Leer es ya hoy un anacronismo. En la Facultad a la cual llegué para no salir en el 67, las tesis doctorales están plagadas hoy de faltas de ortografía; su sintaxis, puede que pertenezca a alguna recóndita lengua no indoeuropea que yo no reconozco. Recuerdo con ternura el día en que un grupo de chavales, sin duda aplicados, me hizo observar, ante mi empecinado uso del calificativo «epicúreo», que eso era castellano antiguo. Ese mismo día firmé mi solicitud de ser prejubilado. Pero no de mi cátedra de la Complutense, no. De este mundo, de esta vida con la cual ya nada comparto.
Me gustaría soñar que esto puede aún «regenerarse», como aquí, en ABC, llaman a hacerlo cabezas menos hastiadas que la mía. ¡Ojalá! No lo creo.
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