viernes, 10 de diciembre de 2010

Su Excelencia

Alfonso Ussía en La Razón

Él está hecho para mandar más y a más gente, civil y militar, sin restricciones. Zapatero y Rubalcaba están de capa caída, pero Blanco manda mucho, como ha reconocido el deslenguado José Bono. Y no es alto de estatura física, es gallego y su apellido tiene rima consonante con el pasado. Oigo la voz de David Cubedo en el No-Do: «Su Excelencia el Jefe del Estado, Generalísimo Blanco»…

Blanco no se comporta como un militar aunque eche mano de ellos para cubrir sus errores. Admira a los hombres que no conocen la mentira desde su condición de gran mentiroso. Son lógicas las caricaturas, pero ásperas para quienes tenemos a los militares como un ejemplo permanente. Y en su intención, se quedan cortas. Blanco no quiere ser el coronel al que su inferior le informa de la situación del regimiento. Vuelve la pesadilla. Blanco en el balcón principal del Palacio Real. Y el grito de la multitud socialista: «¡Blanco, Blanco, Blanco, Arriba España!».


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Nadie oía lo que el gran camarada estaba diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla, y que no es preciso entenderlas una por una, sino que infunden confianza por el simple hecho de ser pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la monumental cara del Gran Hermano y en su lugar aparecieron los tres slogans del Partido en grandes letras:

LA GUERRA ES LA PAZ

LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Pero daba la impresión de un fenómeno óptico psicológico de que el rostro del Gran Hermano persistía en la pantalla durante algunos segundos, como si el «impacto» que había producido en las retinas de los espectadores fuera demasiado intenso para borrarse inmediatamente. La mujeruca del cabello color arena se lanzó hacia delante, agarrándose a la silla de la fila anterior y luego, con un trémulo murmullo que sonaba algo así como «¡Mi salvador!», extendió los brazos hacia la pantalla. Después ocultó la cara entre sus manos. Sin duda, estaba rezando a su manera.

Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y profundo: «¡Ge-Hache. Ge-Hache... Ge-Hache!», dejando una gran pausa entre la G y la H. Era un canto monótono y salvaje en cuyo fondo parecían oírse pisadas de pies desnudos y el batir de los tam-tam. Este canturreo duró unos treinta segundos. Era un estribillo que surgía en todas las ocasiones de gran emoción colectiva. En parte, era una especie de himno a la sabiduría y majestad del Gran Hermano; pero, más aún, constituía aquello un procedimiento de autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la conciencia mediante un ruido rítmico. A Winston parecían enfriársele las entrañas. En los Dos Minutos de Odio, no podía evitar que la oleada emotiva le arrastrase, pero este infrahumano canturreo «iG-H... G-H ... G-H!» siempre le llenaba de horror. Desde luego, se unía al coro; esto era obligatorio. Controlar los verdaderos sentimientos y hacer lo mismo que hicieran los demás era una reacción natural.

(George Orwell. 1984)

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