Saber que el Continente producía poco y caro, saber que su economía dejó de ser rentable hace decenios, eso lo sabíamos todos. ¿Redujimos nuestro tren de vida? ¿Produjimos más? Una cosa y otra nos parecían vulgaridades propias de piojosos del tercer mundo.
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Como a nadie le gusta demasiado reconocerse autor de sus propios desastres, hemos dado por inventar un fantasma de rostro enmascarado y maldad perfecta: «los mercados». «Los mercados» atacan a tal o cual moneda, «los mercados» atentan contra este o el otro Estado, «los mercados» conspiran contra un gobierno a favor de otro, contra un partido, un país o un continente en pro de su contrario…
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Pero el mercado éramos nosotros. Y lo somos. Mercado es el espacio vacío en el cual intercambian los sujetos sus valores. Un tablero pautado, sobre el cual componen las piezas del ajedrez humano pacientes estrategias en las cuales no siempre se percibe claro el fragor de la batalla. Pero la guerra está, aun silenciosa, en cada movimiento. Y un minúsculo error arrastra, en su cadena de jugadas no previstas, el relámpago final. Que nos fulmina. El buen jugador sabe que sólo él es responsable de su desdicha. «Yo mismo de mi mal ministro siendo», escribe Aldana.
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