lunes, 10 de enero de 2011

Guerra santa

Gabriel Albiac en ABC

Viernes de enero y lluvia. No demasiado frío. Anochece y París se ofrece al paseante: monumento musgoso, ajeno al tiempo. El paseante fantasea con la visión de Walter Benjamin acerca de aquellos revolucionarios que disparaban contra los relojes de las torres para detener el tiempo. Dice él que la revolución es tal paréntesis del tiempo suspendido. Pero Benjamin, ya casi póstumo, sabe que son las ciudades, no las revoluciones, las intemporales. Aunque, al final, como en el poema de Brecht que él glosara, de las ciudades acabe por quedar sólo «el viento que que las atravesó». O la lluvia. Ésta bajo la cual París reviste intemporal textura de Atlántida.

Desde el Marais, el paseante ha cruzado a la Isla de San Luis. Otro pequeño puente, y el ábside de Notre Dame, el juego de las sombras huidizas bajo la lluvia, le ofrece su refugio anímico: imposible mundo perdido en el cual se deja envolver. Mejor así: poco puede el presente confortarlo, confortar a nadie. El presente es sórdido y muriente. En la ciudad que fue, se tiñe de una melancolía dulce lo perdido. Oye entonces los cánticos, aún muy ténues, que le vienen de lejos. El paseante recuerda haber escuchado esos cantos en el disco de una monja libanesa: liturgia copta, tal vez el más antiguo resto litúrgico del cristianismo; bellísima arqueología que el paseante tan sólo está calificado para valorar como eso: no de este tiempo y bella. Se dirige hacia las voces en la noche anacrónica.

A la entrada de la plaza, ante el pórtico de la catedral, ve las primeras cruces. De madera, atravesadas por un lienzo, blanco o bien rojo, de brazo a brazo. Cientos de cruces. Portadas por cientos de personas que hablan una mixtura de francés con fuerte acento y de algo que el paseante cree reconocer, más en los rostros cetrinos que en la lengua, como árabe. En torno a una enorme pancarta, el coro persevera en la imponente serenidad del canto copto. El texto de la pancarta llama a salvar la vida de los cristianos egipcios. En su esquina derecha hay un retrato de Hosni Mubarak. Hace muy pocos días que veintiún miembros de la comunidad cristiana copta fueron asesinados por un yihadista suicida en Alejandría. Pero no es nada nuevo. Hace dos meses, la masacre fue en la catedral siríaca de Bagdad: cuarenta y seis muertos. Son las iglesias orientales las que pagan sobre todo. Nadie podría llamarlas externas o importadas a la tierra árabe. Coptos (más de diez millones), armenios (otros tantos), maronitas, melkitas, caldeos, bizantinos o siríacos estaban allí medio milenio antes de que el islam naciera. Pero en tierra de islam ninguna otra creencia puede con legitimidad permanecer viva.

Los cantos siguen. El paseante huye hacia el otro lado del Sena. Demasiado dolor y demasiado absurdo. Le viene a la cabeza que la Arabia Saudita que financia la erección de mezquitas en Occidente, es para el islam una gran mezquita toda ella, y que cualquier práctica religiosa no musulmana allí es blasfema y se pena con la muerte. Le viene a la cabeza que, desde noviembre, una campesina cristiana, Asia Bibi, aguarda en Pakistán a ser ahorcada por haber expresado su prefencia hacia Jesús frente a Mahoma... El paseante se pierde hacia Monparnasse y la ciudad que ama. E intenta olvidar todo.

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