Chesterton la vislumbró hace casi un siglo, cuando auguró que no tardaría en proclamarse una nueva religión que, a la vez que exaltase la lujuria, prohibiese la fecundidad. Tal religión ya ha sido instaurada; y toda la panoplia legal desplegada en los últimos tiempos —reconfiguración de la institución matrimonial, consagración del llamado «derecho a la salud reproductiva y sexual», educación para la ciudadanía y demás flores pútridas de la ideología de género— no tiene otro afán sino otorgar cobertura jurídica a una revolución ideológica que trata de cambiar radicalmente la sociedad, moldeando la esfera interior de las personas.
En esta estrategia revolucionaria debe enmarcarse esta nueva pretensión de controlar el recreo de los niños en las escuelas, mediante el establecimiento de centinelas de género que vigilen los «protocolos de juego» y transmitan «los valores y principios adecuados». Pura y dura ingeniería social que podemos despachar con cuatro risas y cuatro bromas chuscas; pero algún día, no tardando mucho, la risa se nos congelará en la boca, en un rictus de horror. Para entonces, ya será demasiado tarde.
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