaría, pues, señalar, escarnecer, caricaturizar, desde cualquier checa catódica, a unos cuantos chivos expiatorios que osasen contrariar los postulados de la ingeniería social en boga. A mí me incluyeron en el número de los chivos expiatorios; y desde entonces me empezaron a insultar por la calle. Pero no se exacerba el odio impunemente; algún día quienes lo indujeron, exaltaron y jalearon serán devorados por él.

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